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Pretensiones

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Mientras el planeta se encamina hacia un laberinto de fatalidades con el creciente deterioro del medio ambiente, los desastres climáticos, los criminales cometiendo crímenes de guerra con una maniática insistencia, los políticos estúpidos propagando estupideces a través de los medios como si fueran perlas de sabiduría, los periodistas corruptos, convertidos en los grandes moralistas de nuestro tiempo, señalando a los políticos por corrupción y las redes sociales plagadas de personas plenamente convencidas de tener siempre la razón, ya solo se puede aspirar a las cosas más simples: a que los trenes, por ejemplo, sean puntuales, a que las manzanas sepan a manzanas y a que uno, en su vida, pueda conservar, en la medida de lo posible, algunas virtudes clásicas como la ingenuidad, la templanza, la cortesía para con nuestros semejantes, la fe en las personas más cercanas y cierto grado de decencia a la antigua.

Las ideologías útiles, necesarias, siempre tienen un fuerte componente práctico. No todo es vociferar en los parlamentos. Ni ladrar barbaridades. Ni insultar a quienes opinan diferente, sienten diferente o viven diferente. Todavía hay políticos íntegros procurando el bien común. También artesanos minuciosos, médicos de la Sanidad pública de probada solvencia, maestras competentes y bares donde el suelo no está cubierto de pringosas servilletas de papel, restos de tortilla de patatas o cáscaras vacías de mejillones. En medio de la irritación que asola a nuestra sociedad no hay más patriotismo que la honestidad en la labor cotidiana ni pretensión más realista que aquella que te procura un instante placentero de vida.

Además, las pretensiones desmesuradas no proporcionan más que disgustos, desengaños, tanto para los pueblos como para las personas que las acometen. Los grandes ideales arrastran consigo demasiadas desventuras, demasiadas calamidades, así que lo oportuno es atenerse al plato de puntillas de calamar que saboreas mientras hablas de cosas superficiales con amigos superficiales en una terraza milagrosamente bendecida por el tímido sol del otoño, celebrando, de esta manera, que, de momento, nadie nos está bombardeando ni confinando en un campo de concentración.

“El secreto de la felicidad es hacer frente al hecho de que el mundo es horrible”. Una vez aceptada la premisa divulgada por el filósofo y matemático Bertrand Russell, perdida ya la primera inocencia, no resulta demasiado difícil caer en la cuenta que el sistema que gobierna nuestras mediocres vidas funciona como una maquinaria bien engrasada por aquellos que se han adueñado del planeta sin haberse presentado a ninguna elección democrática: los ricos son cada vez más ricos y los pobres somos cada vez más pobres. El pasado regresa. Los totalitarios ya han tomado posiciones dentro de las democracias. El mundo que se adivina, el que viene, ya lo sufrieron nuestros antepasados. La historia nos enseña, pero nosotros, aturdidos por el vigor de cualquier estupidez emitida por la radio, la televisión o el teléfono móvil, nos empeñamos en no aprender nada tal vez porque somos adictos a lo que nos destruye.

Mientras el planeta se encamina hacia un laberinto de fatalidades con el creciente deterioro del medio ambiente, los desastres climáticos, los criminales cometiendo crímenes de guerra con una maniática insistencia, los políticos estúpidos propagando estupideces a través de los medios como si fueran perlas de sabiduría, los periodistas corruptos, convertidos en los grandes moralistas de nuestro tiempo, señalando a los políticos por corrupción y las redes sociales plagadas de personas plenamente convencidas de tener siempre la razón, ya solo se puede aspirar a las cosas más simples: a que los trenes, por ejemplo, sean puntuales, a que las manzanas sepan a manzanas y a que uno, en su vida, pueda conservar, en la medida de lo posible, algunas virtudes clásicas como la ingenuidad, la templanza, la cortesía para con nuestros semejantes, la fe en las personas más cercanas y cierto grado de decencia a la antigua.

Las ideologías útiles, necesarias, siempre tienen un fuerte componente práctico. No todo es vociferar en los parlamentos. Ni ladrar barbaridades. Ni insultar a quienes opinan diferente, sienten diferente o viven diferente. Todavía hay políticos íntegros procurando el bien común. También artesanos minuciosos, médicos de la Sanidad pública de probada solvencia, maestras competentes y bares donde el suelo no está cubierto de pringosas servilletas de papel, restos de tortilla de patatas o cáscaras vacías de mejillones. En medio de la irritación que asola a nuestra sociedad no hay más patriotismo que la honestidad en la labor cotidiana ni pretensión más realista que aquella que te procura un instante placentero de vida.