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Las secuelas del abuso sexual no prescriben
Me pregunto por qué esa insistencia de las televisiones en mostrarnos las mismas imágenes del juicio a Larry Nassar. Parece como si quisieran consolarnos con el linchamiento público de uno de ellos, convertido en pagano de los delitos de todos; como si con esas machaconas imágenes se pudiera justificar y olvidar a los nassares a quienes la Justicia ha eximido; como si Nassar hiciera bueno a Carballo, quien abusó de infinidad de gimnastas durante décadas y que, a pesar de ser declarado culpable, quedó libre porque sus delitos habían prescrito.
Me pregunto por qué estos medios se limitan a mostrar la cara morbosa de un acontecimiento tan importante; por qué, una vez más, desprecian la ocasión de Informar y Formar.
¿Por qué, al hilo de esta noticia, no explican que en EEUU el juicio se puede celebrar gracias a que los delitos de abusos sexuales a menores no prescriben, mientras que en nuestro país no es posible hacer justicia porque la ley vigente protege a los pederastas?
¿Por qué no han aludido o recordado que en mayo de 2016 se entregaron en el Congreso de los Diputados 305.000 firmas para reclamar que estos casos no prescriban?
Siguiendo con el juicio contra Nassar, me impresionó leer el testimonio de Kyle Stephens. En varias ocasiones Kyle había contado a su padre que el médico abusaba de ella. Su padre, amigo de Nassar, se enfadó y la obligó a pedir perdón a Larry. Cuando su amigo Nassar fue declarado culpable el señor Stphens se suicidó. Había creído a un depravado en vez de a su hija.
Al conocer esta noticia se me coló de rondón, desde la trastienda de la memoria, un recuerdo que siempre ha estado ahí, pero que hacía tiempo que no me visitaba.
Yo era muy joven, corrían los 70, cuando conocí a Juan -nombre ficticio-, un presidiario en régimen de tercer grado, ya reincorporado a su actividad laboral. Unos años atrás, su socio, íntimo amigo y vecino del chalet contiguo, había violado a su hija de 10 años. Él cogió la escopeta de caza, llamó a su puerta, pasó al salón y le descerrajó dos tiros a quemarropa.
Juan me explicó que no actuó por impulso. Lo había meditado durante días y había llegado a la conclusión de que nunca se haría justicia; que someter a su hija al escarnio de un juicio público la destrozaría; que la palabra de una niña no tendría valor frente al testimonio de un hombre con prestigio social; que la única manera de salvar a su hija y salvarse a sí mismo era matar a su amigo.
Al analizar el comportamiento antagónico de estos dos padres, mi primer pensamiento se centró en sus hijas: ¿Cómo las afectó? Aquella niña de hace cuatro décadas, cuyo padre cometió un asesinato, recibió de su entorno un mensaje claro: su padre era valiente y la quería; durante un tiempo se vería privada de su compañía porque estaba en la cárcel por una causa noble, por defenderla. Kyle Stephens no fue creída ni defendida por su padre al que, además, perdió para siempre. Probablemente, creyó que ella fue la responsable de su muerte, porque las niñas víctimas de abusos sexuales cargan con todas las culpas. Ojalá me equivoque.
En los dos sucesos, una niña víctima de abusos sexuales se cobra la vida de un hombre, lo que simbólicamente equipara la valía de una niña a la de un hombre.
Si por cada niña violada hubiera habido un hombre muerto, el imaginario colectivo al respecto se hubiera conformado de manera muy distinta. ¿Cómo? No lo sabemos. Sabemos que la tradición oral, la mitología, la literatura y la historia universales, donde abundan ejemplos de incesto y estupro, nos han enseñado la escasa valía de una niña.
Sabemos que, hasta nuestros días, perdura la conducta ancestral del consentimiento. En otras culturas puede manifestarse dando muerte a la niña que ha sido violada u obligando al violador a contraer matrimonio con ella. En la nuestra, el abusador puede ser absuelto por la justicia. Son respuestas diferentes ante la misma realidad: el valor insignificante de una niña.
Cuando los bibliógrafos relatan que Edgar Allan Poe se casó con una niña de 13 años, resaltan cuánto la amaba; cuando se cuenta que Mahatma Gandhi dormía con niñas desnudas, se justifica envolviéndolo en un halo de espiritualidad; cuando hace veinte años Woody Allen cohabitó con una de sus hijas adoptivas, con la que luego se casó, apenas fue objeto de críticas.
Hoy en día, en nuestro país, está penado por la ley mantener relaciones sexuales con menores de 16 años, pero distamos mucho de considerar estos delitos en toda su gravedad, porque en la raíz de nuestra cultura siguen estando admitidos.
De hecho, la laxitud al enjuiciar los sucesos de abuso sexual queda patente cuando se permite que en la televisión pública ciertos escritores y personajillos alardeen de haber tenido relaciones sexuales con niñas; en la tendencia popular a justificar y despenalizar a los abusadores; cada vez que un juez entiende la pasividad de la víctima como impedimento para considerarla inocente; cada vez que una vecina dice que la joven era ligera de cascos; cada vez que hablamos de consentimiento de una menor…
En resumen, la falta de formación en temas de igualdad propicia que sigan vigentes actitudes retrógradas e inhumanas por parte de las y los profesionales con capacidad de decisión en los casos de abusos sexuales a menores. De forma especial, la Judicatura deberá cargar con la responsabilidad de no garantizar a las víctimas un juicio justo. Que los delitos de abuso prescriban antes de que las menores tengan capacidad para romper el silencio es equivalente a exculpar al abusador.
Carecer de leyes adecuadas es solo un aspecto del verdadero problema: las creencias que gravitan en el ideario colectivo acerca de la permisividad al abuso sexual.
No obstante, modificar dichas leyes sería un paso adelante, nada utópico, de buenas prácticas y mejores consecuencias. Porque hasta que la ciudadanía no ve que un acto es castigado por la Justicia, recibe el mensaje de que no es un delito.
Modificar la ley, con el fin de impedir que los abusos sexuales a menores prescriban, sería un paso de gigante en la consecución de los derechos de las niñas que, hasta ahora, solo han dado pasos de tortuga.
¿Cuánto habremos de esperar?
Me pregunto por qué esa insistencia de las televisiones en mostrarnos las mismas imágenes del juicio a Larry Nassar. Parece como si quisieran consolarnos con el linchamiento público de uno de ellos, convertido en pagano de los delitos de todos; como si con esas machaconas imágenes se pudiera justificar y olvidar a los nassares a quienes la Justicia ha eximido; como si Nassar hiciera bueno a Carballo, quien abusó de infinidad de gimnastas durante décadas y que, a pesar de ser declarado culpable, quedó libre porque sus delitos habían prescrito.
Me pregunto por qué estos medios se limitan a mostrar la cara morbosa de un acontecimiento tan importante; por qué, una vez más, desprecian la ocasión de Informar y Formar.