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Regeneración

El siglo XIX, siglo fundamental para el entendimiento de nuestra reciente historia, fue una continua brega entre las fuerzas reaccionarias y las fuerzas renovadoras con las sangrientas secuelas que todos conocemos. No hace mucho tiempo, dando por finalizado el larguísimo XIX, la esperanza de regeneración también se impuso en nuestro maltratado país como un amable horizonte político. Los gobernantes republicanos – con la ingenuidad propia de quienes creen en la bondad universal – trataron de modificar nuestras legendarias costumbres dotándonos de una burguesía ilustrada que pudiera desarrollarse libremente dentro de una democracia parlamentaria, progresista, laica, instruida y europea. El resultado es bien conocido por todo el mundo. Todos aquellos intentos fueron barridos por la historia entre broncas callejeras, tiros, partes de guerra, himnos falangistas, devociones marianas y la habitual caspa que hizo que los españoles, durante muchos, muchos años, no fueran más que un arquetipo de un metro sesenta de altura: moreno, fogoso, patizambo y de cuello corto; en definitiva, un arquetipo que todos los años, puntualmente, celebraba el día de la raza con un orgullo casi, casi jesuítico..

Los jóvenes españoles de este tiempo – gracias, sobre todo, a la leche, las vitaminas y los yogures - han crecido lo suficiente como para jugar al baloncesto en cualquier equipo del mundo, pero al orgullo de ser español le ha sustituido el orgullo autonómico e incluso el orgullo de pertenecer a determinada ciudad. El día de la raza ha desaparecido. Pero a cambio a todo dios le ha entrado esa curiosa manía de sentirse profundamente orgulloso por la triste casualidad de haber nacido en Albacete, en Vilanova i la Geltrú o en Mundaka, así que lo comido por lo servido: hemos crecido lo suficiente como para jugar al baloncesto, pero la caspa aún permanece.

Para regenerar un país no basta con sustituir a una casta política mediocre, cínica y bastante más corrupta de lo que la mayoría de la gente imagina por una generación de jóvenes políticos bien alimentados y cargados de razones, ilusión y motivos. No es que esta sustitución carezca de importancia - ya que en cierta medida nos mostraría ante el mundo con la apariencia física que hemos logrado a base de tanto 'danone', tanto Cola Cao y tanta leche semidesnatada - pero la regeneración de un país requiere, sobre todo, medidas concretas o lo que es lo mismo leyes razonables, acuerdos parlamentarios, dictámenes juiciosos, una cierta estabilidad económica y sobre todo una urgentísima cohesión social. Todo esto y además el progresivo abandono de ciertas costumbres ancestrales arraigadas en el subconsciente colectivo de este malogrado país. Costumbres como escupir en la calle, despreciar cuanto se ignora, hablar a gritos, hurgarse los dientes con un palillo, rascarse la entrepierna en público, considerar la lidia de los toros como la fiesta nacional, maltratar animales, fumar puros descomunales en los palcos presidenciales de los clubes de fútbol o terminar una discusión diciendo eso tan socorrido de “no sabe usted, señor, con quien está hablando”.

El siglo XIX, siglo fundamental para el entendimiento de nuestra reciente historia, fue una continua brega entre las fuerzas reaccionarias y las fuerzas renovadoras con las sangrientas secuelas que todos conocemos. No hace mucho tiempo, dando por finalizado el larguísimo XIX, la esperanza de regeneración también se impuso en nuestro maltratado país como un amable horizonte político. Los gobernantes republicanos – con la ingenuidad propia de quienes creen en la bondad universal – trataron de modificar nuestras legendarias costumbres dotándonos de una burguesía ilustrada que pudiera desarrollarse libremente dentro de una democracia parlamentaria, progresista, laica, instruida y europea. El resultado es bien conocido por todo el mundo. Todos aquellos intentos fueron barridos por la historia entre broncas callejeras, tiros, partes de guerra, himnos falangistas, devociones marianas y la habitual caspa que hizo que los españoles, durante muchos, muchos años, no fueran más que un arquetipo de un metro sesenta de altura: moreno, fogoso, patizambo y de cuello corto; en definitiva, un arquetipo que todos los años, puntualmente, celebraba el día de la raza con un orgullo casi, casi jesuítico..

Los jóvenes españoles de este tiempo – gracias, sobre todo, a la leche, las vitaminas y los yogures - han crecido lo suficiente como para jugar al baloncesto en cualquier equipo del mundo, pero al orgullo de ser español le ha sustituido el orgullo autonómico e incluso el orgullo de pertenecer a determinada ciudad. El día de la raza ha desaparecido. Pero a cambio a todo dios le ha entrado esa curiosa manía de sentirse profundamente orgulloso por la triste casualidad de haber nacido en Albacete, en Vilanova i la Geltrú o en Mundaka, así que lo comido por lo servido: hemos crecido lo suficiente como para jugar al baloncesto, pero la caspa aún permanece.