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Antonio Cuéllar Gragera y el “caballero” Ernest Moerl

Francisco Espinosa Maestre. Historiador

Hace solo unos días, con la cuestión de fondo de la revisión de los vestigios franquistas, se aludía en el Hoy de Badajoz a la confusión habida entre Julián Cuéllar González, militar y presidente de Diputación de Badajoz durante la dictadura de Primo de Rivera, y su hijo Antonio Cuéllar Gragera, del que sabemos que realizó estudios de Derecho en Madrid y fue militar, decano del Colegio de Abogados de Badajoz, vicepresidente de la Unión Internacional de Abogados y vicecónsul de Portugal. Efectivamente el error provino de una publicación sobre genealogía en la que se adjudicaba al hijo el cargo del padre en Diputación. No obstante, el nombre del abogado me trajo a la memoria una de esas historias relacionadas con el golpe militar del 36 que puede ser interesante recordar.

Un nazi en Mérida

Unas semanas después de que la columna de la muerte hubiera pasado por Mérida, Ernest Moerl, ingeniero químico de profesión de dudosa nacionalidad, fue designado instructor de milicias de Falange en esa ciudad por Fernando Calzadilla siguiendo el consejo del jefe territorial José Luna y, como tal, se puso a disposición del comandante militar de dicha ciudad, Bartolomé Guerrero Benítez. Además de esta tarea Moerl mostró pronto dotes especiales para conseguir fondos y materiales diversos para la causa golpista. En Almendralejo, por ejemplo, no habían podido olvidar la visita que hizo para conseguir vehículos. Con la ayuda de la Guardia Civil, reunió a propietarios locales, remisos en principio a entregarlos, y al rato tenía delante dieciocho coches y ocho camiones. Lo que la gestora municipal no había conseguido en semanas lo consiguió él en una hora limitándose a llamar la atención a su estilo “sobre las obligaciones para con la Patria”. Y además, como la recaudación para el Ejército y Falange fuese escasa en dicha localidad, se comprometió a volver lo más pronto posible. Todo esto ocurría el 18 de septiembre de 1936.

Ese mismo día, todavía en Almendralejo y en un episodio un tanto oscuro, Moerl aceptó llevarse consigo para entregarlo a la Falange de Mérida, a alguien llamado Manuel Meléndez Quintana, camarero de 36 años, casado, al servicio de Falange y cuyo padre había sido asesinado por los militares la noche anterior. Su reacción preocupaba a los mandos y, al tratarse de un falangista, el comandante de Infantería retirado Francisco Blanco decidió que el asunto se dirimiese en Mérida. De modo que para allá salieron el coche de Moerl, el de los falangistas con Meléndez y los veintiséis vehículos requisados. Pero, al pasar por el cementerio, Moerl ordenó detener la caravana, sacó al detenido, lo colocó frente al muro y ordenó a los falangistas que lo mataran, tras lo cual les dijo que volvieran al pueblo y él siguió la marcha a Mérida. Este fue el motivo por el que, una vez que los falangistas contaron lo ocurrido, se abrieron diligencias en Mérida para las que se designó como juez al comandante retirado Enrique López Llinas y como instructor al capitán de la Guardia Civil Luis Alguacil Cobos.

En realidad Ernest Moerl, “alemán étnico”, procedía de Aussig, zona enclavada en los Sudetes checos que en 1938 sería anexionada por Alemania, y formaba parte de las redes nazis que en los meses anteriores al golpe militar anduvieron realizando servicios varios para los consulados alemanes en España. Antes de llegar a Mérida había pasado por Galicia, León, Valladolid y Cáceres. Conocía bien el idioma y se movía entre los golpistas como pez en el agua. Decía ser teniente del ejército alemán y que su decisión de ponerse a las órdenes primero del Ejército y luego de Falange tenía por objetivo “limpiar España de comunistas, único medio de salvar la Nación”. Cuando el instructor le preguntó por qué había dado orden de matar a Meléndez dijo simplemente que le aplicó “el decreto de guerra” porque la Guardia Civil le había advertido de lo peligroso que era. Ocurría sin embargo que, aunque los militares valoraban su patriotismo pese a la brusquedad de su carácter, no llevaban bien que nadie les arrebatase el control de la violencia. Para ellos el problema no era que Meléndez Quintana hubiera sido asesinado sino que tal cosa hubiese ocurrido fuera de su control. No obstante, dadas las circunstancias especiales del caso, que no son otras que se trataba de un nazi al servicio de la Causa, el instructor militar Alguacil Cobos apreció “un amor muy grande del referido alemán a la causa que defendemos” y, con inusitada rapidez, el mismo día 18 aconsejó al auditor su puesta en libertad.

Un crimen rutinario

Pero como solía pasar en estas pantomimas seudojudiciales, al día siguiente, el comandante militar de Badajoz Eduardo Cañizares Navarro decidió, por algún motivo no aclarado, que la instrucción de la causa la llevase directamente el comandante López Llinas, juez eventual de Badajoz. Fue entonces cuando Falange, a través de Arcadio Carrasco Fernández-Blanco, jefe provincial, entregó la información instruida por él mismo sobre los violentos procedimientos de Moerl, los cuales debían de descolocar bastante a los falangistas, que se veían tratados con el mismo desprecio y agresividad que ellos aplicaban a los obreros e izquierdistas. Carrasco recogió testimonios de algunos de los que habían tenido que entregar vehículos, entre ellos uno al que el nazi había golpeado y zarandeado, y también de los falangistas a los que había ordenado asesinar a Manuel Meléndez. Trató a todos de manera grosera e incluso los amenazó con purgarlos. Cuando se presentó alguien de la gestora municipal para darle su punto de vista le dijo que “qué gestora ni qué mierda”. También se incorporaron ahora las diligencias practicadas por el comandante Francisco Blanco relativas a la documentación de Moerl, entre otras la felicitación personal del comandante Bartolomé Guerrero Benítez por las tareas realizadas.

Para justificar el crimen, unos y otros se inventaron que Manuel Meléndez, al saber que su padre había sido asesinado, había dicho que si tal cosa ocurría “cortaría cabezas”. Antes de que fuera entregado al nazi, Carrasco pudo hablar también con el propio Meléndez Quintana, quien afirmó que cuando dijo lo de cortar cabezas no pensaba en Almendralejo sino en el frente. De otras declaraciones se extrae que Moerl usaba látigo y que a un corresponsal de Hoy que quiso entrevistarlo le espetó que como lo mencionara le daba un purgante. En conclusión, “sembró el terror entre los elementos de orden de la población…”. Y esto lo decía Esteban Peralta Barquero, que era, además de pariente del miembro de la gestora Juan Merino, el que había ordenado a los falangistas conducir al detenido a Mérida.

Era evidente que militares y falangistas tenían diferente opinión sobre Moerl. De hecho, Arcadio Carrasco informó que, además de violento, se trataba de un alcohólico, poniendo el ejemplo de que para la gestión que realizó en Almendralejo montó su oficina en un bar. De paso, también lo relacionó con la matanza fascista de veintisiete personas realizada el 14 de septiembre en Torremejía, localidad situada entre Mérida y Almendralejo, sin mencionar que dicha matanza fue decidida por un tribunal formado por un guardia civil y algunos falangistas de Mérida. Frente a estas acusaciones el nazi declaró que sus posibles faltas solo “se pueden atribuir a mi carácter alemán” y respecto a lo ocurrido en Torremejía dijo que se limitó a acompañar a los de tribunal. Indagaciones posteriores aclararon que sus componentes principales, además del guardia civil, fueron Ángel Pacheco Hernández, secretario local de Falange en Mérida; Ramón Pacheco García, que luego pasaría al Requeté, y el también falangista Ángel Fernández Domínguez. Estas indagaciones también sirvieron para explicar que la tarea de Moerl en la matanza de Torremejía fue la de asesor del “tribunal”.

Un defensor para Moerl

Para entonces Ernest Moerl, que llegó a enviar varias cartas a la Auditoría solicitando su libertad, ya había ingresado en prisión. Por su parte el instructor López Llinas mantuvo en su informe la misma línea que su antecesor: el asesinato de Meléndez Quintana estaba justificado y el nazi había demostrado “su gran amor a España”. Sin embargo, según auto del 11 de noviembre de 1936, se decidió el procesamiento del alemán por el delito de asesinato, decretando su permanencia en la Prisión Provincial. De nuevo, en declaración indagatoria, se reafirmó en lo dicho: todo lo hizo “por la causa de España”. Un día después Moerl, ante una lista de personal jurídico-militar que podía hacerse cargo de su defensa, eligió al alférez de complemento Antonio Cuéllar Gragera.

Conviene en este momento recordar algunas de las extorsiones para obtener fondos en las que intervino Moerl durante su estancia en Mérida, dadas a conocer por la Comisaría de Vigilancia de Salamanca, que realizó un informe sobre ello en junio de 1937. Veamos tres casos. A los hermanos Ángel y Luis López Ramírez, vecinos de Arroyo de San Serván, los maltrató y los obligó a tomar ricino en la plaza del pueblo, tras lo cual los abofeteó y se los llevó a la prisión de Mérida; al banquero Pablo Lesmes García lo purgó igualmente hasta sacarle 50.000 pesetas, y al propietario Juan Bautista Saussol lo maltrató, lo purgó y le exigió otras 50.000 pesetas. En otros casos también practicó rapados de cabello. Falange, pese a que el nazi no siempre justificaba las cantidades que entregaba y por más que imaginaba que no las entregaba completas, lo consideró valioso por su eficacia recaudadora y justificó su actuación hasta que, además de amedrentar a los derechistas adinerados, comenzó a dar idéntico trato a los propios falangistas.

El mencionado Saussol lo denunció al comandante militar Bartolomé Guerrero tras su paso por el casino de Mérida, donde estaba situada la siniestra sede de Falange y se encontraba la oficina de Moerl. Según sabemos por el ex ministro Alberto Oliart, nieto de Saussol, a este le molestó la petición del nazi porque ya había dado la considerable cantidad de 350.000 pesetas (equivalentes hoy a algo más de siete millones de euros) a Castejón en concepto de “contribución voluntaria”. El recuerdo que de esto quedó en la familia, como puede leerse en las memorias de Oliart (Contra el olvido, Tusquets, 1998, p. 75), fue que, tras la denuncia de Saussol, la autoridad militar ordenó la detención de Moerl, que acabó fusilado por sentencia de consejo de guerra. Así pues todos felices: Saussol por la eficacia de su denuncia, la familia por el valor del abuelo, los militares por su buena imagen y los demás afectados por comprobar que la justicia funcionaba.

Pero la realidad no fue esa. Cuéllar Gragera envió el día 14 de noviembre un escrito al Juzgado de Instrucción militar solicitando la recusación del auto de procesamiento en base a que “no existían indicios racionales de criminalidad”. Para él, “el teniente Moerl” actuó “en virtud de obediencia debida”, por lo que quedaba fuera de toda responsabilidad. Daban igual las declaraciones anteriores de militares, guardias civiles y falangistas en el sentido de que lo que se le dijo es que lo trasladara a Mérida y no que lo mataran, para lo cual se le hizo firmar previamente un recibo.

Aunque el supuesto testigo que escuchó la amenaza de Meléndez en el sentido de “cortar cabezas” entre los responsables de la muerte del padre nunca apareció en la causa, Cuéllar repitió nuevamente la historia justificando la entrega de aquel a Moerl y la decisión de este. También destacó en su favor que, además de miembro del ejército alemán, pertenecía al partido nazi desde 1923 y que su actuación había sido brillante allí por donde pasó. Cuando se refirió a Manuel Meléndez Quintana omitió que cuando ocurrieron los hechos estaba al servicio de Falange. La parte clave de su escrito es esta:

El proceder de mi defendido fue ajustado en todo momento a las leyes de la Guerra y podemos afirmar que si fuera a formarse un sumario por cada caso idéntico al actual serían precisas enormes montañas de papel para contener las diligencias. La guerra actual es una cruzada por la civilización, y las leyes por las que se rige son las terminantemente consignadas en los Bandos de nuestras Autoridades Militares y a ellos hay que atenerse poniendo sobre todo y ante todo la salvación de nuestra Augusta Patria, a la que honran defendiéndola caballeros como el ingeniero Moerl, que no merece que sobre él pese una acusación como la que se contiene en el auto de procesamiento.

No estamos ante un abogado defendiendo a un cliente, sino ante un abogado integrado como otros muchos en el aparato jurídico militar golpista y al servicio de la represión desatada por un salvaje golpe de estado. No vaya a creerse que su actuación dentro de la maquinaria judicial militar se limitó a este caso. Por otra parte, con tan peculiar escrito, Cuéllar Gragera justificó el uso de los ilegales bandos de guerra con los que los sublevados venían funcionando; el crimen que acabó con Manuel Meléndez Quintana, quien pese a no haber cometido delito alguno era, según él, un “sujeto que debía de ser fusilado”, y, por encima de todo, la actuación de un nazi desquiciado y asesino al que, al mismo tiempo que pintaba a la víctima como un “sujeto de pésimos antecedentes”, convirtió en un militar obediente a sus superiores por más que se sospechase que ni era alemán ni era militar.

Para el “caballero” Moerl –se leía en el escrito– España es “su segunda Patria y quiere con su personal esfuerzo ayudarla a salvarse del marxismo”. Unos días después el temible auditor Bohórquez, en una decisión que demuestra los intereses superiores de este caso, accedía a lo solicitado por Cuéllar Gragera y Moerl era puesto en libertad. Todo ello con el visto bueno de Queipo. Habían pasado tres meses desde que tuvieron lugar los hechos.

Final con premio

La actividad represiva judicial militar adquirió tal dimensión en poco tiempo que las oficinas jurídico militares se abrieron a la colaboración civil. Viendo los procesos celebrados en el suroeste se percibe claramente la presencia de conocidos apellidos que ofrecieron sus servicios a los golpistas. Fueron miles de abogados en todo el país los que se integraron en la maquinaria judicial militar. Posteriormente fueron beneficiados por la dictadura y ocuparon cargos importantes en la estructura judicial o en política. Luego, en general, borraron de su currículum esa etapa de sus vidas, de manera que si no se consultan los sumarios no hay modo de saber qué papel jugaron en la trama. En definitiva, para todos ellos, en la situación creada por el golpe militar carecía de importancia si lo que se dictaba era justo o no; lo importante era la eficacia y ejemplaridad de las sentencias. De ahí que en aquella farsa, enteramente ajena al concepto de justicia, las directrices represivas fueran adaptándose a las necesidades de cada momento.

La inscripción de Manuel Meléndez Quintana en los libros de fallecimiento del Juzgado de Almendralejo, prescrita por ley, sigue aún pendiente. Su condición es la de desaparecido, en la acepción latinoamericana del término. Su padre, Gil Meléndez Rodrigo, mozo de equipaje, fue asesinado a las 5 horas del 17 de septiembre de 1936 e inscrito cinco meses después en el registro civil.

Desde 1976 el Colegio de Abogados de Badajoz concede un premio anual que lleva el nombre de Antonio Cuéllar Gragera.

Nota final: Ignoramos el tiempo que permaneció Moerl en España, si bien en el informe aludido consta que tras ser puesto en libertad pasó a Salamanca. Cabe suponer que se encontraría en su salsa a su regreso a la Alemania que ya había iniciado el camino hacia el Reich de los Mil Años. Gracias a las pesquisas de Eva Fernández sabemos que en 1945 fue expulsado de Aussig, estableciéndose en Stuttgart y que falleció en 1981 a la edad de 78, lo que significa que cuando estuvo en Mérida tenía 33 años y no los 42 que declaró.