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... subirían al coro cantando...

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Era conmovedor ver hace unos días a los parlamentarios y parlamentarias de Vox, PP y Ciudadanos reclamar en el Congreso de los Diputados la libertad que, en su exaltada opinión, les ha quitado la ministra Celaá. La reclamaban a voz en cuello los representantes de la extrema derecha y quienes gobiernan, donde gobiernan, con el respaldo de la extrema derecha; quienes, en comandita, hacen desaparecer del callejero de Madrid los nombres de Indalecio Prieto y Largo Caballero; quienes reciben el apoyo de una institución tan liberal como la Iglesia Católica española, indignada por que una ley “ideologizada”, todavía en trámite, como la LOMLOE, prive a algo tan poco ideológico como es la Religión (católica, por supuesto) de ser una asignatura que cuente en la nota media del alumnado. El espectáculo parlamentario que las derechas ofrecieron parecía todo un eco de la cancioncilla republicana, que finalizaba diciendo: “… subirían al coro cantando: libertad, libertad, libertad”.

Parece, pues, que por las derechas hispanas no pasan los años. Y asistimos, por ello, a la enésima oleada de indignación de la España de toda la vida —Católica, Apostólica y Romana— contra las izquierdas que pretenden robarles el patrimonio espiritual de la nación, que es el suyo propio. A su manera de ver, la denominada Ley Celaá viene a ser un atentado totalitario contra las libertades más elementales.

Empezando por la libertad económica. ¿A qué viene esa competencia desleal que le hace el Gobierno a los centros concertados? ¿Dónde se ha visto que un Ministerio de Educación se proponga por ley fortalecer la enseñanza pública, aun a costa de utilizar  suelo público de manera totalmente indebida?¿Por qué tiene que meter mano en la promoción de plazas escolares, cuando ya estaba la “demanda social” de los padres para hacerlo? ¿Quién se ha creído el Estado que es para negar a los centros que sostiene el derecho de admisión de alumnos de bajo nivel económico, oscureciendo así la brillantez académica que puede hacer realmente “competitivo” a un colegio? ¿Por qué obligarles a acoger a chicos y chicas socialmente vulnerables que, en su inmensa mayoría absorbe hoy la enseñanza pública? ¿Por qué priva a los niños de disfrutar de la enseñanza que sus padres pueden pagarles, por la eliminación del pago de cuotas en los colegios concertados?

Era conmovedor ver hace unos días a los parlamentarios y parlamentarias de Vox, PP y Ciudadanos reclamar en el Congreso de los Diputados la libertad que, en su exaltada opinión, les ha quitado la ministra Celaá

Por no hablar de lo más hiriente: la usurpación por el Estado del derecho de propiedad de los padres sobre sus hijos, al negarles la facultad exclusiva de educarles según sus propios criterios, que son los únicos permisibles. Es, pues, su derecho a la libertad de expresión lo que está en juego, con esa educación extraña que la ministra Celaá quiere dar a nuestros escolares, imponiéndoles lo que tienen que pensar y restableciendo lo que era en tiempos la Educación para la ciudadanía, un verdadero golpe de Estado contra la Conferencia Episcopal; un chute en vena de ideología izquierdista sostenida por un odio ancestral a los valores auténticos que únicamente los padres españoles de bien saben que hay que suministrar a sus retoños.

Si es que está clarísimo: una escuela concebida como servicio público, como instrumento de igualdad y de equilibrio; de apoyo a los más desfavorecidos y a los que más dificultades tienen para el aprendizaje; una escuela centrada en fomentar la efectiva igualdad de oportunidades y en formar ciudadanos cultos y críticos; una escuela mixta y que evite segregaciones … En resumen, una escuela a la que se le ve el plumero social-comunista, marcada como está por esa obsesión que tiene la ministra de utilizarla  como un “ascensor social”.

Y, mientras tanto, ¿qué pasa con la españolización de nuestros niños, que es el primer objetivo de una verdadera escuela española? Lo era, al menos, en tiempos del ministro Wert, cuando admitía en el Congreso de los Diputados su intención de españolizar a los niños de Cataluña, aunque hubiera que pasar para ello por encima de lo establecido en la legislación catalana en materia educativa. Y por eso, era necesario meter en su ley de Educación lo que no figuró en ninguna de las leyes educativas anteriores: el concepto de “lengua vehicular” de la enseñanza, aplicado tanto para el castellano como para las lenguas cooficiales.    

Aquél era un verdadero ministro con mando en plaza. Nada que ver con la ministra actual, que se ha plegado a los deseos de los independentistas catalanes para cargarse el castellano en los centros escolares; de manera que, de ahora en adelante, y si el Senado no lo remedia, los pobres maestros se van a ver obligados a aprender apresuradamente la lengua de signos para impartir sus asignaturas. Basta con ver la enmienda que los partidos del Gobierno pactaron con ERC, para percatarnos del desguace escolar de la lengua española: “Las Administraciones educativas garantizarán el derecho de los alumnos y las alumnas a recibir enseñanzas en castellano, y en las demás lenguas cooficiales en sus respectivos territorios, de conformidad con la Constitución española, los Estatutos de Autonomía y la normativa aplicable”.

¿A que está todo muy claro? ¡Como para no entender entonces la sana sublevación social de las derechas, fomentando, en las comunidades que gobiernan, la insumisión institucional a una ley que, en sus mismas raíces, se ha revelado totalmente ilegítima! ¡Y qué se podía esperar de un Gobierno que surgió de una doble ilegitimidad: la de haber ganado, primero una moción de censura en el Congreso de los Diputados y luego dos elecciones generales, además de otras victorias en sucesivos procesos electorales! En el mismo pecado tiene la penitencia.

Era conmovedor ver hace unos días a los parlamentarios y parlamentarias de Vox, PP y Ciudadanos reclamar en el Congreso de los Diputados la libertad que, en su exaltada opinión, les ha quitado la ministra Celaá. La reclamaban a voz en cuello los representantes de la extrema derecha y quienes gobiernan, donde gobiernan, con el respaldo de la extrema derecha; quienes, en comandita, hacen desaparecer del callejero de Madrid los nombres de Indalecio Prieto y Largo Caballero; quienes reciben el apoyo de una institución tan liberal como la Iglesia Católica española, indignada por que una ley “ideologizada”, todavía en trámite, como la LOMLOE, prive a algo tan poco ideológico como es la Religión (católica, por supuesto) de ser una asignatura que cuente en la nota media del alumnado. El espectáculo parlamentario que las derechas ofrecieron parecía todo un eco de la cancioncilla republicana, que finalizaba diciendo: “… subirían al coro cantando: libertad, libertad, libertad”.

Parece, pues, que por las derechas hispanas no pasan los años. Y asistimos, por ello, a la enésima oleada de indignación de la España de toda la vida —Católica, Apostólica y Romana— contra las izquierdas que pretenden robarles el patrimonio espiritual de la nación, que es el suyo propio. A su manera de ver, la denominada Ley Celaá viene a ser un atentado totalitario contra las libertades más elementales.