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La política, sin palabras

En España, la política ya no es lo que era. Su lenguaje tampoco. Ahora, en lugar de hablar, se 'interlocuta', y así no hay dios que se aclare. Y si nadie se aclara, resulta bastante difícil llegar a acuerdos, por razonables que puedan parecer. Y por cada ocurrencia verbal que sale al mercado, surgen nuevas desconfianzas ciudadanas hacia la vida pública. No sabe uno, por ejemplo, si sus representantes le mienten descaradamente o simplemente le sueltan 'posverdades', más respetables y de mayor valor académico. Como ignora también, sobre todo en campañas electorales, si le están intoxicando con un bombardeo infame de noticias falsas o con una ristra de 'fake news', que parecen algo más vestido y permiten lucirse a tertulianos que ansían estar a la última.

Y a ver si no es como para desconcertarse que los españoles convictos y confesos nos enteremos ahora de que no somos españoles, sino 'unionistas', como ya descubrió Arnaldo Otegi, y propagaron luego la Televisión Nacionalista Vasca (ETB) y la Radio –también nacionalista- de Euskadi, antes de que el término acabara haciendo fortuna a lo largo y ancho de toda España. ¡Como si viviéramos en el Ulster, bajo la influencia del reverendo Ian Paisley en su versión más rugosa!

Para mayor desconcierto, desconocemos si tenemos en España 'políticos presos', como dicen unos, o 'presos políticos', como sostienen los otros. Porque, si fuera esto último, quizá habría que concluir que Ignacio González, por poner un ejemplo, llegó a ser tan preso político como Oriol Junqueras y compañeros mártires del independentismo catalán, todos unidos por el hecho de haberse empeñado en buscarse problemas con la legalidad democrática y la Justicia.

Decididamente, no sabemos muy bien de qué estamos hablando cuando hablamos de política. Y, con lo ocurrido en Cataluña, nos hemos quedado ya sin palabras, de puro estupor. Palabras, quiero decir, articuladas, coherentes, que signifiquen algo y no sean absorbidas por el viento de las coyunturas cambiantes. Palabras que contribuyan a resolver problemas estancados y permitan realmente 'pasar página', y no ese 'pasar pantalla' en el que se refugian los empeñados en mantener enquistados los problemas.

Palabras también que permitan distinguir las opciones diferenciadas de los partidos, y no sólo sus probabilidades aritméticas de prosperar. Porque ahora, en lugar de dar argumentos para defender las posiciones de cada cual, lo que corresponde es 'hacer números'. 'No dan los números' fue la cantinela exhibida por los de la 'nueva política' (versión Podemos), para impedir la investidura de Pedro Sánchez, tras las penúltimas elecciones generales. Ahora, en Cataluña, siguen sin dar. Y los resultados son básicamente los mismos: la reafirmación del estilo político de Rajoy, al que sus contrincantes tratan de imitar sin el más mínimo pudor.

De ahí que quien ha ganado las elecciones catalanas, Inés Arrimadas, haya hecho exactamente lo mismo que hizo el actual presidente del Gobierno en su día: desistir de presentar su propia candidatura a la Presidencia del Gobierno de su Comunidad. Como no le dan los números, la minoría social mayoritaria de Cataluña se verá privada de conocer con detalle, desde su Parlamento, cuál es el proyecto de Gobierno que la líder de Ciudadanos defiende. Si es que lo tiene, claro.

Eso, lo de gobernar, sigue siendo cosa de los nacionalistas, enzarzados a su vez en una pelea a muerte por ver quién se queda con la propiedad de la masía nacional. Por un lado, los del PdCAT, que le han cogido gusto a lo del plasma, llegando a sugerir lo que ni siquiera se la ha ocurrido a Mariano Rajoy (al de menos de momento): la posibilidad de que un presidente de Gobierno lo sea por vía telemática. Por otro, los de Esquerra diciendo que no, que vuelva Puigdemont si es hombre y quiere ser president. La verdad es que provoca bastante vergüenza ajena ver discutir a un preso preventivo y a un huido de Cataluña quién es el que tiene más derecho a gobernar su República frustrada. Y llega a sorprender que esa vergüenza ajena no se interiorice como propia en sectores más amplios de la sociedad catalana.

Porque ahí tenemos al saltimbanqui de Bruselas soltando todas las chorradas que se le ocurren ante el fervor religioso de su numerosa parroquia. El que dijo que volvería si le votaban, pero sigue sin volver; y todavía no sabemos si volverá; o si, en caso de no volver, lo acabarán haciendo 'president' emérito para que se quede tranquilo en la ciudad del Manneken Pis, mientras otro (u otra) gobierne en su lugar, siguiendo el ejemplo de la Casa Real española, que “marcó tendencia”, según los términos comerciales del momento.

En algo no se ha equivocado Puigdemont: y es en asegurar, con la crudeza con que lo hizo ante su gente, que “España tiene un pollo de cojones”. Aunque le faltó añadir que el secesionismo catalán ha sido la avanzadilla de ese pollo español, en todo lo que tiene de esperpéntico. Y en ese pollo que las derechas nacionales y nacionalistas han montado ni catalanes ni españoles en su conjunto tienen nada que ganar. Simplemente pasaban por allí y no se les ha dado vela en este entierro (que, además, es el suyo). Los intereses de los españoles de a pie, catalanes incluidos, no son lo prioritario. Lo prioritario es volver a salvar a España, como bien saben la FAES de Aznar y Albert Rivera Rivera, su profeta.

En España, la política ya no es lo que era. Su lenguaje tampoco. Ahora, en lugar de hablar, se 'interlocuta', y así no hay dios que se aclare. Y si nadie se aclara, resulta bastante difícil llegar a acuerdos, por razonables que puedan parecer. Y por cada ocurrencia verbal que sale al mercado, surgen nuevas desconfianzas ciudadanas hacia la vida pública. No sabe uno, por ejemplo, si sus representantes le mienten descaradamente o simplemente le sueltan 'posverdades', más respetables y de mayor valor académico. Como ignora también, sobre todo en campañas electorales, si le están intoxicando con un bombardeo infame de noticias falsas o con una ristra de 'fake news', que parecen algo más vestido y permiten lucirse a tertulianos que ansían estar a la última.

Y a ver si no es como para desconcertarse que los españoles convictos y confesos nos enteremos ahora de que no somos españoles, sino 'unionistas', como ya descubrió Arnaldo Otegi, y propagaron luego la Televisión Nacionalista Vasca (ETB) y la Radio –también nacionalista- de Euskadi, antes de que el término acabara haciendo fortuna a lo largo y ancho de toda España. ¡Como si viviéramos en el Ulster, bajo la influencia del reverendo Ian Paisley en su versión más rugosa!