Viento del Norte es el contenedor de opinión de elDiario.es/Euskadi. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.
El tamaño importa
Hay una tabla que cruza el PIB de los estados del mundo con el volumen de ventas de las más importantes empresas internacionales. Pone a todos en orden con arreglo al volumen de millones de dólares que mueven al año. En la lista de los 100 primeros, 51 son corporaciones empresariales y 49 países. Antes del puesto 25 ya se cuelan unas pocas de esas que llamamos transnacionales. Desde el 50, duplican en número a los estados. Los datos son de 2000 (de Sarah Anderson y John Cavanag, del Institute for Policy Studies), pero hay que pensar que 14 años después las cosas no han cambiado demasiado.
Contemplamos el artefacto Estado-nación como si todavía fuésemos románticos y estuviésemos obnubilados por sus posibilidades más que por sus amenazas. Hablamos de él últimamente como la panacea que permite a los individuos ser lo que son, hacer realidad el viejo sueño de los nacionalismos: a cada supuesto nacional un hecho estatal. Aparece con la función básica de proporcionar satisfacción a los problemas ontológicos de los nacionalistas, deseosos de disponer de un instrumento para convencer al último de sus conciudadanos de las bondades de esa presumida coherencia, de ese destino. Así, lo importante es alcanzar un asiento en el listado de países reconocidos por Naciones Unidas, no importa que luego en ese otro no salgamos ni entre los 100 ni entre los 200 primeros. Hablan de otra cosa.
Conteniendo un inevitable e histórico componente pasional, identitario, romántico, solidario y fraterno de individuos a los que nunca conoceremos, el Estado-nación nació y se justifica sobre todo por la primera parte del binomio que lo denomina. Desde que los imperios europeos clásicos colapsaron en el siglo XVII y se desató la competición por los cada vez más amplios mercados internacionales, el Estado-nación se fue perfilando como el instrumento más eficaz para participar en esa partida. Así lo recuerda Christopher A. Bayly, echando mano de una reflexión anterior de Karl Polanyi que veía a los estados como un simple subproducto de la creación de los mercados. Suena un tanto brutal, pero es así. Lo que explica en parte esa querencia que se ha tenido a diestra e izquierda de la tradición política por considerar que los estados tenían que tener una cierta masa crítica (demográfica, de recursos, territorial, de organización) para ser aceptados como tales, para poder sentarse a la mesa donde se juega el reparto del pastel mundial. Luego, las sucesivas fases de colapso de otros tantos imperios (1814, 1918, 1945, 1989) dieron lugar a la multiplicación del número de estados, llegándonos a convencer así de que lo lógico y progresivo era la abundancia de los mismos y no su limitada cantidad anterior.
El Estado sirvió inicialmente para favorecer los intereses particulares, de las compañías, en la partida por la tarta mundial; luego las circunstancias históricas lo embridaron un tanto y pasó a formar parte de la expectativa de vida de buena parte de los ciudadanos. Fue el tiempo del 'Estado del bienestar'. Después de los años hemos vuelto a los orígenes y los estados están cada vez más subordinados a las empresas privadas y a sus objetivos nacionales (paz social interior) e internacionales (mercados abiertos y dinámicamente protegidos). Vuelven a ser instrumentos de estas para competir mejor en el escenario mundial. Traduzcan lo que significa la 'marca España' –y es solo un ejemplo extensible a otros lugares- y lo verán claro: la enseña patria es hoy el listado de “nuestras” transnacionales y la salud de sus negocios.
Si pudieran elegir –y pueden hacerlo; lo hacen-, las compañías privadas se dividirían en dos bandos. Unas, las más potentes, apuestan por estados sólidos que les sigan asegurando su papel de instrumento para la competición, haciendo y gastando en lo que ellas no pueden/deben hacer. Las menos potentes, pero no menos ambiciosas, prefieren muchos, pequeños y debilitados estados, ante los que presentarse en paridad de capacidades cuando acuden a proponerles un negocio. Si recuerdan cómo el binguero de Las Vegas Sands Corporation, Sheldon Adelson, se relacionó con los gobiernos regionales madrileño y catalán se entenderá esto que decimos. Y así todo.
Siempre cabría el recurso de jugar en otra liga, no competitiva, reservada a las actividades opacas del capital, pero esas especializaciones ya están cubiertas por miniestados como Suiza o Luxemburgo, u otros de rango singular como las Seychelles, la Isla de Mann, el principado de Mónaco o sofisticaciones por el estilo. Parece que a corto plazo no se está por incrementar su nómina. O siempre se podrá argumentar que, efectivamente, parcelar lo existente mengua tu capacidad, pero que esta será mayor ante el mundo toda vez que el estado del que te vas te viene anulando en tu proyección internacional. Ese es un supuesto válido, aunque hay que demostrarlo fehacientemente. La última razón es la primera: la de mi santo capricho y la de la imperiosa necesidad de ser “nosotros mismos”… y luego ya deparará el destino. No es mala. Y además se apoya en la ventaja de que nadie evalúa al cabo de los años qué fue de ellos. Nadie sabe muy bien si Eslovaquia, Macedonia, Estonia, Moldavia o Sudán del Sur están mejor ahora que cuando eran regiones de algo más amplio. ¿O sí? En algunos casos, los peores, sí.
El tamaño es argumento en esto de las casitas estatales. El orgullo de sentarse en la reunión de naciones unidas no siempre compensa los sinsabores del día a día, de la pérdida de presencia, capacidad y poder de representación de tus ciudadanos. Para eso sirven también los estados. Los intereses privados del capitalismo aventurero de hoy los prefieren menguantes, ensimismados, ansiosos por sustituir con sus negocios los que se dejaron escapar con tanta preocupación ontológica anterior. Es cosa seria y a considerar. Pero el peso de la nación, las voces ancestrales –también el hartazgo con lo que tienes, cierto, la huída hacia adelante- e intangibles similares son los que marcan el paso de los patriotas. Y eso, también, es lo que vale.
Hay una tabla que cruza el PIB de los estados del mundo con el volumen de ventas de las más importantes empresas internacionales. Pone a todos en orden con arreglo al volumen de millones de dólares que mueven al año. En la lista de los 100 primeros, 51 son corporaciones empresariales y 49 países. Antes del puesto 25 ya se cuelan unas pocas de esas que llamamos transnacionales. Desde el 50, duplican en número a los estados. Los datos son de 2000 (de Sarah Anderson y John Cavanag, del Institute for Policy Studies), pero hay que pensar que 14 años después las cosas no han cambiado demasiado.
Contemplamos el artefacto Estado-nación como si todavía fuésemos románticos y estuviésemos obnubilados por sus posibilidades más que por sus amenazas. Hablamos de él últimamente como la panacea que permite a los individuos ser lo que son, hacer realidad el viejo sueño de los nacionalismos: a cada supuesto nacional un hecho estatal. Aparece con la función básica de proporcionar satisfacción a los problemas ontológicos de los nacionalistas, deseosos de disponer de un instrumento para convencer al último de sus conciudadanos de las bondades de esa presumida coherencia, de ese destino. Así, lo importante es alcanzar un asiento en el listado de países reconocidos por Naciones Unidas, no importa que luego en ese otro no salgamos ni entre los 100 ni entre los 200 primeros. Hablan de otra cosa.