Viento del Norte es el contenedor de opinión de elDiario.es/Euskadi. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.
El terrorismo no fue un relato
Los relatos son historias que la gente se cuenta entre sí para dar sentido a su experiencia (Peter Burke). Partiendo de esta definición, existen tres grandes relatos sobre la violencia que ha marcado el pasado reciente de Euskadi. Uno coloca en el centro de gravedad a las víctimas del terrorismo. A su vera se sitúan buena parte de las mejores cabezas del país, por el compromiso cívico propio de los intelectuales liberales y porque la teoría del conflicto, si por tal se entiende que hubo dos bandos enfrentados en una especie de guerra, puede tener el atractivo de la sencillez, pero es, sencillamente, una falacia. Frente a fáciles e injustas equiparaciones, precisar la asimetría de las violencias requiere reflexiones críticas, habitualmente incómodas de realizar, ya que se oponen a lugares comunes arraigados. La asimetría queda establecida en los siguientes términos: ETA fue, con mucha diferencia, la organización terrorista más sanguinaria, la más longeva y la única que contó con apoyo social en el País Vasco. En 1980 un grupo de 33 reconocidas personalidades de la cultura vasca dio en el clavo con el manifiesto “Aún estamos a tiempo”. Decían así: “la violencia que ante todo nos preocupa es la que nace y anida entre nosotros, porque es la única que puede convertirnos, de verdad, en verdugos desalmados, en cómplices cobardes o en encubridores serviles”. Su valiente postura fue una necesaria gota de dignidad, que ayudó a abrir una senda por la que ahora transita este primer relato.
En el extremo contrario, un segundo relato es el de los perpetradores y sus simpatizantes, que goza de vitalidad a nivel popular, pero carece del seso y la ética del primero. Aquí tenemos algunas muestras, aparecidas en los medios de comunicación en las últimas semanas: ante un tribunal, presos de ETA se jactan de su militancia en la organización terrorista; en plena campaña electoral, 200 expresos de la banda piden el voto para la “izquierda abertzale oficial”; la “izquierda abertzale oficial” convoca ayunos y manifestaciones por los reclusos de ETA, los pretende elevar a la categoría de “prisioneros políticos”, demanda su amnistía e, invirtiendo la culpabilidad, los califica como “víctimas”. Estamos ante una narración que, retrospectivamente, se propone abrillantar la trayectoria de un sector totalitario, que recurrió al asesinato, la extorsión y la amenaza para tratar de imponer su proyecto político. No es que piensen que su responsabilidad “no fue para tanto”. Es que sostienen que la culpa siempre fue de los otros y, por boca del presidente de Sortu, Hasier Arraiz, se muestran “orgullosos” de su “lucha”
Hay un tercer relato que reniega de los medios empleados por ETA y condena sus atentados, pero comparte con el nacionalismo vasco radical, en expresión de Martín Alonso, una misma “gramática del conflicto”. Los cultivadores de esta narrativa encuentran causas políticas remotas que, según el caso, justificarían, relativizarían o harían comprensible la violencia de ETA, dedican tantos o más esfuerzos a criticar al Gobierno del PP que al nacionalismo vasco radical en relación al terrorismo e interpretan que el vasco es un pueblo homogéneamente victimizado y reprimido desde allende los tiempos, lo que explicaría que una minoría “equivocada” tomara las armas en la defensa de “lo propio”. En su versión más áspera, esta lectura contempla nuestro pasado reciente de violencia en clave étnica, españoles versus vascos, fruto de reivindicaciones nacionalistas incumplidas, y no en clave de ataque totalitario contra la democracia (confróntese esto con el hecho de que ETA cometió el 95% de sus asesinatos tras la muerte de Franco).
El nacionalismo vasco moderado, hegemónico en las principales instituciones del país, se ha movido históricamente entre este relato y el primero. Pocos ejemplos muestran esa oscilación tan gráficamente como el siguiente discurso de José Antonio Ardanza, leído pocos años antes de la deriva del PNV hacia la “acumulación de fuerzas soberanistas”. El texto del lehendakari, rescatado por el historiador Antonio Rivera para un libro suyo de próxima aparición, sostenía que “existe un primer planteamiento –el que hoy defienden, casi en exclusiva, los propios violentos- que pretende situar la violencia en el terreno del nacionalismo, es decir, en términos de conflicto entre nacionalistas y no nacionalistas o, por mejor decir, entre nacionalistas vascos y nacionalistas de otro signo, sean españoles o franceses. La violencia sería, en este sentido, la expresión inevitable de un contencioso no resuelto entre el Pueblo vasco y el Estado español. Hoy apenas queda ya nadie en el mundo del nacionalismo democrático que no sea capaz de percibir el carácter esencialmente manipulador de tal planteamiento. Hoy nos resulta evidente que en una sociedad como la vasca, profundamente dividida por razones de nacionalismo y enormemente sensibilizada hacia reivindicaciones nacionalistas, situar el conflicto en tales términos persigue el objetivo de recabar para quienes ejercen la violencia el máximo apoyo posible o, cuando menos, la comprensión y complicidad silenciosa del mundo nacionalista”. Otro lehendakari, Juan José Ibarretxe, cambiaría pronto estos principios por el frentismo del Pacto de Estella.
Las tres grandes narrativas que he expuesto son tipos ideales y contienen, por supuesto, variantes, del mismo modo que los diferentes sujetos pueden asumir como propios elementos de aquí o de allá, así como evolucionar de un relato a otro. Junto a éstos, en cuarto y último lugar tenemos el “no relato” del silencio, que persigue “dejar atrás el pasado de una vez”, “pasar página”, “mirar hacia delante” y otras metáforas escapistas por el estilo. A esta manera de pensar (o mejor, de ignorar) cabe oponer una reflexión de Primo Levi sobre el Holocausto que está recogida en el proyecto del Centro Memorial de las Víctimas del Terrorismo: “Si comprender es imposible, conocer es necesario, porque lo sucedido puede volver a suceder, las conciencias pueden ser seducidas y obnubiladas de nuevo: las nuestras también. Por ello, meditar sobre lo que pasó es deber de todos”.
Los últimos datos del Euskobarometro demuestran que cuatro años después del final del terrorismo el miedo a hablar públicamente de política, que era especialmente significativo entre los simpatizantes del PP y PSE-EE, ha caído en picado en Euskadi. Este es un indicador, entre varios posibles, de que lo que hemos afrontado ha sido un problema de falta de libertades. La recuperación de las mismas ha traído sosiego a los sectores más estigmatizados, aunque por desgracia ya es demasiado tarde para las más de 900 víctimas mortales del terrorismo, así como para los miles de heridos y exiliados. El terrorismo no fue un mero relato, sino una grave realidad. No vayamos ahora a lavarla con suavizante.
Al contrario que para nosotros, que lo experimentamos más o menos directamente, probablemente para la próxima generación el terrorismo sí será solo un relato. O, si se prefiere, será una realidad lejana, a la que se accederá de forma mediada, a través de nuestras historias. Por tanto, es grande la responsabilidad que nos atañe a la hora de escribirlas de forma fiel. Tenemos a mano varias posibilidades. Una es limitar el alcance del debate, bien repartiendo culpas equitativamente (todos pecadores), bien apelando a la necesidad de tener en cuenta “todas las memorias” (¿también la de los verdugos?). Otra opción más deseable es, frente a la tentación del olvido, construir una pedagogía de la memoria con el objetivo de transmitir sin tapujos qué fue el terrorismo y por qué hubo vascos que sostuvieron una opción liberticida, sin importarles matar en el empeño o dejando que otros lo hicieran en su nombre.
Los relatos son historias que la gente se cuenta entre sí para dar sentido a su experiencia (Peter Burke). Partiendo de esta definición, existen tres grandes relatos sobre la violencia que ha marcado el pasado reciente de Euskadi. Uno coloca en el centro de gravedad a las víctimas del terrorismo. A su vera se sitúan buena parte de las mejores cabezas del país, por el compromiso cívico propio de los intelectuales liberales y porque la teoría del conflicto, si por tal se entiende que hubo dos bandos enfrentados en una especie de guerra, puede tener el atractivo de la sencillez, pero es, sencillamente, una falacia. Frente a fáciles e injustas equiparaciones, precisar la asimetría de las violencias requiere reflexiones críticas, habitualmente incómodas de realizar, ya que se oponen a lugares comunes arraigados. La asimetría queda establecida en los siguientes términos: ETA fue, con mucha diferencia, la organización terrorista más sanguinaria, la más longeva y la única que contó con apoyo social en el País Vasco. En 1980 un grupo de 33 reconocidas personalidades de la cultura vasca dio en el clavo con el manifiesto “Aún estamos a tiempo”. Decían así: “la violencia que ante todo nos preocupa es la que nace y anida entre nosotros, porque es la única que puede convertirnos, de verdad, en verdugos desalmados, en cómplices cobardes o en encubridores serviles”. Su valiente postura fue una necesaria gota de dignidad, que ayudó a abrir una senda por la que ahora transita este primer relato.
En el extremo contrario, un segundo relato es el de los perpetradores y sus simpatizantes, que goza de vitalidad a nivel popular, pero carece del seso y la ética del primero. Aquí tenemos algunas muestras, aparecidas en los medios de comunicación en las últimas semanas: ante un tribunal, presos de ETA se jactan de su militancia en la organización terrorista; en plena campaña electoral, 200 expresos de la banda piden el voto para la “izquierda abertzale oficial”; la “izquierda abertzale oficial” convoca ayunos y manifestaciones por los reclusos de ETA, los pretende elevar a la categoría de “prisioneros políticos”, demanda su amnistía e, invirtiendo la culpabilidad, los califica como “víctimas”. Estamos ante una narración que, retrospectivamente, se propone abrillantar la trayectoria de un sector totalitario, que recurrió al asesinato, la extorsión y la amenaza para tratar de imponer su proyecto político. No es que piensen que su responsabilidad “no fue para tanto”. Es que sostienen que la culpa siempre fue de los otros y, por boca del presidente de Sortu, Hasier Arraiz, se muestran “orgullosos” de su “lucha”