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Lo que no mide el informe PISA

Woody Allen

Víctor Bermúdez Torres @victorbermudezt

Algunos alumnos me confiesan, durante el curso o, más a menudo, después de él (a veces, al cabo de los años), que la filosofía les despertó, en el bachillerato, a cuestiones antes impensables para ellos. Algunos me han llegado a decir (sin duda, exageradamente) que antes de dar clases de filosofía apenas habían “pensado de verdad” en nada. A muchos los he visto cambiar de creencias, sufrir crisis religiosas, tener discusiones impensables con sus padres y amigos, en parte debidas (según ellos) a la filosofía.

La inmensa mayoría de mis alumnos dicen salir de clase desorientados, pero con la esperanza de que, más adelante, logremos profundizar y dar respuesta a las preguntas nuevas y radicales que han brotado en el aula. Digo “radicales” porque afectan a la raíz de la existencia de cada individuo. Pensar casi por primera vez en lo que es el mundo y uno mismo, en el sentido de la vida, en la razón de las propias creencias, en lo que de verdad es verdad y mentira, en lo justo y lo injusto, sin prejuicios, más allá de los tópicos acostumbrados… Todo eso representa una experiencia insustituible para muchos de mis alumnos. Incluso los que aún no llegan a apreciar el valor de estos problemas (no todo el mundo madura a la misma velocidad) se quedan “tocados”, intuyen que algo muy importante se está cociendo en las clases, y aunque no lo entiendan, entienden que ahí hay mucho por entender. Y que en ese entenderlo está en juego su misma persona, su forma de estar en el mundo…

¡Pensar! En clase (en los trabajos, en los ejercicios) de filosofía hay que pensar. Gran parte de los alumnos que me llegan a clase son supervivientes de la burocracia educativa. Apenas han tenido que pensar en nada. Al principio se incomodan por el cambio. Están acostumbrados a memorizar contenidos y a resolver, más o menos mecánicamente, problemas de tipo académico. Pero no saben cómo “aprobar” filosofía. Vienen con un notable déficit de madurez (y no de habilidad) intelectual, pues muy pocas veces se les ha estimulado a pensar por sí mismos. La mayoría comienza a hacerlo en filosofía por la sencilla razón de que en ella se tratan asuntos íntimamente ligados con su vida: el sentido de la existencia, la muerte, el verdadero valor de las creencias, las diferentes forma de vivir, las imposturas en la relación con los demás, el amor, la libertad, el poder, el bien y el mal, el compromiso político, etc.

Pero no solo es pensar. Del otro lado de la misma moneda está el diálogo: pensar con los demás. Los primeros diálogos en clase son, a veces, incontrolables. La primera noción que tienen muchos chicos de lo que es “debatir con los demás” proviene de lo que ven en algunos programas de televisión: gritar, interrumpirse, atacarse, afirmarse por encima de todo. Cuando al cabo de las semanas logramos construir un debate sereno, profundo y constructivo se quedan sorprendidos: disfrutan de que los demás los oigan con respeto, se dejan llevar por los argumentos olvidándose de sí mismos, e intuyen que es más enriquecedor y fructífero resolver los problemas hablando, convenciendo y dejándose convencer… Tras esa experiencia oigo que continúan charlando entre sí después de clase. A veces me cuentan que han seguido en casa, con sus padres, o que gracias a la discusión ha sido un poco menos aburrida la tarde con los amigos de la pandilla.

Se me ocurren mil cosas más para justificar las clases de filosofía. Al fin y al cabo somos seres racionales, vivimos (y, a veces, morimos) por ideas, y desarrollar esa condición y conocer las más grandes ideas que han parido o descubierto los filósofos bastaría para justificar con creces la relevancia de la asignatura. Platón, Aristóteles, Kant, Hegel, Marx o Nietzsche (entre otros) son los pilares de todo el pensamiento europeo (incluyendo en él a la teología cristiana o la ciencia). Hasta el positivismo antifilosófico actual no es más que una filosofía más… Pero bastaría con lo dicho: desarrollar el hábito de pensar y de dialogar en los adolescentes; lograr que adquieran herramientas para gestionar su incipiente sentido de la identidad y de su posición frente al mundo y a los demás… ¿Hay algo con más valor instrumental y, a la par, algo más sustantivo para formar personas y ciudadanos?… 

Hasta aquí solo he hablado de la filosofía porque es lo que más conozco y a lo que me dedico. Pero podría mencionar también las clases de arte y música que, cuando lo son de verdad (y no un simulacro para matar el tiempo), dotan a los alumnos de mundos y modos de expresión que hacen infinitamente más rica, honda y soportable la vida. O de las de literatura, de la que me hice adicto gracias a los cuentos que – maravillosamente – nos contaba a sus alumnos un fabuloso y fabulador profesor de secundaria con el que, después de tantos años, aún sigo compartiendo amistad y lecturas. Un adolescente ni es ni será nadie en la vida sin estas armas cargadas de futuro: el arte, la música, la literatura, el teatro – ese juego sublime que nos permite ser (y ponernos en el lugar de) otros, y expresar todo lo que nos late dentro –. O la historia, cuando nos es convenientemente destripada por un profesor crítico y perspicaz. O algo tan absolutamente elemental en la formación de los niños y adolescentes como el conocimiento y el cuidado del propio cuerpo, algo que – si no es instrucción cuartelera o alarde de competitividad – promueve la educación física...

Todas estas cosas, por cierto (y muchas más que no cito), no se miden en el famoso informe PISA, el astuto engendro de la OCDE (organismo económico cuya principal finalidad es medir los flujos financieros y orientar las políticas públicas) y la multinacional Pearson, para acabar de convertir la educación en un espléndido botín para los inversores y en una fábrica de personal cualificado según demanda. Todo ello con la inestimable ayuda de la demagogia de políticos y medios de comunicación y la de una opinión pública convenientemente adocenada para interpretarlo todo (también la educación) como una especie de concurso o  espectáculo deportivo en el que el fin final es el triunfo, por puntos, de sus hijos.

Pues siento decir que esos hijos suyos, aun cuando empiecen a hacer exámenes con seis años, por mucho que sacrifiquen su infancia en interminables tardes de deberes y academias, aunque saquen un diez tras otro en matemáticas o idiomas, e incluso ganen esos ultra repelentes concursos de ortografía en los que se les anima a pelear como gallos repeinados y repipis, no serán, por ello, nada en la vida. O mejor dicho: no serán nadie. Salvo carne de cañón para el mercado. Y personas profundamente castradas para vivir como tales. Recuerden los motivos para no suicidarse que buscaba el personaje de Woody Allen en aquella maravillosa película, Manhattan. Ahora cambien al genial cómico judío por un estudiante surcoreano. Los motivos que escucharíamos serían los mismas: la literatura, el arte, la música, la filosofía... Justo lo que no mide (ni podrá medir jamás) el informe PISA y justo (?) lo que, por consiguiente, acabará por acabar de desaparecer de los planes de estudio.

 

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