Memoria histórica, futura democracia

Jónatham F. Moriche

Cuenta la leyenda (confirmada en este caso por un testigo ocular) que, apenas unas horas después del intento de golpe de Estado (o simulacro de intento de golpe de Estado, según las versiones) del 23 de febrero de 1981, apareció en las inmediaciones de la madrileña Glorieta de Bilbao una pintada de considerables dimensiones, que enunciaba: «Tejero es malo, la Democracia es buena, el Rey es nuestro padre y los niños a las diez en la cama».

Con admirables perspicacia, sarcasmo y capacidad de síntesis, el anónimo o anónimos autores de la pintada anticipaban, en sus trazos fundamentales, el marco discursivo en que la vida política española discurriría durante los siguientes treinta años.

Gracias al extraordinario trabajo de crítica y publicística realizado en la última década por numerosos intelectuales individuales y colectivos, sabemos hoy cómo la memoria de aquella Transición (respetamos, ocasionalmente, la mayúscula enfática) de la dictadura militar a la monarquía parlamentaria fue en parte silenciada y en parte falseada, y con qué eficacia esos silencios y esas mentiras sobre sus momentos fundacionales y su composición esencial otorgaron al sistema político nacido de ella un extraordinario crédito simbólico entre aquellos sobre los que había de gobernar.

Decía Alfonso Ortí que una de las grandes virtudes de esta relectura confortable de la Transición había sido identificar restrictivamente todo el franquismo restante a la muerte de Franco con el reducido «búnker» de vociferantes franquistas refractarios a una transformación meticulosamente diseñada y ejecutada por el propio régimen, mientras la práctica totalidad del estamento empresarial, burocrático, propagandístico o represivo de la dictadura amerizaba sin contratiempos en las aguas calmas de la monarquía parlamentaria.

El golpe (o simulacro de golpe) del 23-F redujo aún más el ámbito del franquismo a un puñado de mandos militares aislados en su delirio nostálgico y afianzó indiscriminadamente las credenciales democráticas de todos los demás, bajo la égida paternal del Rey. Todo había salido, fue la conclusión hegemónica, irreversiblemente bien. Los españoles, dulcemente acunados con esta fábula cordial, podían acostarse tranquilos y, preferiblemente, temprano.

La realidad, sabemos ahora, fue muy diferente. Detrás del incesante paquípallá consensuador de unas élites pías, abnegadas y hacendosas, arracimadas a pesar de sus diferencias en un noble objetivo común —relato de la época que queda definitivamente instalado en la cultura política de masas a través de la serie documental y el libro de Victoria Prego de 1995—, se desarrolla un extendido y enconado conflicto social, en el que participan intensamente millones de personas, en torno al modelo democrático hacia el que el país debe evolucionar tras la dictadura, que no se agota ni con la muerte del dictador en 1975 ni con la aprobación de la Constitución en 1978 ni con el golpe de 1981, y que aún de forma intermitente, defensiva y variablemente auto-consciente, se prolonga durante una década, en las incontables protestas contra la reconversión industrial desde 1981, en la campaña por el no a la OTAN en el referendo de 1986, en el movimiento estudiantil del curso 1986-1987 o en la huelga general de diciembre de 1988.

«Después de Franco, la República», se había escrito. Desde su salida de las catacumbas en 1962 —«Hay una lumbre en Asturias / que calienta a España entera...», canta Chicho Sánchez Ferlosio, para enfado de la policía—, el antifranquismo viene construyendo sus relatos de la España por venir, en general reformistas y moderados —como, por otra parte, ya lo habían sido los gobiernos de unidad popular de 1931 y 1936—, más atento a las robustas democracias antifascistas europeas posteriores a la II Guerra Mundial, o a las multicolores y variopintas experiencias no alineadas del mosaico de Bandung, que a los países del denominado «socialismo real».

Pero el proyecto auto-sucesorio de las élites del Régimen, asentado en el gigantesco proyecto de ingeniería económica, social y cultural del Plan de Estabilización tecnocrático de 1959, nadaba con la corriente histórica a favor. En 1975 el célebre Informe a la Comisión Trilateral de Huntington, Crozier y Watanuki alertaba de los presuntos excesos democráticos en los países desarrollados, que cuatro años después ya estarían atajando sin contemplaciones Margaret Thatcher en Gran Bretaña y Ronald Reagan en Estados Unidos.

La inesperada Revolución de los Claveles portuguesa de 1975 sería la última que contradijese esta feroz contraofensiva oligárquica global que hemos convenido en denominar neoliberalismo —aunque solo para ver muy pronto desandada la consolidación constitucional de sus conquistas sociales más avanzadas. En cambio, y aunque nuestra Transición no se mencione como ejemplo en el célebre ensayo de Naomi Klein, a España se le aplicó una dolorosa «terapia de choque» —de la que solo algunos episodios mayores, como la matanza de trabajadores en Vitoria en 1976 o el atentado contra los abogados de Atocha en 1977, han dejado alguna huella en la memoria colectiva— para disuadir al país de toda tentación rupturista.

La resistencia desde abajo será, a pesar de todo, denodada, y no quedará del todo sin fruto. En mil ocasiones esta auto-sucesión implacable se verá desafiada por una combativa pluralidad de fuerzas, de ideología precisa o imprecisa, pero de clara y compartida voluntad de llevar más allá de sus límites los planes del franquismo sin Franco.

El puñado de matices de color y derechos imprevistos arrancados a esta ordenada transición del gris franquista al marrón neoliberal se piensan, se trabajan y llegado el caso se sangran desde barrios y parroquias rebeldes, huelgas incontroladas de obreros o estudiantes, motines carcelarios, desobediencia antimilitarista, ecologista o feminista, artes y culturas subterráneas... Harían falta, todavía, el 23-F y, sobre todo, el desembarco del PSOE en el poder (o, quizás, el desembarco del poder en el PSOE), para encauzar las cosas.

Era la hora del «desencanto» («programado», apostilla acertadamente Jesús Ibáñez) con una democracia de superficie y un socialismo de pega (de nuevo Ibáñez: «una derecha llamada izquierda») al timón de una España sobreexcitada por las oportunidades del ciclo económico especulativo inmobiliario-financiero y engolfada en los colorines y cachivaches de la sociedad del espectáculo (y también, muy de fondo, tanto que casi pareciese haber sucedido en otro sitio, devastada por la reconversión industrial y la heroína).

No mucho puede añadirse a estas alturas a lo ya contado sobre aquel paisaje de transición por Joan Martínez Alier, Gregorio Morán, José Vidal-Beneyto, Joan Garcés, Juan Andrade o Emmanuel Rodríguez. Sí cabe celebrar que el recuerdo de aquella otra transición hecha desde abajo y sin hipotecas se esté al fin abriendo paso, a escala de grandes mayorías, frente a la desmemoria y la mentira. Y es imprescindible que siga siendo así, no por motivos meramente sentimentales o identitarios, sino porque nuestra capacidad para cuestionar los imaginarios de legitimación, históricamente construidos, de la vigente distribución social del poder, prefigura en buena medida nuestra potencia políticamente transformadora del presente.

No fue la reivindicación de la memoria histórica democrática la que llevó a decenas de miles de personas a las plazas desobedientes de mayo de 2011, pero sí cabe preguntarse: ¿en qué medida la explosiva impugnación a la totalidad del 15-M vino pavimentada, además de por las inmediatas calamidades materiales de la crisis, por aquella tarea previa de cuestionamiento crítico de nuestro pasado, por los cientos de fosas abiertas y miles de cuerpos e historias recuperadas de una punta a otra del país por el movimiento memorialista, por la desacralización primero y el repudio después, en suma, de toda una mitología política diseñada para perpetuar una actitud confiada, acrítica y pasiva frente al poder constituido, como era el hoy felizmente resquebrajado relato oficial de nuestra Transición?

Han sido, en estos días atribulados de persistente ingobernabilidad, severamente cuestionadas las palabras de Pablo Iglesias durante la fallida sesión de investidura de Pedro Sánchez, evocando a Salvador Puig Antich –ejecutado por el franquismo exactamente cuarenta y dos años antes–, los cinco obreros asesinados por la policía en Vitoria –cuyo cuadragésimo aniversario hemos conmemorado al día siguiente–, la fundación de Alianza Popular, antesala del moderno Partido Popular, por siete ministros del franquismo –incluyendo a Manuel Fraga, firmante de (entre otras muchas) la pena de muerte de Puig Antich, y al mando de las fuerzas del orden cuando Vitoria–, y el terrorismo de Estado que entenebró la presidencia socialista de Felipe González, en la figura de esa cal viva con la que los GAL –maquinados en las catacumbas del Ministerio del Interior, heredadas casi intactas en su talante y funciones de los funestos servicios represivos de la dictadura– enterraban a sus víctimas.

¿Era necesario, era oportuno?, se ha preguntado. Sí, por supuesto, lo era, porque, negro sobre blanco en el perdurable papel de las actas del Congreso, y aún a pesar de los no pocos equívocos y trompicones –muchos, seguramente, inevitables; otros, seguramente, no tanto– que Podemos en particular y las fuerzas del bloque por el cambio en general han sufrido a lo largo de este atropellado ciclo de crisis y transformación, delimitaba con claridad meridiana una posición de irreconciliable antagonismo frente al poder constituido, y demostraba, también meridianamente, que el proyecto político que compartimos preserva en lo esencial su plena conciencia crítica de aquel pasado del que venimos y de este presente que habitamos, y en consecuencia, su insobornable potencia para seguir desbrozando camino hacia esa más ancha y virtuosa democracia futura que anhelamos, y que ya hoy estamos, mano a mano, construyendo.