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Abandonadas

Los celos no son amor

Desde pequeña siempre había querido casarme y tener hi­jos. Ahora, a mi hija le digo que tenga hijos si quiere, pero que lo de casarse... Recuerdo perfectamente el día en que conocí a Ricardo. Estaba con mis amigos jugando a dardos en un bar y coincidimos con su cuadrilla, que también querían echar una partida. Enseguida me llamó la atención. Era 10 años mayor que yo, pero me gustaba porque era el típico ‘malote’ y yo… yo también era un poco... ‘revoltosilla’, digamos. Pronto nos hicimos novios.

Quizás me tenía que haber dado cuenta de por dónde irían los tiros cuando, de novios, sin que yo le dijera dónde traba­jaba, un día, y ya todos los que le siguieron, vino a buscarme. Poco más tarde, también me llevaba al trabajo. En aquel en­tonces, me emocionaba tanta galantería y no me daba cuenta de que ya no quedaría con las amigas en esos ratos entre el trabajo y la casa.

La primera vez que me pegó fue durante el noviazgo. Esta­ba en la cola del váter y, como las que me precedían tardaban mucho, entré al baño de chicos. Al salir, me lo encontré hecho un basilisco. Me arrastró hasta su casa y me encerró allí tres días. Me pegó porque yo había entrado al baño en busca de un chico con el que supuestamente quería enrollarme. Nada más lejos de la realidad, pero, al final, hasta le pedí perdón porque llegué incluso a creer que había sido así.

Ese retorcido pensamiento lo tuvo siempre. Cuando me quedé embarazada, se lo comuniqué y me llamó ‘puta’. Dijo que aquel hijo no era suyo porque él se había hecho la vasecto­mía y era imposible que fuera suyo. Estuve tres meses sin ver­lo. Cuando por fin apareció, confesó que se había hecho unas pruebas que confirmaron que el hijo podía ser suyo. Tiempo más tarde, si iba a hablar con el profesor de mi hijo, él pensaba que me lo había tirado; si estaba en la consulta del médico, al llegar a casa siempre me encontraba su enfado y sus insultos porque ‘seguro que te lo has tirado’. Y, así, una tras otra.

Tenía esas cosas tan ‘curiosas’ como que, si estábamos en un bar y había otro hombre en el mismo local, no quería que me levantara a pedir. Y, si lo hacía, él lo interpretaba como un desafío; pensaba que me estaba rebelando contra él y no lo soportaba; así que armaba la bronca. Es posible que, en el fondo, pensara que todas las mujeres tenían que ser como su madre. Conocí poco a mi suegra porque enseguida se murió, pero no me gustó nada lo que vi. Ella era una buena mujer, pero la trataban como a una esclava. En el pueblo no tenían lavadora porque ya lavaba ella la ropa de todos sin rechistar. Recuerdo que cuando se estaba muriendo se despidió de mí casi dándome el pésame y diciendo que ella ya se iba, como si fuera una liberación. ¡Pobre mujer, lo que soportaría!

Después de nacer Mikel, hubo unos meses en los que me sentí feliz. Pensé que eso era lo que siempre había querido. Sin embargo, cuando me quedé embarazada de mi hija, me volvió a pegar. No recuerdo cuál fue la razón, pero de lo que sí estoy segura es de que la culpa fue mía. Yo habría hecho algo por lo que me mereciera los porrazos de aquel hombre.

Cuando Arantza era pequeña, empecé a ser consciente de que aquella convivencia no era normal, pero no sabía qué era lo que pasaba. Yo pensaba que estaba enamorada de él. Sin él no era nadie ni nada. No sabía hacer nada bien... le necesitaba en mi vida, quería estar a su lado, pero algo fallaba.

En la calle, al principio, me trataba bien delante de la gen­te, pero las cosas fueron cambiando poco a poco y, cada vez que bebía algo, yo me marchaba a casa con los niños porque sabía que, tarde o temprano, me convertiría en el foco de su ira. Luego, llegaba a casa y empezaban los golpes en los mue­bles o con las puertas o cortaba la luz del piso y me decía: - ¡A ver cómo les preparas ahora la cena a los niños!

Por supuesto, nunca comenté con nadie lo que ocurría dentro de mi casa y nunca nadie vio ni uno solo de los morato­nes que solía tener por cualquier parte de mi cuerpo. La gente empezó a darse cuenta de lo que pasaba porque los vecinos -aunque le tenían miedo- llamaban a la policía cuando oían gritos y golpes. Yo solía encubrirle hasta que un día no negué lo que los vecinos dijeron haber oído. Se lo llevaron, sí, pero volvió a casa y... de nuevo, me convertí en la culpable de que la policía lo hubiera tenido retenido en comisaría.

Un día hizo daño a mi hija y eso fue lo que me dio fuerzas para dar un paso fundamental en mi vida: le denuncié a la policía.

La denuncia

Todas las campañas que se hacen para concienciar a la so­ciedad en contra de la violencia contra las mujeres animan a denunciar al agresor, pero ese paso es duro, difícil y peligroso.

La mayoría de mis amigas me apoyaron. Bueno, todas me­nos una. Estoy convencida de que aquella también era víctima de su marido y que aún estaba abducida por ese sentimiento de culpa y de absoluta sumisión hacia él.

Habitualmente, la gente suele creer que con la denuncia ya se termina el problema, pero no es así. Entonces empieza otro que puede ser hasta más grave aún. Desde que denuncié a mi marido a la policía hasta que ingresó en la cárcel, viví los peores meses de mi vida. El juez le puso una orden de aleja­miento de 500 metros, pero yo lo veía todos los días en el bar de enfrente de mi casa o en el parque a donde iba con los niños o... Muchas veces se cruzaba conmigo y me llamaba ‘puta’ o me amenazaba; incluso, hubo días que estuvo durmiendo en la puerta de mi casa. Era un terror permanente. No sabía por dónde iba a aparecer y qué iba a hacer. La verdad es que no denunciaba cada uno de los quebrantamientos porque cada denuncia tensaba más la situación y él se ponía más violento. Cada vez estaba más rabioso conmigo y cada vez le importaba menos los límites que le marcara el juez.

La situación llegó a ser tan realmente aterradora que mis amigas me acompañaban hasta la puerta de mi piso. No que­rían que me quedara un segundo sola porque sabían el peligro que corría. Un día, cuando llegué a casa vi toda mi ropa tirada por el suelo y destrozada y toda la comida del frigorífico en el suelo de la cocina. No sabíamos cómo lo había hecho, pero era evidente que había entrado en la casa. Revisamos cada rincón de la casa, para asegurar que no estaba aún en la casa. No lo vimos. Yo estaba muy mosqueada porque, a pesar de no verle, olía mucho a su colonia. Después de revisar todo el piso, mis amigas se marcharon. Les di la cena que pude a mis hijos y me acosté. No sé cuánto tiempo pasaría, pero yo ya estaba dor­mida, cuando una mano me tapó la boca y con un cuchillo me amenazaba con matarme si gritaba. Me dijo que me levantara y fuera al salón. Aquella noche mi marido vino a matarme y, si no lo consiguió fue por mi hijo. Mikel se despertó y vio a su padre.

- Shhh, calla que le voy a dar un susto a mamá- le dijo.

Pero mi hijo no se quedó tranquilo y, cuando vio a su padre con el cuchillo, saltó sobre él y le gritó ‘¡asesino! ¡asesino!’. Entonces conseguí zafarme y peleé para que el cuchillo se ter­minara clavando en el colchón. El comenzó a insultarnos, a es­cupirnos y salió corriendo de casa. Me abracé a mi pobre niño que estaba temblando de terror, suplicándome que llamara a la policía, pero no lo hice. Estaba absolutamente noqueada.

Fuimos al salón y de debajo de un cojín recogí un hacha que él había escondido. El terror también se había apoderado de mí. Al día siguiente, el pobre Mikel cogió mi móvil y llamó a su padre para repetirle que era un asesino. Fue la última vez que habló con él. Ya nunca más se dirigieron la palabra.

Tuvimos un juicio, no por el episodio de aquella noche, sino porque él me denunció por quebrantamiento de la orden de alejamiento al tener una llamada desde mi teléfono. En­tonces, en aquel juicio, tuve que explicar qué era lo que había sucedido en realidad, quién y por qué se había hecho aquella llamada. A partir de entonces, me pusieron escolta. No sabía si tendría seguridad total, pero lo que sí había perdido era la poca libertad que me quedaba.

Por fin se celebró el juicio por quebrantamiento de la or­den de alejamiento contra él y me hizo quedar como una loca y una mentirosa. Trató de que todo el mundo pensara que aque­llo era una invención mía. Me dolió, pero no se salió con la suya. Siguió con la orden de alejamiento y esa misma noche miré por la ventana y lo vi en el mismo bar en el que tantas ve­ces estaba. Llamé a la policía y les pedí que aparecieran discre­tamente para evitar lo que había ocurrido en otras ocasiones. Las sirenas y las luces le alertaban y salía por la otra puerta del bar. Aquel día lo pillaron in fraganti. Lo detuvieron y lo llevaron a la cárcel.

Estuvo casi tres años en prisión. Salió con orden de aleja­miento y una pulsera telemática, pero de nada sirvieron esas medidas. Parece que aquellos años de cárcel sólo le sirvieron para obsesionarse aún más conmigo. En nada, tiró la pulsera a la ría. La propia policía me propuso sacarme de Bilbao por seguridad, pero pensé que la solución no estaba en huir, sino en asegurar que le cogieran a él. Yo sabía que, tarde o tempra­no, aparecería en cualquier lugar y así fue. A pesar de llevar escolta y de estar vigilada por policías de paisano, tardaron una semana en atraparle.

Tantos quebrantamientos, la agresión a un ertzaina y otras lindezas que tenía pendientes le han retenido en la cárcel al­gunos años más, pero sigue con la misma obsesión: cada vez que sale de permiso, merodea por mi casa.

Los apoyos

Además de una amiga del alma que tengo en la que confío ciegamente, si he de ser sincera, los mejores apoyos que tuve yo y todas las mujeres que estuvimos en esta historia, fue la que encontramos en la Dirección de Atención a las Víctimas de la violencia de género del Gobierno Vasco que dirigía Ma­riola Serrano. Crearon una ventanilla única en la que trabaja­ban unas mujeres que te entendían y empatizaban inmediata­mente con nuestra situación. Nos hacían fáciles las gestiones y realmente las sentíamos cercanas. Se convirtieron en amigas.

Además, desde esta Dirección se propuso a Educación que víctimas de la violencia de género acudieran a las aulas a con­tar lo que habían vivido. Fue aprobado y allí nos presentamos unas cuantas voluntarias. Fue una experiencia inmensamente positiva. Te dabas cuenta cómo cuando empezabas el relato, los chavales y chavalas estaban distraídos y sin demasiado interés, pero enseguida se iban enganchando a lo que escu­chaban y reflexionaban sobre esta violencia. En casi todas las charlas, salían unos tres o cuatro jóvenes -sobre todo chicas-, que, además de preguntar, luego, hacían consultas en privado por estar viviendo en su casa o con su novio esta violencia. A día de hoy, sigo recibiendo una postal de Navidad de algunos de los colegios en los que di la charla.

Era muy satisfactorio ver que lo que yo había sufrido esta­ba ayudando a otras personas. Eran jóvenes, pero participa­ban mucho y tenían una estupenda herramienta para apren­der. A veces pienso que, si a mí alguien me hubiera advertido de estos primeros síntomas, muy posiblemente habría toma­do precauciones, pero no había sido así.

Entonces, también había un servicio de atención psicoló­gica. Creo que se llamaba Gokoa o algo así. Yo estaba muy a gusto allí, pero los recortes también afectaron a ese servicio y nos remitieron a Zutitu, pero yo ahí no encajé tan bien.

Por desgracia, el nuevo Gobierno eliminó la Dirección de Atención a las Víctimas de Violencia de Género. Nosotras, las mujeres que participamos en esta iniciativa, lloramos. Nos sentimos absolutamente desamparadas y abandonadas. Las trabajadoras de la ventanilla única nos animaron a que for­máramos una asociación para ayudar a quien se incorpora a este trance, pero no es lo mismo. Fue un error quitar aquello.

La decepción

La gente cree que, cuando presentas la denuncia, ya ‘has hecho lo que tenías que hacer’ y está todo resuelto, pero no es así.

En primer lugar, porque tu seguridad no está asegurada al 100%. Mira, en uno de los últimos permisos en los que salió de la cárcel mi agresor, ya no había orden de alejamiento. Yo estaba aterrorizada, así que acudí a la Ertzaintza, a donde las trabajadoras sociales, etc., pero nadie me daba ninguna solu­ción. Estaba absolutamente indefensa y, como fuera, tenía que arreglarlo antes de que él saliera. Al final, lo conseguí pero no de buenas maneras: monté un pollo tremendo en el juzgado hasta que me atendió una persona que se dio cuenta de la si­tuación en que me encontraba. Hizo las gestiones necesarias para tener protección cada vez que mi ex-marido saliera de la cárcel. No hay un protocolo de seguridad que te garantice que, en situación de peligro, tú vayas a estar protegida siempre.

Sí, es verdad que ahora a mí me ponen escolta cada vez que él sale, pero esto no es vida. Sólo soy libre cuando él está en la cárcel. Si sale, la que está vigilada todo el día soy yo. Por eso, este tiempo que está fuera, para mí es una doble tortura. Figú­rate, no puedo abrir la puerta ni aunque sea mi vecina la que llama. Un día vino la policía por no recuerdo qué cosa y no les abrí la puerta hasta que llegaron los escoltas. Me juego la vida.

En ocasiones, he pensado marcharme de Bilbao, pero ¿a dónde voy? Aquí tengo mi entorno conocido y, si me marcho fuera del País Vasco, creo que aún me quedaría mucho más desprotegida. De marcharme, me tendría que marchar a la otra punta del mundo. No sé... no es fácil decisión.

Aparte del temor por tu integridad, te quedas en una situa­ción económica ruinosa. Muchas mujeres que tienen que en­frentarse a esta situación pierden su trabajo. Ya he dicho que no es una situación nada fácil. Y las que no lo tenían, como es mi caso, comprueban que resulta muy difícil, cuando no im­posible, encontrarlo. Más allá de lo complicado que esté bus­car un curro, la situación psicológica en la que te encuentras no te permite afrontar ocho horas de trabajo los cinco días de la semana de las cuatro semanas del mes porque tienes a los hijos a tus espaldas, tienes que asistir al psiquiatra, tienes que ir al juzgado un día sí y otro también, tienes que... tienes que estar pendiente de mil cosas en tu vida que son incompatibles con una vida “estándar”. ¡Bastante esfuerzo tienes que hacer para que tu vida sea lo más normal posible!

Después de la denuncia ya nadie se preocupa sobre si pue­des pagar la hipoteca o si tus hijos comen mejor o peor. Las maltratadas sentimos decepción por la marginalidad que su­frimos: mucha gente conoce lo que sufrimos mientras vivimos con nuestro agresor, pero nadie sabe el calvario que pasamos después.

Ahora cobro la RGI y ¡bienvenida sea porque es mi salva­ción!, pero yo estuve dos años sin ningún ingreso. Cuando mi marido fue encarcelado, mis hijos y yo no recibimos ninguna pensión. Parte de las deudas que mi marido tenía con el banco -deudas de juego, cuya existencia yo desconocía- se saldaron con todo lo que teníamos, salvo la casa donde vivíamos. A pe­sar de que el juez reconoció que la deuda pendiente era de mi marido, tuvimos que cargar con ella. Lo que ocurrió fue que teníamos que afrontar el pago de 800 €, que yo no tenía, por la hipoteca de la casa. Entonces, al tratar de negociarla con una conocida entidad bancaria de Bizkaia para que nos baja­ran la cuota mensual a cambio de prolongar el plazo de pago, dicha entidad bancaria me respondió que me concedían esa permuta, sólo si yo me hacía cargo de la deuda que quedaba aún pendiente de mi marido. No tuve más remedio que acep­tar ese vil chantaje. Fueron unos sinvergüenzas. Esa es la mis­ma entidad bancaria que no tuvo ningún reparo en entregar a mi marido todo el dinero que teníamos en la cuenta común y de las de cuentas de ahorro de mis hijos sin hacer la más mí­nima indagación. Yo me quedé con los cinco euros que lleva­ba en el monedero. Sí, se portaron como unos sinvergüenzas. Lo reclamé en el juzgado, pero sé que nunca recuperaré ni un euro. Estoy cansada de tantas cosas... Ya no puedo pelear más que por las cosas realmente importantes. Si no voy a conse­guir ese dinero, prefiero guardar la energía que necesito para sacar a mis hijos adelante y para protegerme de mi ex marido.

Te quedas absolutamente a merced de cualquier desalma­do porque estás sola frente al mundo y con tus dos hijos. Sin­ceramente, no me extraña que muchas mujeres no denuncien. ¿Cómo vas a denunciar?

Los hijos

Siempre he pensado que, si di el paso de terminar con la relación que tenía con mi marido, fue por mis hijos. El daño que le hizo a la niña fue la chispa que desató todo. Pero, antes, yo ya estaba harta de que vivieran en aquel ambiente. Las pe­leas, los gritos, los golpes, el padre ebrio pegándome un día sí y otro también, la policía en la puerta, los escoltas, el miedo... Aquello no era bueno para ellos.

Mi hijo adoraba a su padre. Le tenía en un pedestal, pero, según fue creciendo, se fue dando cuenta de que había cosas que estaban mal. Poco a poco, el padre dejó de ser su ídolo. ¡Pobre criatura enfrentándose a su padre aquella noche!

Respecto a mi niña, yo pensaba que, al ser más pequeña, no habría sufrido tanto como el mayor. Además, siempre que había broncas, ella se iba a su habitación y preferí pensar que ‘Mejor, así no se entera de nada’. Sin embargo, no resultó así. Ella también sufrió mucho y tuvo muchos miedos... Ambos han estado en tratamiento y no ha sido y sigue sin ser fácil. Ellos son, al menos, tan víctimas como yo.

Me esfuerzo para que aprendan de mi experiencia y hago lo imposible para que corrijan aquellas actitudes y compor­tamientos que apunten a que un hombre es superior a una mujer o tiene algún derecho sobre ella o ella algún deber hacia él. Nunca he sido feminista, pero tengo claro que hay cosas que hay que cambiar antes de que sea demasiado tarde y lo que pueda hacer por cambiarlas -ofrecer mi testimonio en los colegios, ayudar a otras mujeres a salir de ese infierno, pedir a las instituciones la ayuda que necesitamos, educar a mis hijos para que sean buenas personas y respetuosos con los demás, ayudar a la policía para enseñarles cómo actuar con este pro­blema...-, lo voy a hacer.

 

Durante algún tiempo, había algo que me hacía pensar que él no iba a llegar hasta el final, pero, por desgracia, ahora no ya no pienso lo mismo. Creo que mi vida volverá a ser normal cuando él ya no exista. Mientras exista, sé que no voy a poder ser feliz porque algún día tratará de satisfacer lo que le lleva reconcomiendo el alma desde que lo encarcelaron: que yo soy la culpable de su desgracia.

Los celos no son amor

Desde pequeña siempre había querido casarme y tener hi­jos. Ahora, a mi hija le digo que tenga hijos si quiere, pero que lo de casarse... Recuerdo perfectamente el día en que conocí a Ricardo. Estaba con mis amigos jugando a dardos en un bar y coincidimos con su cuadrilla, que también querían echar una partida. Enseguida me llamó la atención. Era 10 años mayor que yo, pero me gustaba porque era el típico ‘malote’ y yo… yo también era un poco... ‘revoltosilla’, digamos. Pronto nos hicimos novios.