Se acaba de publicar en español el libro de Rutger Bregman, Utopía para realistas (Ed. Salamandra), una defensa (una más) de la renta básica universal desde posicionamientos liberales. El argumento es simple. Si la sociedad ha de hacer algo por paliar la pobreza (y ha de hacerlo, según el autor, porque las consecuencias de la pobreza son muy caras) lo mejor es, como repite el viejo adagio liberal, que el dinero esté en el bolsillo de los pobres y no en el del Estado y sus costosos servicios sociales. Nada de paternalismo estatal – dice Bregman – . Si alguien sabe lo que es la pobreza y cómo paliarla este es el pobre. Le damos el dinero que le toca (la renta básica) y él sabrá mejor que nadie qué hacer con el.
No logro estar de acuerdo, por principio, con esta concepción liberal de lo que es la libertad individual (tampoco con la de igualdad – la renta básica que defienden Brugman y otros se ofrece igualmente a ricos y a pobres –). El clásico concepto liberal de libertad negativa entiende la libertad como un “dato” primitivo, un estado natural que hay que proteger (sobre todo de la injerencia estatal). Pero esto es un error. La libertad individual no es un hecho del que partir, sino más bien un derecho (y una “competencia”) que conquistar (y que aprender). Ningún individuo es, por principio, un ser libre cuya libertad haya que proteger del paternalismo del Estado. Ser libre no consiste en satisfacer nuestros deseos sin encontrar obstáculos, sino – sobre todo – en asegurarnos de que esos mismos deseos han sido concebidos libremente. Y a eso, a ser el dueño de las ideas y los sueños que gobiernan nuestros deseos, se aprende en la escuela y en la vida ciudadana, esto es, en el seno del Estado. Por eso, no basta con proporcionar una renta básica a todos para librarnos de la desigualdad y sus consecuencias. Hace falta Estado. Hace falta política. ¿Pero qué política?
Pese a no estar de acuerdo, en general, con la posición de Bregman, hay aspectos de su análisis con los que coincido. Por ejemplo en la crítica que hace a la izquierda. Tienen razón Bregman y tantos otros en que la izquierda europea (y su análoga norteamericana) malvive confinada en una actitud casi puramente defensiva y de – diría yo – defensa de lo minúsculo. Y mientras esto ocurre, el populismo el populismo de derechas (y el “heteroliberalismo” de talentos jóvenes como Bregman) les gana la posición con propuestas cercanas, en apariencia, a las de la izquierda tradicional (la renta básica, la reducción de la jornada laboral, el reparto del trabajo...).
Como dice Bregman, la izquierda actual solo parece saber a qué se opone, pero apenas qué es lo que propone para salvaguardar o implementar lo que (no se sabe muy bien que) quiere. De hecho, si se hiciera un esbozo de los rasgos con los que se identifica a la izquierda actual no obtendríamos un perfil muy distinto al de una suerte de ONG de ayuda a los necesitados. Una ONG revestida de una bruma ideológica alrededor de “ismos” necesarios pero insuficientes (feminismo, ecologísmo...) y apenas formada de gestos rituales (el anticlericalismo, la justa memoria de los vencidos, la resistencia näif al “sistema”...) en torno a los que baila la mismo tribu borrascosa y peleona (entre sí, claro) de hace sesenta años.
Pero esta izquierda adoratriz del dios de las pequeñas cosas – y que, escurrida la casi extinta socialdemocracia, es la única que nos queda – se equivoca. Es falso que la política – la gran política que cambia las cosas – se pueda hacer desde la movilización popular en las calles, o con gestos o pequeñas conquistas cotidianas. De hecho jamás ha pasado nada así. La política (no digamos la revolución) se ha hecho siempre con ideas. Con grandes ideas. Son ellas las que movilizan a la gente y las que cambian realmente el curso de la historia. Y son justamente esas ideas de las que carece la izquierda actual.
Del mismo modo que para la verdadera libertad hacen falta individuos dueños de sus ideas (y no meros rentistas), para el verdadero cambio hacen falta ideas que se adueñen de la voluntad y el corazón de la gente tanto o más de lo que lo hacen las consignas populistas y los best seller neoliberales de autores como Bregman. Más allá de espejismos economicistas (como la renta básica universal), y de la pobre política de gestos y caridad de la izquierda, son los grandes ideales y la educación lo único que puede apuntar de veras al logro de mayores cotas de igualdad. En esto es en lo que ha consistido, siempre, cualquier utopía realista.