Los conflictos de intereses

Afirman los tratadistas que los conflictos de intereses son fruto de una peculiar variedad de comportamientos corruptos, que no se manifiestan de una forma grosera (como el delito de cohecho, por ejemplo), sino que proliferan de manera más útil, más refinada, favorecidas por la convivencia indiferenciada entre el sector público y el privado.

Mientras que en Estados Unidos existe una larga y contrastada percepción del problema y se aplican medidas drásticas en su contra, en España su trascendencia aún no ha sido suficientemente percibida. Baste decir que casi todos los episodios de conflictos de intereses que desembocan en casos de corrupción no son considerados como conductas reprochables, hasta que no actúan los Tribunales de Justicia.

Si la política es el “arte de lo posible” (a cuya definición yo añadiría: “hasta que llegan los políticos para convertirlo en imposible”), la confusión, si no equiparación, entre lo público y lo privado, y la subsiguiente aparición de los conflictos de intereses, ha sido posible gracias a las medidas adoptadas por el PSOE en la época en que estaba dirigido por Felipe González y Alfonso Guerra. A dicha creación se sumaron, gozosamente y de inmediato, tanto el resto de los partidos mayoritarios, PP e IU, como los sindicatos y la patronal.

Los sucesivos gobiernos socialistas posteriores a la Transición fueron tejiendo una urdimbre, un tejido de poder en el que se imbricaban el partido y todos los sectores sociales, desde el poder ejecutivo, al legislativo y al judicial, pasando por todo tipo de asociaciones, agrupaciones y hasta comunidades de vecinos. No había prácticamente nada que escapase al control o intromisión del poder político.

Ello, unido a la falta de controles reales e independientes sobre el destino de los fondos públicos y sobre quienes los manejaban, tenía que acabar en la infinidad de corruptelas, de mezcolanza entre lo público y lo particular con la que desayunamos día sí y día también.

Cuando un cargo público olvida que su única razón de ser no es la obtención de un mayor status personal, de un modus vivendi repleto de privilegios, sino cumplir con su deber ético y jurídico de servir a los intereses generales de los ciudadanos, está empezando a caminar por el sutil campo de los conflictos de intereses.

Si, además, la causa que le motiva a confundir sus intereses privados con los públicos es de índole económica, el ánimo de lucro o la obtención de beneficios económicos para sí o para los suyos, es que ya se ha traspasado la frontera de la corrupción.

La alta clase política española se ha venido abonando a subordinar el servicio a los demás en aras al beneficio particular, al de su partido y los suyos. Ha limitado hasta la extenuación los controles públicos sobre su actuación (nombrando a los miembros del Tribunal de Cuentas, Tribunal Supremo y Constitucional, Presidentes y Fiscales de los Tribunales que han de juzgarlos) y se ha irrogado de una serie de privilegios (aforamiento, percepción de dinero público en forma de dietas y gastos derivados del cargo, que no sólo no se justifican sino que no son fiscalmente declarables, obtención de tarjetas Visa sin justificación de su uso, etc., etc.) que son contrarias a la Ética pública y expresivos de una alarmante carencia de valores morales de referencia.

Además, traicionan la confianza depositada en ellos por los ciudadanos, ya que en sus respectivos programas electorales no incluyen nunca esas medidas que tan generosamente se auto-aplican. Hacen gala de que cuentan con el respaldo popular para tomar cualquier medida, convencidos de que el ciudadano, una vez vota, raramente se entera de los tejemanejes internos de las instituciones.

Sin embargo, hoy día la información surge a borbotones por las redes sociales, y los casos de conflictos de intereses afloran sin cesar.

Quienes no sean capaces de entender que “asumir responsabilidades” no es un concepto jurídico indeterminado, o que “dimitir” no es un nombre ruso, están condenados o al control judicial de sus actos o a la pérdida de sus privilegios vía “Podemos”, o cualquier otra formación que nazca con voluntad de cambiar las cosas.

El tiempo de los grandes partidos se acaba y por más que traten de demonizar a quienes les pisan los talones, la culpa de su hundimiento nunca será de éstos, sino de quienes no han sabido tomar medidas ejemplarizantes frente a los casos de conflictos de intereses surgidos en sus propias filas.

Hacer piña frente al corrupto, arroparle, aplaudirle, o intentar engañar a los ciudadanos con añagazas, solo contribuye a acelerar la muerte política de la formación a la que pertenecen y a convertirse (por apesebramiento, generalmente) en cooperadores necesarios o cómplices de aquél.