Los terratenientes, los poderosos, podían ser liberales, conmilitones de Práxedes Mateo Sagasta. Lo era Álvaro de Figueroa, Conde de Romanones, que estuvo más de una vez en Mérida. Lo eran los Pacheco. También podían ser conservadores. Qué más daba. A fin de cuentas solo votaban los “censos”, los propietarios, los que soportaban el peso de la Hacienda Pública. Qué iban a pagar los obreros, si apenas tenían para comer.
Por eso la II República española navegó entre tantas aguas, por lo mismo que su fracaso lo atribuyeron después a su cariz burgués, excesivamente ilustrado, aunque su verdadera desgracia fue la ola retardada del maremoto del veintinueve, el reventón de la Bolsa de Nueva York, que ya se había tragado a Don Miguel Primo de Rivera, el Dictador “Borboneado”, el marqués de Estella.
Es curioso pero ahora, cuando las elecciones aceleran a los políticos, recuerdo lo que mi padre contaba que había oído a sus mayores: el jolgorio de la busca de votos, a última hora y a base de comprar clientela con prebendas y convite. Como ahora, con tanta obra acelerada.
La República tuvo, desde el recuerdo, ese aura romántica que se otorga a los perdedores, algo así como si en el fondo muchos supieran que aquel guión no tendría final feliz. Es natural: Los ricos no querían perder su dominio y los pobres necesitaban, para poder alimentar a su prole, los medios de producción, las tierras, que sus contrarios manejaban a placer con tanta nómina de esclavos. También recordaba mi padre la frase de Azaña, “burgos podridos”, para señalar aquel desencuentro.
En Mérida, la impronta rural del sur se notaba. La Desamortización había entregado, por cuatro cuartos, las tierras del común, a unas cuantas familias, venidas de fuera, que las administraron con mano de hierro. El campo, por tanto, era un sistema de explotación humillante. Pero aquí estaba también el ferrocarril, como en Jerez las bodegas. Y eso creaba más ambiente obrero organizado, conciencia de clase. Así es que el largocaballerismo dominaba el panorama sindical de los ferroviarios y sus industrias auxiliares.
Todo pudo ser distinto, sobre todo si se repasan las fotos de una sociedad feliz , esta de Mérida, tan atildados todos, alrededor de las piedras descubiertas, o frente al mármol de una escena inmortal. Tantos desencuentros, a pesar incluso de una clase dominante tan anticlerical, tan harta de sacristías, pero tan cicatera con los débiles.
Aquello fue una ilusión efímera, rota, entre el egoísmo, los agitadores y la falta de audacia de tantos. Y la incultura de una sociedad que no daba para más. Un vecino señalado cantaba el Himno de Riego con letras al efecto. La gente de orden señalaba a los rojos. La Historia dio un trágico paso atrás, a pesar de las promesas. Machado voló en el exilio, bajo el sol de su infancia. Todo volvió a su sitio. Y a tres generaciones se nos negó el futuro, nos torcieron el rumbo.
Aquel tiempo queda lejano, pero no tanto. Porque aunque ya no queden actores de la multitudinaria y atropellada representación, permanece latente el espíritu curioso, incitante, altruista y romántico, a un tiempo. Y tan socialmente apasionado que podría reaparecer tras la más inesperada esquina de la Historia.