'Voces para ver. Testimonios de violencia contra la mujeres, una injusticia normalizada' es un libro que recoge las historias comunes de dolor de las mujeres víctimas de malos tratos. El libro ha sido editado por el Departamento de Empleo, Inclusión Social e Igualdad de la Diputación de Bizkaia.
El arca de Matilde
Mis hijos han vaciado toda la casa. En la residencia, sólo tendré un pequeño armario para la ropa y poco más. Me parece lógico. Trato de imaginar cómo serían las residencias, si los ancianos se instalaran allí con todas las cosas que han acumulado a lo largo de la vida. Harían falta edificios mastodónticos y parecerían un gran museo. Se podría pasar de habitación en habitación y ver los recuerdos de uno que fue marino, de otra que fue soprano o de aquella que colgó los hábitos para irse con un portero de fútbol. Y todo estaría lleno de fotos de personas ausentes. Y de nostalgia. Por eso, me parece bien que no nos dejen llevar nada más que lo mínimo. Los afortunados que aún podemos recordar bastante tenemos con el peso de la memoria. No hizo falta insistir mucho para convencerme. Y, aunque nadie asocie nada bueno con las residencias de ancianos, me hace ilusión la novedad. Resulta paradójico que un lugar para viejos sea, ya, lo único que me puede ofrecer algo nuevo en la vida. Tengo la sensación de que es como estrenar un cuaderno. Aunque sea el último de mi vida, nada me puede privar de esa emoción que produce una página en blanco, limpia y sin tachones. Otra oportunidad para escribir algo sin borrones de tinta, sin manchas de la vida. Y, para eso, lo mejor es llevar a cuestas lo menos posible. Antes de que me arrepintiera de la decisión, mis hijos ya habían empezado a desplumar la casa. Primero, los objetos que podían tener algún valor. Me ha dado pena decir adiós a la esclava que me regaló su padre y al reloj de oro que me compré con mi primera paga de maestra. Y también a la lámpara modernista que traje de París, no por la lámpara en sí, que al final, de tanto verla, resultaba empalagosa, sino porque la había adquirido en lo que fue mi primer viaje –y, prácticamente, único, si no contamos Portugal- al extranjero. Todo lo demás no me ha importado lo más mínimo. Los álbumes de fotografías, las vajillas y cuberterías, algún que otro mueble… Estoy segura de que, muy pronto, se convertirán en un estorbo en los hogares de mis hijos. Para ellos no valdrán lo que vale el espacio que ocupan. Pero, al vaciarla, han obtenido lo que más querían: la casa. No para vivir. Simplemente, podrán venderla o alquilarla. Y eso no estorba nunca. Han estado viniendo los últimos tres fines de semana para limpiarlo todo. Ni me acuerdo de cuándo fue la última vez que me visitaron tan a menudo. Ahora, el espacio suena a hueco. Pero, al final, sí me he quedado con algo inesperado. En uno de esos días de desmantelamiento frenético, el nieto más pequeño, un torbellino de seis años que me agota sólo con mirarlo, se quedó concentrado de forma insólita. Me acerqué por detrás sin hacer ruido y vi cómo sus deditos iban señalando las imágenes en una especie de libro rudimentario. Al verlo, el corazón me dio un vuelco. Eran unas cuantas páginas cosidas con algo más parecido a la cuerda que al hilo. La portada era el dibujo de un barco lleno de animales y el título, ‘El arca de Matilde’.
Como si hubieran apretado un botón, dejé de ser una octogenaria para volver a los 20 años, cuando mi primer destino de maestra me llevó a un colegio religioso de niñas en un pueblecito de interior. Después de tantos años y de las miles de criaturas que han pasado por mi aula, Matilde, aquella alumna de ocho años, de mirada limpia, también como una página en blanco, y de espíritu rebelde se hizo presente como si estuviera ahí mismo, en su pupitre de madera de la tercera fila. Arrebaté aquel manojo de hojas a mi nieto. Se lo quité de la misma manera que hace casi 60 años se lo quité a su dueña por estar más concentrada en su cuaderno casero que en la lección. Mi nieto no nos ahorró el consabido berrinche infantil, tan diferente de la actitud de su autora, que lo entregó con humildad, casi como si deseara hacerlo. Lo guardé en un cajón de mi mesa y proseguí con la historia de los reyes Católicos. Mi intención era devolvérselo a la niña al final de la clase, pero se me olvidó por completo. Y seguí sin recordarlo los dos días sucesivos. Ella tampoco me lo reclamó. Al tercer día, Matilde no vino al colegio. De hecho, ya nunca regresó. Fue entonces cuando caí en la cuenta de que no le había devuelto el cuaderno. Lo rescaté del cajón y pasé varios días tratando de desentrañar la extrañeza que me producía. No sé por qué, el cuadernillo ha sobrevivido a las mudanzas, crianzas y limpiezas generales de casi seis décadas. Y aquí sigue, en mis manos otra vez. El dibujo del barco de la portada tiene influencias claras de las imágenes bíblicas del arca de Noé. Un casco hecho de toscos tablones con una especie de casa encima, también de madera, sobre un mar sombrío. De hecho, más que el temporal o el oleaje del agua es la oscuridad del agua y del cielo lo que mejor representa la amenaza del diluvio. En el dibujo de la tapa, no hay ni rastro de los animales. El título está escrito con una caligrafía de esas que sólo saben enseñar las monjas y que dejan una marca indeleble en cada letra de tu vida. Son letras bordadas. Muy difíciles de deshacer. La portada es, en realidad, el retrato de toda una época. Un tiempo lóbrego y triste, donde incluso el sufrimiento era amordazado. Pero lo más inquietante es el interior, donde ya nada tiene que ver con el arca, sino con los animales. Es un catálogo de fieras que pueden suponer un peligro si te las cruzas en el camino. Asimismo, incluye una serie de rústicas recomendaciones de cómo defenderse de ellas. Allí, está el oso, al que no hay que mirar de frente y del que hay que alejarse lentamente caminando en diagonal. Si te ataca, lo mejor es rendirse y adoptar una posición defensiva. Se descarta la posibilidad de huir, pues, entonces, provocarías la persecución del oso. También aparece el jabalí, ante el que hay que quedarse inmóvil y concederle espacio. Y el lobo, al que no hay que gritar ni pegar y del que sólo te puedes defender protegiendo tus zonas más vulnerables en caso de ataque. El inventario de dibujos sigue con las serpientes, las abejas y hasta los cocodrilos, de los que hay que huir en zigzag y a los que hay que evitar a toda costa en el agua, pues podrían partirte por la mitad. Tanto los dibujos como los textos son muy elementales, pero no dejan de tener una expresividad que parece querer avisar de algo terrible. Luego, hay unas cuantas páginas vacías. Se ve que Matildita, así la llamaban para diferenciarla de su madre, tenía pensado ir aumentando su colección de animales peligrosos. Pero, al final del todo, hay un par de hojas con los trazos de un ser imaginario, mitad hombre mitad ogro. Llama la atención la desproporción de sus manos y, en lugar de estar representado en el medio natural como todos los demás, aparece dentro de una casa. El único texto que lo acompaña son las palabras ‘ir lejos’.
Enseguida, todo el pueblo supo que, una noche, la madre de Matilde y la niña habían cogido un tren de madrugada y habían huido precipitadamente del pueblo. A nadie le extrañó. Según supe después, hacía mucho tiempo que se conocía la brutalidad del padre. De hecho, todo el mundo había aconsejado a Matilde, la madre, que no se casara con él, pero, una vez que lo hizo, ya nadie se preocupó de lo que ocurría dentro de aquel mal llamado hogar. En aquella época, las mujeres hablaban de los maridos como de los melones: me ha salido bueno o me ha salido malo. Pero, fuese como fuese, el melón era tuyo hasta el final. Yo charlé algunas veces con la madre. Ella y Matildita siempre iban juntas y, cuando me las cruzaba, nos parábamos un ratito. Principalmente, hablábamos de la niña. Le solía decir que no se esforzaba y que no aprovechaba las capacidades que tenía, pero ella sonreía como si no estuviera en disposición de hacer ningún reproche o exigencia a su hija. Me parecía una mujer muy dulce y delicada, aunque entristecida. Me recordaba un poco a Ingrid Bergman, tanto por el parecido físico con la actriz como por lo que me evocaba de la película Stromboli. Una mujer delicada y soñadora en un mundo hostil y tosco. Cuando iba a la biblioteca, siempre me encontraba su firma en las fichas de préstamo de todas las novelas románticas. Una vez, incluso estuve en su casa. Durante el recreo, Matildita se había caído de una fuente y se hizo una herida en el codo. Hubo que llevarla al practicante para curarla y, al final de las clases, la acompañé a casa. La madre me lo agradeció mucho. Estuvimos en la cocina. El mantel de hule de la mesa estaba más desgastado en las partes donde se apoyan los brazos al comer. El trozo más ajado era el del que ocupaba el padre en la mesa. A él, sólo lo vi una vez y nunca intercambiamos ni una palabra. Se dedicaba a trabajar con el ganado y estaba siempre por los montes o en las cuadras. Era un hombre atractivo, a pesar de su rudeza y de ser bastante más mayor que la madre de Matildita. Puso una denuncia a su mujer por abandono del hogar. Los rumores ya se habían apaciguado, cuando se celebró el juicio. En el pueblo, no había juzgado, pero un vecino que trabajaba de ujier en la capital se encargó de pregonar todos los detalles de la vista por los mentideros locales. Matildita no tuvo que declarar. Estuvo allí, sentada en un banco largo de madera a la puerta de la sala, esperando por si hubiera sido necesario su testimonio. Pero no hizo falta. El juez tuvo suficiente con el relato de la madre. Ya en el noviazgo hubo muchas veces que volvía a casa con la cara marcada. Empujada por los consejos que le daban familiares y amigos para que no se casara, llegó a tomar la decisión de abandonarlo. El día que se lo comunicó, engatusada de alguna manera o quizá a modo de despedida, se acostó por primera vez con él. Se quedó embarazada de Matildita. Aquella circunstancia fue la puerta hacia el infierno. La niña vivía pendiente de los ruidos que se oían por la noche en el dormitorio de los padres. El violaba a la madre sistemáticamente, que sufrió varios abortos por las palizas, también sistemáticas. Cuando no podía más, Matildita, descalza por el pasillo, gritaba y amenazaba a su padre con salir a la calle y contárselo a los vecinos. Entonces, ella también recibía su merecido. La sentencia del juez ante todos estos delitos continuados fue la separación de cuerpos, es decir, cada uno por su lado. Tal vez, lo máximo a lo que se podía aspirar.
Me gustaría saber cómo habrá rellenado Matildita las páginas que quedan por dibujar en su cuaderno. Me lo llevo a la residencia. Ojala pudiera devolvérselo. En el pueblo, unos decían que se habían ido a vivir a una ciudad del sur y otros llegaron a afirmar que habían cruzado el charco. Aun así, muchas veces, he mirado a mujeres de su edad y de sus rasgos por si pudiera reconocerla, ahora, de mayor. ¿Habrán sido sus cielos azules de nubes blancas? Dicen que las hijas de maltratadores suelen acabar con otro igual. Pero ella creció aprendiendo a huir de todas las fieras, incluso de las más horrendas. No puedo imaginar que conviva con ellas. ¿Y la madre? Por muy duro que le resultara salir adelante, más grande sería su sensación de liberación. Una mujer sola con una hija pequeña era un caramelo para esos depredadores dispuestos a aprovecharse de las situaciones de debilidad. Es como si todo hubiera estado predispuesto para exigir a aquellas mujeres un esfuerzo sobrehumano sólo en la búsqueda de su supervivencia. He pensado que, con los medios de ahora, podría intentar localizar a aquella niña que, hoy, ya estará jubilada. Al fin y al cabo, pienso que, cuando le quité el cuaderno, me lo entregó como si tratara de decirme algo. O hacerme alguna pregunta como ¿es normal esto que nos pasa a mi madre y a mí? ¿Es así la vida de las mujeres? No sé qué hubiera hecho de haber captado antes el mensaje. Aunque me sienta mezquina, me alegro de no haber conocido la realidad hasta después de que madre e hija desaparecieran del pueblo. Me temo que, como todos los demás, lo único que habría hecho es indignarme en secreto y comentarlo sólo con los afines. Pero, entonces, habría sido mucho más difícil soportar el peso de sus miradas. Ahora, podría hablar con ella de otra manera. No para justificarme, sino por el puro deseo de poder hacer llegar algo de consuelo a la niña que fue. Tampoco me gustaría aparecer y rescatar de su memoria lo que, seguramente, quiere olvidar. Sólo con ver sus ojos sabría si ha descubierto que la vida de las mujeres no es así. Creo que, cuando ella me entregó el cuaderno, ya se estaba librando de las fieras. Tal vez, aquellas hojas en blanco que dejó sin dibujar sean, ahora, las que yo tengo que rellenar. Sí, creo que completaré el arca de Matilde. En la residencia recopilaré material. Allí hay muchas mujeres y, en algún momento de su vida, cualquier mujer se ha encontrado con una fiera en el camino.
Mis hijos han vaciado toda la casa. En la residencia, sólo tendré un pequeño armario para la ropa y poco más. Me parece lógico. Trato de imaginar cómo serían las residencias, si los ancianos se instalaran allí con todas las cosas que han acumulado a lo largo de la vida. Harían falta edificios mastodónticos y parecerían un gran museo. Se podría pasar de habitación en habitación y ver los recuerdos de uno que fue marino, de otra que fue soprano o de aquella que colgó los hábitos para irse con un portero de fútbol. Y todo estaría lleno de fotos de personas ausentes. Y de nostalgia. Por eso, me parece bien que no nos dejen llevar nada más que lo mínimo. Los afortunados que aún podemos recordar bastante tenemos con el peso de la memoria. No hizo falta insistir mucho para convencerme. Y, aunque nadie asocie nada bueno con las residencias de ancianos, me hace ilusión la novedad. Resulta paradójico que un lugar para viejos sea, ya, lo único que me puede ofrecer algo nuevo en la vida. Tengo la sensación de que es como estrenar un cuaderno. Aunque sea el último de mi vida, nada me puede privar de esa emoción que produce una página en blanco, limpia y sin tachones. Otra oportunidad para escribir algo sin borrones de tinta, sin manchas de la vida. Y, para eso, lo mejor es llevar a cuestas lo menos posible. Antes de que me arrepintiera de la decisión, mis hijos ya habían empezado a desplumar la casa. Primero, los objetos que podían tener algún valor. Me ha dado pena decir adiós a la esclava que me regaló su padre y al reloj de oro que me compré con mi primera paga de maestra. Y también a la lámpara modernista que traje de París, no por la lámpara en sí, que al final, de tanto verla, resultaba empalagosa, sino porque la había adquirido en lo que fue mi primer viaje –y, prácticamente, único, si no contamos Portugal- al extranjero. Todo lo demás no me ha importado lo más mínimo. Los álbumes de fotografías, las vajillas y cuberterías, algún que otro mueble… Estoy segura de que, muy pronto, se convertirán en un estorbo en los hogares de mis hijos. Para ellos no valdrán lo que vale el espacio que ocupan. Pero, al vaciarla, han obtenido lo que más querían: la casa. No para vivir. Simplemente, podrán venderla o alquilarla. Y eso no estorba nunca. Han estado viniendo los últimos tres fines de semana para limpiarlo todo. Ni me acuerdo de cuándo fue la última vez que me visitaron tan a menudo. Ahora, el espacio suena a hueco. Pero, al final, sí me he quedado con algo inesperado. En uno de esos días de desmantelamiento frenético, el nieto más pequeño, un torbellino de seis años que me agota sólo con mirarlo, se quedó concentrado de forma insólita. Me acerqué por detrás sin hacer ruido y vi cómo sus deditos iban señalando las imágenes en una especie de libro rudimentario. Al verlo, el corazón me dio un vuelco. Eran unas cuantas páginas cosidas con algo más parecido a la cuerda que al hilo. La portada era el dibujo de un barco lleno de animales y el título, ‘El arca de Matilde’.
Como si hubieran apretado un botón, dejé de ser una octogenaria para volver a los 20 años, cuando mi primer destino de maestra me llevó a un colegio religioso de niñas en un pueblecito de interior. Después de tantos años y de las miles de criaturas que han pasado por mi aula, Matilde, aquella alumna de ocho años, de mirada limpia, también como una página en blanco, y de espíritu rebelde se hizo presente como si estuviera ahí mismo, en su pupitre de madera de la tercera fila. Arrebaté aquel manojo de hojas a mi nieto. Se lo quité de la misma manera que hace casi 60 años se lo quité a su dueña por estar más concentrada en su cuaderno casero que en la lección. Mi nieto no nos ahorró el consabido berrinche infantil, tan diferente de la actitud de su autora, que lo entregó con humildad, casi como si deseara hacerlo. Lo guardé en un cajón de mi mesa y proseguí con la historia de los reyes Católicos. Mi intención era devolvérselo a la niña al final de la clase, pero se me olvidó por completo. Y seguí sin recordarlo los dos días sucesivos. Ella tampoco me lo reclamó. Al tercer día, Matilde no vino al colegio. De hecho, ya nunca regresó. Fue entonces cuando caí en la cuenta de que no le había devuelto el cuaderno. Lo rescaté del cajón y pasé varios días tratando de desentrañar la extrañeza que me producía. No sé por qué, el cuadernillo ha sobrevivido a las mudanzas, crianzas y limpiezas generales de casi seis décadas. Y aquí sigue, en mis manos otra vez. El dibujo del barco de la portada tiene influencias claras de las imágenes bíblicas del arca de Noé. Un casco hecho de toscos tablones con una especie de casa encima, también de madera, sobre un mar sombrío. De hecho, más que el temporal o el oleaje del agua es la oscuridad del agua y del cielo lo que mejor representa la amenaza del diluvio. En el dibujo de la tapa, no hay ni rastro de los animales. El título está escrito con una caligrafía de esas que sólo saben enseñar las monjas y que dejan una marca indeleble en cada letra de tu vida. Son letras bordadas. Muy difíciles de deshacer. La portada es, en realidad, el retrato de toda una época. Un tiempo lóbrego y triste, donde incluso el sufrimiento era amordazado. Pero lo más inquietante es el interior, donde ya nada tiene que ver con el arca, sino con los animales. Es un catálogo de fieras que pueden suponer un peligro si te las cruzas en el camino. Asimismo, incluye una serie de rústicas recomendaciones de cómo defenderse de ellas. Allí, está el oso, al que no hay que mirar de frente y del que hay que alejarse lentamente caminando en diagonal. Si te ataca, lo mejor es rendirse y adoptar una posición defensiva. Se descarta la posibilidad de huir, pues, entonces, provocarías la persecución del oso. También aparece el jabalí, ante el que hay que quedarse inmóvil y concederle espacio. Y el lobo, al que no hay que gritar ni pegar y del que sólo te puedes defender protegiendo tus zonas más vulnerables en caso de ataque. El inventario de dibujos sigue con las serpientes, las abejas y hasta los cocodrilos, de los que hay que huir en zigzag y a los que hay que evitar a toda costa en el agua, pues podrían partirte por la mitad. Tanto los dibujos como los textos son muy elementales, pero no dejan de tener una expresividad que parece querer avisar de algo terrible. Luego, hay unas cuantas páginas vacías. Se ve que Matildita, así la llamaban para diferenciarla de su madre, tenía pensado ir aumentando su colección de animales peligrosos. Pero, al final del todo, hay un par de hojas con los trazos de un ser imaginario, mitad hombre mitad ogro. Llama la atención la desproporción de sus manos y, en lugar de estar representado en el medio natural como todos los demás, aparece dentro de una casa. El único texto que lo acompaña son las palabras ‘ir lejos’.