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Soledad

“El anciano está sentado al borde de la estrecha cama, las manos apoyadas en las rodillas, la cabeza gacha, mirando al suelo (…) Aunque supiera que lo están vigilando, le daría lo mismo. Está como ausente, perdido entre los fantasmas que pueblan su imaginación mientras busca una respuesta a la pregunta que lo atormenta. ¿Quién es? ¿Qué está haciendo ahí? ¿Cuándo ha llegado y cuánto tiempo se quedará aún?”

Así comienza “Viajes por el Scriptorium”, una novela en la que Paul Auster expone un original punto de vista sobre la soledad de un anciano que, perdido entre sus propias brumas, desconoce su pasado y su futuro. También podíamos recordar a Camus quien en “El primer hombre”, recurre a la soledad personada en los rostros de un padre, una madre o de una abuela, personajes que se mueven entre la miseria y la pobreza que les rodea y atormenta. O a Hemingway en “El viejo y el mar”, quien universaliza a aquel anciano pescador que tiene que luchar, además de con el pez espada y los tiburones, con sus propios recuerdos de una vida solitaria. La literatura ha recurrido en muchas ocasiones a la soledad desde puntos de vista dispares, aunque normalmente la haya utilizado para criticar la falta de solidaridad de sociedades cada vez más individualistas y deshumanizadas.

También los medios de comunicación acuden continuamente a informar sobre cuestiones donde la soledad es protagonista principal. Recientemente lo ha hecho la prensa vasca, a partir de la presentación de un informe de Cáritas que repasaba la implantación de su programa Bizi Bete. Este proyecto, ya con dos años de realización en diversas zonas de Bizkaia, pretende cubrir dos de las necesidades más imperiosas que suelen detectarse en las personas mayores: la soledad y, como consecuencia de ello, el aislamiento social. A través de Bizi Bete se busca propiciar un espacio de encuentro, de acogida y de atención personalizada propiciado por personal voluntario. Las variadas actividades (gimnasia, tertulias, manualidades o juegos de mesa) pretenden combatir una de las enfermedades que la sociedad hiperindustrializada y capitalista actual ha magnificado: el individualismo feroz.

Sólo en Bizkaia se encuentran registradas más de 60.000 personas mayores que habitan solas. Según los últimos estudios, la mayoría de ellas lo hacen porque no les queda más remedio; es decir, su soledad es obligatoria; o carecen de familia o ésta se ha desentendido. Esta soledad no buscada tiene otras consecuencias negativas, inherentes a la propia realidad: ausencia de ayudas oficiales –en la mayoría de los casos por desconocimiento- dificultades de identificación, irreversibilidad de ciertas enfermedades, agonías solitarias…

No hay estadísticas fiables, pero cada vez son más los fallecimientos en soledad. En este último año varias decenas de personas han fallecido sin que se haya tenido conocimiento inmediato, transcurriendo, en algunos casos, hasta varios meses. En estos casos, la ausencia de comunicación social –aunque se trate de exclusivamente vecinal- ha propiciado estas situaciones extremas. Ya hay jueces que reclaman actuaciones administrativas rápidas de lo que califican como “problema invisibilizado, igual que la propia vejez”.

Estamos ante una situación crispada, consecuencia directa del ambiente económico y social que vivimos, donde la medida la fija la utilidad/inutilidad de actividad laboral. Cuando la vida de trabajo finaliza, situación propia de la vejez, parece que hay personas que quedan inhabilitadas, marginadas socialmente. No ha transcurrido tanto tiempo desde que las propias familias establecían relaciones de dependencia familiar que solventaba los problemas que ahora percibimos. Relación que sólo en muy contadas ocasiones aislaba definitivamente al/a la anciana.

Pero ahora estamos en otro tiempo, en otro momento. Parece que la celeridad en los trabajos, la omnipresencia de las redes sociales, las exigencias autoimpuestas nos ocupan todo nuestro tiempo; también el de aquellas personas que nos reclaman atención. La movilidad social y el desapego han cambiado las reglas de juego familiar. Así, encontramos, cada vez, más personas que asumen la soledad con sentido de culpa.

No es fácil, por tanto, atajar un problema social como el de la soledad. Y será más complicado aún si nos equivocamos centrando la soledad únicamente en la vejez de las personas. Los expertos ['La soledad en España'] señalan que centrar el tema significa señalar los dos tipos más corrientes de soledad: la emocional –la ausencia de apego y de relaciones positivas con otras personas- y la social –más ligada a la cantidad y calidad de las relaciones sociales y a la integración/exclusión de una comunidad o red social-. Ambos tipos son difíciles de combatir desde la visión actual de una sociedad contemporánea. Como recuerdan los investigadores Díez Nicolás y Morenos Pérez, en su trabajo citado [Axa y ONCE, 2015], la soledad “no es solo cosa de mayores, ni de mujeres, sino que está afectando a personas de muy diversa condición: hombres, jóvenes, adultos, personas con grandes responsabilidades, etc.”

Un estudio realizado por la BBC Radio 4 [trabajo realizado conjuntamente por las Universidades de Manchester, Exeter y la Brunel de Londres] señala que la soledad es mayoritaria entre los jóvenes de 16 a 24 años. En una encuesta realizada a más de 55.000 personas británicas de 16 o más años, el 40% de estos jóvenes admite que se siente solo a menudo o muy a menudo, en comparación con la misma respuesta dada por el 29% de personas entre 65 y 74 años. Según los investigadores de este segundo estudio, la soledad juvenil está ligada al tiempo de transición propio de la edad. Es el momento en que se finalizan estudios, se inician vidas laborales, se cambian lugares de origen y se experimenta con independencias personales. Es época de incertidumbres que provocan en parte de la juventud rechazos sociales y ensimismamientos propios. En estos casos, la soledad es la respuesta para canalizar la falta de adecuación a este incipiente y novedoso estrés para el que aún se está poco preparado/a. Y en esta etapa, además de a su familia, necesitan a las/os docentes.

Sea el aislamiento social en edad avanzada o en etapa juvenil, lo cierto es que la sociedad actual debe encontrar caminos de rectificación y sondear soluciones a un problema que continúa batiendo año tras año estadísticas crecientes. Ninguna duda sobre el papel rector que corresponde a las instituciones públicas en esta minoración del problema señalado. Pero es importante señalar también el papel que le corresponde a la sociedad civil y a las organizaciones sociales que trabajan por la humanización del trabajo y la solidaridad intergeneracional.

También la Educación debería aprender a trabajar en esta clave “antisoledad”. Las disciplinas herederas de las Humanidades, especialmente, pero también aquellas técnicas que permitan transmitir experiencia, intelecto y trabajo en común, sirven para este proyecto de desaceleración de la soledad. El objetivo es que el currículo educativo cumpla el papel de “celestina intelectual” en este acercamiento intergeneracional. Tertulias literarias, talleres de aprendizaje de oficios artesanales en vías de extensión, acciones relacionadas con la Historia Oral, entre otras, deberían tener cabida durante el curso escolar.

Hay ejemplos sencillos para su puesta en práctica, como son el uso de las TICs, donde el proceso de enseñanza-aprendizaje invierte los parámetros habituales: el alumnado está normalmente mejor preparado que el resto de usuarios del sistema. También la Historia Contemporánea ofrece múltiples oportunidades para este tipo de aprendizaje dialógico. Así, a través de encuentros entre generaciones claramente diferenciadas, se puede conocer el relato de vidas anónimas en acontecimientos históricos de interés. El mundo laboral, la Guerra Civil, el franquismo, las oleadas migratorias, el terrorismo vasco, son temas que pueden cumplir el doble objetivo perseguido: aproximar a protagonistas y espectadores/as al conocimiento histórico y acercar a personas jóvenes y mayores, sacándoles de un posible aislamiento social.

La metodología no es costosa desde el punto de vista presupuestario, ni complicada técnicamente; consiste en integrar a jóvenes y ancianos/as en grupo, en base a intereses compartidos, en los que una parte expondrá sus conocimientos y habilidades y la otra su capacidad de aprendizaje y aceptación. Con esta práctica, además, romperíamos esa visión sesgada que sólo valora la experiencia y conocimiento desde la suma de años y no desde la habilidad y uso inteligente de cualquier persona, al margen de su propia edad.

En fin, debemos intentar que la Educación sirva para ayudar a superar el aislamiento social. Se trata de insistir en el esfuerzo, de perseverar, en la confianza de que podemos aportar argumentos para que las personas solitarias corrijan tal situación. Como ocurre en la parte final que Hemingway diseñó para la relación entre Santiago –el viejo- y Manolín- su joven amigo.

“-El mar es muy grande y un bote es pequeño de ver-dijo el viejo. Notó lo agradable que era tener alguien con quien hablar en vez de hablar consigo mismo y con el mar-. Te he echado de menos –dijo-

(...)

-Ahora pescaremos juntos otra vez.

-No. No tengo suerte. Yo ya no tengo suerte.

-Al diablo con la suerte.- dijo el muchacho-. Yo llevaré la suerte conmigo.

-¿Qué va a decir tu familia?

-No me importa. Ayer pesqué dos. Pero ahora pescaremos juntos, porque todavía tengo mucho que aprender.“

“El anciano está sentado al borde de la estrecha cama, las manos apoyadas en las rodillas, la cabeza gacha, mirando al suelo (…) Aunque supiera que lo están vigilando, le daría lo mismo. Está como ausente, perdido entre los fantasmas que pueblan su imaginación mientras busca una respuesta a la pregunta que lo atormenta. ¿Quién es? ¿Qué está haciendo ahí? ¿Cuándo ha llegado y cuánto tiempo se quedará aún?”

Así comienza “Viajes por el Scriptorium”, una novela en la que Paul Auster expone un original punto de vista sobre la soledad de un anciano que, perdido entre sus propias brumas, desconoce su pasado y su futuro. También podíamos recordar a Camus quien en “El primer hombre”, recurre a la soledad personada en los rostros de un padre, una madre o de una abuela, personajes que se mueven entre la miseria y la pobreza que les rodea y atormenta. O a Hemingway en “El viejo y el mar”, quien universaliza a aquel anciano pescador que tiene que luchar, además de con el pez espada y los tiburones, con sus propios recuerdos de una vida solitaria. La literatura ha recurrido en muchas ocasiones a la soledad desde puntos de vista dispares, aunque normalmente la haya utilizado para criticar la falta de solidaridad de sociedades cada vez más individualistas y deshumanizadas.