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USA

El premio Nobel de Literatura de este año escribió hace ya tiempo que en los Estados Unidos había un “viento idiota soplando por carreteras de segundo orden que van al sur”. Ahora que los habitantes de los Estados donde más furiosamente sopla este viento idiota han aupado a Donald Trump a la presidencia convendría que recordaramos que los comportamientos y las estupideces que cometen los norteamericanos no tienen que ser necesariamente imitados por los habitantes del resto del planeta.

Sin embargo, el planeta parece correr desaforadamente hacia el estilo de vida norteamericano con cada nuevo contrato laboral que se rubrica, con cada seguro médico que se contrata, con cada película que se estrena, con cada canción que se escucha en la radio o con cada restaurante de comida rápida que se abre en los centros comerciales que cercan nuestras populosas ciudades. Todos los que tenemos un conocimiento más amplio de la biografía de Marylin Monroe que de la de Amparo Rivelles o la de Anna Magnani, por ejemplo, hemos crecido aplaudiendo la llegada del séptimo de caballería, por eso no nos resulta nada extraño que nuestros hijos coman hamburguesas con ketchup, se calcen una gorra de baseball en la cabeza, coleccionen videojuegos de superhéroes norteamericanos y masquen chicle despreocupadamente mientras botan la pelota de baloncesto o dan las primeras caladas a los cigarrillos fabricados en los Estados Unidos de América bajo la autoridad de la Phillip Morris. Hace ya tiempo que el “american way of life” se ha extendido por todo el planeta como un veneno que carece de antídoto.

Tal vez por eso la tarea de los europeos – ya que a fin de cuentas Europa, a pesar de su actual desorientación, debiera ser, por historia, el continente que contrarrestara el totalizador avance de los norteamericanos – ha de basarse en la recuperación de una cultura humanista, milenaria e ilustrada, que nada tenga que ver con el estilo de vida norteamericano; o sea, con la imperiosa necesidad de enorgullucerse de la propia estupidez, triunfar a toda costa, ganar dinero, aplastar al rival, desunir familias, tener el consumo como principal actividad, pagar ingentes toneladas de dinero al psiquiatra para que te libre del suicidio y pasar los fines de semana eructando y devorando palomitas, pizzas, cervezas y hamburguesas frente al televisor.

El deseo de contrarrestar esta orientación empieza ya a ser reclamado incluso dentro de los propios Estados Unidos de América, si atendemos a los numerosos partidarios que apoyaron al demócrata Bernie Sanders en su intento por obtener la candidatura a la presidencia con el propósito de cohesionar, socialmente, a un país enfermo de ferocidad individualista.

Pero aún así, no sé si nuestros dirigentes políticos, costosamente instalados en el aburrimiento burocrático de Bruselas, han logrado entender que los modos de vida americanos pueden ser buenos para los americanos, pero no tienen porque serlo para los europeos o para el resto de un planeta que, dejando al margen esa manía de los chinos por expandirse vendiendo baratijas de a un euro y arroces tres delicias, tiene a Europa como la única alternativa posible a tanto McDonald’s, tanta Coca - Cola, tanto iphone, tanta gorra de baseball, tanto Tomahawk y tanta discurso imbécil de Donald Trump o de cualquier otro insustancial...

El premio Nobel de Literatura de este año escribió hace ya tiempo que en los Estados Unidos había un “viento idiota soplando por carreteras de segundo orden que van al sur”. Ahora que los habitantes de los Estados donde más furiosamente sopla este viento idiota han aupado a Donald Trump a la presidencia convendría que recordaramos que los comportamientos y las estupideces que cometen los norteamericanos no tienen que ser necesariamente imitados por los habitantes del resto del planeta.

Sin embargo, el planeta parece correr desaforadamente hacia el estilo de vida norteamericano con cada nuevo contrato laboral que se rubrica, con cada seguro médico que se contrata, con cada película que se estrena, con cada canción que se escucha en la radio o con cada restaurante de comida rápida que se abre en los centros comerciales que cercan nuestras populosas ciudades. Todos los que tenemos un conocimiento más amplio de la biografía de Marylin Monroe que de la de Amparo Rivelles o la de Anna Magnani, por ejemplo, hemos crecido aplaudiendo la llegada del séptimo de caballería, por eso no nos resulta nada extraño que nuestros hijos coman hamburguesas con ketchup, se calcen una gorra de baseball en la cabeza, coleccionen videojuegos de superhéroes norteamericanos y masquen chicle despreocupadamente mientras botan la pelota de baloncesto o dan las primeras caladas a los cigarrillos fabricados en los Estados Unidos de América bajo la autoridad de la Phillip Morris. Hace ya tiempo que el “american way of life” se ha extendido por todo el planeta como un veneno que carece de antídoto.