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Universidad y derecho de pernada
Por más que los estudios indiquen que el acoso y el abuso sexual se perpetra en todos lo ámbitos sociales, nos cuesta creer que la universidad esté incluida. Porque la universidad debería ser salvaguarda de los valores fundamentales que sustenta la sociedad humana.
Semejante ilusión, aunque bonita, es falsa. La universidad es uno de los reductos más anquilosados y antidemocráticos. Y, en consecuencia, reacia a tomar medidas para la igualdad de género.
Hace ya años y después de conocer desde dentro la universidad, hice mi propia definición: un conjunto de feudos medievales con derecho de pernada, tanto metafórica como literalmente.
Por entonces y por iniciativa de algunas compañeras feministas, se empezaron a organizar jornadas con perspectiva de género. Aquellos encuentros nos aportaban una doble riqueza, la interdisciplinariedad y el análisis de todos los temas desde una perspectiva inclusiva. Además, el coincidir profesoras de diversas áreas de conocimiento de muchas universidades nos permitía intercambiar datos y opiniones acerca de nuestra situación laboral.
Entonces me percaté de que no había oído críticas en boca de profesores universitarios, que las únicas críticas, opiniones disconformes o propuestas de mejora, las hacíamos las profesoras.
Explicitábamos el machismo que impregnaba nuestro entorno laboral y compartíamos nuestras inconfesables frustraciones. Por ejemplo, descubrimos que era bastante habitual el abuso de los directores de tesis. La primera evidencia me llegó por boca de una profesora que nos relató su experiencia. En el proceso final de su tesis, su director le propuso pasar un fin de semana largo en su casa de la playa, así tendrían tiempo para corregir sin prisas el último capítulo. Ella sabía qué suponía, ya que su director, de forma sutil, le había hecho proposiciones que había eludido. No obstante, dijo que le era imposible. Entonces, su director le advirtió de las consecuencias, porque, excepto esos días, pasarían meses antes de que él dispusiera de tiempo para dedicar a su tesis, lo que retrasaría considerablemente su defensa.
Compartimos muchas otras historias. No todas tan graves ni de acoso sexual, pero coleccionamos testimonios de discriminación de diferentes aspectos y niveles.
Los catedráticos y jefes de departamento tienen un poder absoluto. Si no les bailas el agua, suspenderás la plaza a la que te presentes, no serás incluida en ningún proyecto y no levantarás cabeza en tu vida.
Es habitual que creen una red de sicarios y sicarias que, mientras van trepando a su sombra, aúpan al susodicho a puestos cada vez más altos.
Ese es el problema: la red de estómagos agradecidos que nunca van a querer percatarse de las injusticias que comete su “protector”.
Esta maraña de favores y deudas es la causa por la que el profesorado no denuncia al rector de la Universidad Rey Juan Carlos.
Y este es el motivo por el que, de 42 profesoras y profesores de su departamento, sólo dos personas hayan apoyado a las dos profesoras y a la investigadora de la universidad de Sevilla, víctimas de abuso sexual por parte del catedrático Santiago Romero.
Coincido con las declaraciones de una de las profesoras cuando dice que éste es el tema más doloroso, pero añadiría un segundo aspecto: que la Universidad haya hecho oídos sordos a las denuncias de estas tres mujeres. Que propusiera como solución “quitárselas de en medio”, proponiendo que cogieran licencias por estudios o trasladando a una profesora agredida a otra zona de despachos para facilitar que Romero siguiera campando por sus fueros.
Esta vergonzosa actitud tan habitual, que castiga a la mujer inocente para proteger al hombre culpable demuestra que en algunas aspectos apenas hemos evolucionado. Me retrotrae a hace más de medio siglo cuando a Golda Meir, siendo primera ministra de Israel, le pidieron que pusiera toque de queda a las mujeres para acabar con un periodo de violaciones. Ella respondió que si son ellos los que atacan, sería más eficaz prohibir a los hombres salir de noche. Que de poner toque de queda, sería para que los hombres se quedaran en casa.
Por el contrario, también ha habido dos aspectos de la sentencia contra Romero que me han sorprendido positivamente: la pena impuesta -7 años y 9 meses de cárcel y una indemnización de 110.000 euros- y el que se haya declarado responsable civil subsidiaria a la Universidad de Sevilla.
Sin embargo, me preocupa que Romero haya declarado que va a recurrir a la Audiencia Provincial o al Tribunal Constitucional si fuese necesario, porque conozco dos casos de profesores universitarios abusadores que tras ser condenados, han recurrido a instancias jurídicas superiores y han sido absueltos por falta de pruebas. Parece que, a medida que se asciende a los diferentes estamentos judiciales, es más difícil que condenen a un hombre de prestigio social por agresiones a mujeres, tal y como se ha constatado en algunos casos recientes. Al fin y al cabo, solo son mujeres y los delitos perpetrados contra ellas no parecen ser equiparables a los delitos que afectan a hombres.
De cualquier manera, la sentencia inicial es todo un hito. Para empezar, el rector de la Universidad de Sevilla ha pedido perdón a la sociedad y a las tres mujeres víctimas de acoso sexual por parte del catedrático Santiago Romero, cuando fue decano de Ciencias de la Educación.
Si la Justicia le condena en firme, quizá otras mujeres decidan dar el paso tan espinoso de denunciar los actos de abuso sexual en las universidades. Y quizá, haga entender a algunos profesores universitarios que es conveniente tener mayor control de su bragueta.
Mientras tanto, debemos tomar conciencia de que quienes miran para otro lado ante el abuso sexual son cómplices, quienes protegen a los abusadores validan semejante comportamiento.
Por más que los estudios indiquen que el acoso y el abuso sexual se perpetra en todos lo ámbitos sociales, nos cuesta creer que la universidad esté incluida. Porque la universidad debería ser salvaguarda de los valores fundamentales que sustenta la sociedad humana.
Semejante ilusión, aunque bonita, es falsa. La universidad es uno de los reductos más anquilosados y antidemocráticos. Y, en consecuencia, reacia a tomar medidas para la igualdad de género.