Cuando un tercio de la población de Formentera eran presos muertos de hambre
En algún lugar del cementerio de Formentera, entre abril de 1941 y octubre de 1942, fueron enterrados 37 hombres de Badajoz, once murcianos, tres alicantinos, dos canarios, dos de Baleares, un barcelonés, un valenciano y un madrileño. Habían muerto hambrientos en la colonia presidiaria en la que penaban unos 1.400 rojos, un tercio de la población de la isla.
Del penal franquista, desmantelado hace 80 años, quedan muros exteriores, soleras de barracones, pozos y restos de edificaciones auxiliares. Están en un rincón apacible, junto al puerto de La Savina, de una isla que es hoy uno de los destinos turísticos más codiciados del Mediterráneo, donde la memoria del hambre atroz del campamento de los presos ha aflorado con la búsqueda de los restos de aquellos muertos sin lápida.
En un terreno de hectárea y media a la orilla del Estany des Peix (Estanque del Pez) fueron encerrados principalmente baleares, extremeños y levantinos apresados tras la victoria en la Guerra Civil del bando sublevado, condenados en juicios sumarios a penas de hasta 30 años por el paradójico delito de “rebelión”.
La historia de la colonia penitenciaria, llamada más tarde destacamento penal y luego prisión central, la ha recogido Antoni Ferrer Abárzuza en un exhaustivo informe que contextualiza el trabajo de recuperación de los fallecidos impulsado desde los 90 por el Fórum de la Memoria de Ibiza y Formentera, con el apoyo en los últimos años el Govern balear.
Los registros parroquiales y penitenciarios certifican las 58 muertes y el enterramiento de todos en un lugar sin precisar del Cementerio Nuevo de Sant Francesc Xavier. Se acaba de identificar a uno de los seis primeros exhumados, el cartagenero Francisco Solano Vera, panadero y padre de seis hijos, muerto en julio de 1942.
En 2023, se llevará a cabo otra campaña de excavaciones en la misma zona del camposanto y el departamento autonómico de Memoria Democrática continúa tratando de contactar con familiares de algunos de los 58 fallecidos, en colaboración con instituciones homólogas y asociaciones.
En Extremadura ya están pendientes de las exhumaciones 16 familias de descendientes, de las que 13 han aportado muestras de ADN para contrastar con los restos que puedan hallarse.
No daba para todos
El hecho de que casi dos de cada tres prisioneros muertos fueran de Badajoz tiene una explicación tan simple y cruel como reveladora de la severidad del hambre que padecían los reclusos: “No recibían el paquete”, indica Ferrer. La lejanía y la pobreza de sus familias privaban a esos pacenses del suplemento alimentario que sí llegaba a muchos de los baleares y levantinos del penal. “Aunque compartían, no daba para todos”, abunda el historiador.
Y es que las causas de muerte en la colonia, registradas por los dos médicos del centro sin faltar a sus deberes burocráticos, son “caquexia” (término técnico para inanición), “colapso”, “avitaminosis” (carencia de las vitaminas básicas) y tuberculosis, una dolencia que mataba más a los hambrientos y florecía por la falta de higiene y los parásitos.
Testimonios recogidos por Ferrer de publicaciones previas con relatos de antiguos presos llegan a hablar de internos rebuscando comida sin digerir en letrinas, del robo de comida para animales que criaban los carceleros y de la ingesta de lagartijas, gatos, perros y hasta un burro.
Solo les servían una sopa aguada con alguna verdura, sobre todo calabaza, a veces putrefacta. Los que no recibían paquetes, podían canjear en un economato vales que obtenían a cambio de su trabajo, aunque la compensación era poca y las viandas de la tienda escasas en aquellos días de posguerra en un territorio aislado, por lo que no se alcanzaba una dieta básica sin ayuda exterior.
La mortandad en los 25 meses en que estuvo en servicio la colonia alcanzó su culmen en el otoño de 1941, con 21 muertos entre octubre y noviembre. El mismo carro en que llegaban los escasos alimentos llevó al cementerio un cadáver cada tres días.
El principal trabajo de los presos, cuenta el historiador, fue la construcción del propio presidio. Aunque algunos hicieron tareas puntuales fuera del recinto, no está acreditado ningún proyecto que justificara la calificación inicial de colonia, reservada a centros penales laborales.
Ferrer contempla la hipótesis de que la razón de construir en Formentera este campo de reclusión fuera recrudecer con aislamiento y alejamiento la condena de encierro, una constante histórica que liga islas y prisiones.
Un niño de Don Benito
Los presos que dejaron su testimonio no solo hablaron de hambre, sino también del maltrato de algunos guardias, que castigaron con saña a los partícipes de una fuga frustrada, de la prohibición de hablar catalán y de la humillación política de vivir en barracones de madera y chapa bautizados con nombres de héroes de la “cruzada” y de ser obligados a cantar en formación himnos de los vencedores en el patio presidido por la bandera nacionalista. “Así los castigaban más”, abunda Ferrer.
En su estudio recoge el caso de un adolescente de 14 años, Manuel Díaz Sauceda, natural de Don Benito, que estuvo preso y aprendió en la colonia a leer y escribir. Su reclusión era completamente ilegal y anómala incluso en aquellos años, cuando, subraya el historiador, “España era una gran prisión”.
Sentenciados en manos de la administración carcelaria había en 1940 en todo el país casi 271.000 personas, el 1 % de la población (ahora los reclusos suponen alrededor del 0,1 %), y esa cifra no contempla los presos a cargo del ejército y fuerzas paramilitares.
El Consell de Formentera, que protegió como bien de interés cultural (BIC) la colonia, conocida en la isla también como Es Campament, proyecta impulsar en el lugar una excavación arqueológica y crear un centro de interpretación para que su historia no se olvide.
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