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Corrupción: la herencia que recibiremos

Es tan habitual como poco imaginativo escuchar, en los discursos políticos, el latiguillo ese de “ustedes no tienen legitimidad para criticarnos, porque estuvieron muchos años y no hicieron nada”, “no nos van a dar lecciones de democracia y de buen gobierno”, “ya se podían haber ocupado ustedes durante el tiempo en que gobernaron, en lugar de exigir que se haga ahora a toda prisa”, sin olvidar el consabido “bastante hemos tenido que hacer para sacar al país de la herencia de deuda, paro y enchufismo que nos dejaron”.

Todas estas gloriosas máximas, a pesar de que se aprenden en primero de educación infantil, durante los cursos de telegenia de las Nuevas Generaciones del PP y de las Juventudes Socialistas (supongo que también entre los jóvenes camaradas del politburó de IU), no dejan de ser utilizadas diaria y sempiternamente en cualquier debate público, siendo, eso sí, atributo específico de políticos de cortos vuelos, bajo cacumen e ínfima capacidad dialéctica.

Se trata en definitiva de justificar la incapacidad, la incompetencia y la falta de iniciativa propia de quien está gobernando en ese momento, bajo el paraguas de la denominada “herencia recibida”, que todo lo ampara.

Pero ¿se han parado ustedes a pensar qué herencia van a tener que aceptar nuestros hijos y nietos, sin poder acudir a su renuncia (salvo que se nacionalicen andorranos, gibraltareños o portugueses), ni al beneficio de inventario (figura jurídica que permite al heredero aceptar solo los bienes en cuanto cubran las deudas)? Efectivamente, heredarán un maremoto de corrupción, un volcán eructando metafórica lava en forma de malversación de fondos, cohecho, tráfico de influencias, apropiación indebida, prevaricación, evasión de capitales y todos los demás delitos derivados de los conflictos de intereses entre lo público y lo privado.

Este patio de Monipodio de chorizos, sinvergüenzas, ideólogos de la impunidad, delincuentes, traficantes de dinero negro, y derrochadores de impuestos pagados con mucho esfuerzo por el resto de los españoles, es casa común y punto de encuentro de los grandes partidos políticos, sin excepción.

Hemos dado por supuesto que nuestros gobernantes actuaban siguiendo una serie de principios morales y valores éticos que, en caso de conflicto entre el beneficio privado y la obligación formal de velar por los intereses públicos generales, frenarían la desviación de su conducta hacia el lucro personal. Nos equivocábamos: Ya se apoyen, ideológicamente hablando, en la religión (partidos de derecha) o en la ética (partidos de la izquierda), los valores que sustentan ambas opciones se los ha pasado nuestra casta política por el forro de sus arbitrariedades.

Esos grandes partidos, esa casta que nace y se cría en sus sedes, aprendiendo a trepar dentro de la organización al estilo “castellers”, es decir, poniendo el pie en la cabeza de los demás, debería suprimir de sus discursos la apelación a la legitimidad para criticar y a la herencia recibida, mordiéndose la lengua antes de hablar (aún a riesgo de morir envenenados), porque aquí los ciudadanos son los únicos verdaderamente legitimados para repudiar no sólo esa herencia sino, específica y personalmente, a quienes se la van a dejar a nuestros hijos.

Confío en que llegará el día en que votemos con el cerebro, no con las vísceras o los estereotipos. Ojalá quienes reciban nuestros votos entonces sean capaces de conseguir para los hijos de todos los demás españoles lo que, con tanta diligencia, logran para los suyos.