Desde comienzos de este curso escolar 2016-2017 una inquietud continua y creciente ha asaltado a toda la comunidad educativa, tanto a alumnos, profesores y padres: ¿habrá reválidas o no?
El curso iba avanzado, día a día, semana a semana, mes a mes y la multitud de cuestiones que se planteaban sobre esta materia no resolvían las numerosas dudas que nos iban surgiendo a todos. Un caso especial, en medio de este barullo político –administrativo, es el de Bachillerato. A pesar de haberse eliminado la reválida que se iba a imponer al final de 2º de Bachillerato, no hemos sabido hasta esta semana cómo iba a ser la prueba de acceso a la Universidad que deberán realizar los jóvenes estudiantes en junio de este curso. ¡Estamos en febrero y el curso acaba finales de mayo! Me quito el cráneo y con Max Estrella repito: “España es una deformación grotesca de la civilización europea”.
Desde septiembre, ante la falta de repuesta por parte de la incompetente administración educativa –en sus distintos niveles territoriales-, los profesores de Secundaria hemos hecho del defecto virtud, viéndonos obligados a enseñar nuestras materias con la única guía de la intuición didáctica, para contrarrestar el vacío y el silencio, unas veces, o las medidas contradictorias, en otras, procedentes del limbo gubernamental.
Como un generoso aguinaldo navideño en forma de papel nos llegó el 23 de diciembre el decreto que, por fin, comenzaba a arrojar un débil rayo de luz hasta la entonces impenetrable y densa niebla normativa. En el caso de Historia de España, la penosa gestación del asunto ha alumbrado una larga lista de los que ahora se denominan “estándares de aprendizaje evaluables”, que no dejan de ser “los mismos perros con distintos collares”. En mi opinión, una versión renovada de la vetusta lista de los Reyes Godos.
Detrás de los interminables contenidos de la materia que se han condensados en 97 frascos de esencias no queda ningún resquicio que albergue la posibilidad de realizar una revisión crítica de nuestra Historia. Una y otra vez se repiten las expresiones: “explica”, “define”, “resume”, “describe”, “compara”, “analiza”... He buscado y rebuscado de forma infructuosa las palabras “piensa” o “reflexiona” y no las he encontrado por ningún sitio.
Por mucho que determinados políticos –de colores varios- traten de cambiar la terca realidad educativa únicamente a golpe de decreto-ley, la España oficial esa que se quiere imponer desde el BOE no deja de estar a años luz de la España real. Las palabras vacías de la legislación no tienen la capacidad de llenar los graves huecos y carencias estructurales del edificio del sistema educativo público. Hace mucho tiempo que los que nos dirigen dejaron de poner a la enseñanza entre la lista de prioridades para el desarrollo y el progreso de nuestro país.
Parece mentira que el siglo XXI, el del delirio tecnológico, nos mantenga todavía anclados en algunos problemas que ya se detectaban en la época decimonónica. En 1879 Francisco Giner de los Ríos en su ensayo titulado “Instrucción y Educación” ya se lamentaba, poniendo en boca de los estudiantes de entonces, una queja de ayer que vale por entero para hoy: “se nos enseña muchas cosas menos a pensar y a vivir”…
Frente a una cascada de contenidos que los alumnos, llevados por la inercia de esta desfasada y caduca dinámica educativa, conciben como un montón de informaciones inconexas que hay que deglutir rápidamente de forma bulímica y compulsiva para vomitar en un examen, y después olvidar con el fin dejar hueco de forma rápida en el buche-cerebro para poder rellenarlo con nuevos datos. Este proceso se repetirá una y otra vez mecánicamente como si los estudiantes estuvieran atrapados en un bucle infinito.
Es urgente que intentemos romper esta anquilosada realidad educativa con nuevas dinámicas docentes, un gran esfuerzo de imaginación y grandes dosis de creatividad. Debemos pensar que si algo puede aportar la enseñanza de Historia en un Instituto para unos jóvenes cada vez más desorientados en un mundo convulso y cambiante, como el actual, es el de la serena reflexión sobre el pasado, para entender el presente y de esa manera tener al menos la opción de plantear proyectos de mejora, de cambio social en la línea de lo defendido por Josep Fontana en su clásico libro: “Historia. Análisis del pasado y proyecto social”. Si claudicamos de este objetivo no nos extrañemos de que en un futuro no muy lejano habrá personas incapaces de interpretar los complejos mecanismos de funcionamiento y problemas del mundo de nuestro tiempo (globalización, guerras, refugiados, terrorismo, la imposición del modelo neoliberal, la demonización de lo público y la devaluación de los derechos sociales… ).
Además, con la simplificada “neolengua” que se va imponiendo en los nuevos medios tecnológicos (mensajes cortos, reducción del vocabulario…), las ideas y su medio de expresión, el lenguaje, son cada vez más ajenos e incomprensibles para las nuevas generaciones, todo ello unido al exceso de informaciones en el cada vez más inabarcable universo de Internet, junto a unos adolescentes cada vez más apegados a la pantalla de un dispositivo electrónico, pero con una atroz ignorancia de la vida real, la que comienza a sentir cuando pasa el efecto del “soma”-teléfono móvil.
Por eso, da escalofrío, a mínimo que se escarbe entre las creencias y visiones de la gente joven –más allá de esos contenidos curriculares que nos obliga a impartir la Administración- y se descubren, con estupor, opiniones como en el caso del tema de la “obediencia debida” que justifican la renuncia a una ética personal contra el mal institucionalizado y que deja la conciencia libre para la realización de barbaridades de todo tipo. Esta fue la conclusión que salió a raíz de un debate en torno a la película “Snowden” de Oliver Stone.
Tras estas bofetadas de realidad educativa no dejo de buscar respuestas a la pregunta: ¿Qué estamos haciendo mal en la educación?