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OPINIÓN | 'Pesimismo y capitalismo', por Enric González

Corrupción e impunidad

Andrés Holgado Maestre

La solidaridad es uno de los principios básicos en los que se basa la Constitución Española de 1978 y así se consagra en los artículos iniciales. La necesidad de buscar un desarrollo armónico y hasta cierto punto igualitario entre unos y otros territorios de una nación muy mal estructurada históricamente, hizo patente para los constituyentes que la nación sólo era pensable si se atendía a este principio, que no sólo se refiere a la solidaridad entre los territorios sino principalmente entre los distintos grupos sociales (jóvenes, mayores, poderosos, deprimidos, hombres mujeres), y donde quiera que hubiera un problema de desigualdad.

Porque la solidaridad, que beneficia a los débiles, sin duda es un principio humanitario que “justifica” la coerción del Estado y que se fundamenta en los valores ideológicos predominantes en Europa desde que la historia acabara con los totalitarismos fascistas (parecía que para siempre) desde que se creó la Unión Europea, y que no son otros que los de la socialdemocracia y los de la democracia cristiana, según los países, a los que tratábamos de adaptarnos al acabar el franquismo, en nuestro caso por agotamiento, que no por derrota.

Hay una contradicción muy importante en todo ese planteamiento y en la propia estructuración política europea que es la siguiente: el liberalismo que se pretende en la articulación de las relaciones económicas (a lo que se llama “capitalismo” en forma resumida) es insolidario por naturaleza y de esa característica nacieron en el siglo XIX las teorías políticas que intentaron paliar ese problema, que a la vez es, para muchos, la clave del “éxito” del capitalismo al forzar a los individuos a sacar lo mejor de sí mismos para prosperar.

Esa insolidaridad consustancial del liberalismo, que algunos no aceptarán pero que para mí es obvia, fue la que se introdujo arteramente en nuestra Constitución en septiembre de 2011 (Artículo 135) dando al traste con todo el entramado ideológico en que ese texto se sustentaba, y que le hacía ser promesa de una sociedad progresivamente más justa, pese a todas las dificultades. Dar prioridad absoluta a los intereses del capital sobre cualquier otra obligación del Estado social y democrático de derecho suponía darle la vuelta al calcetín de la convivencia y desnaturalizar por completo la Constitución.

Las otras cuestiones implicadas en ese artículo, en las que se basan ahora ciertas “caídas del caballo”, no son esenciales en este sentido profundo de esa reforma, que coloca de facto al poder financiero por encima de cualquier otro poder del Estado, y además con sus bendiciones.

Y la insolidaridad es la madre de la corrupción. Cuando el liberalismo desalmado impregna al Estado entero y a todos los partidos “de poder” del espectro político, la corrupción se convierte en algo sistémico y eso es lo que ha venido ocurriendo en España, ya desde muy pronto en esta etapa democrática, cuando ciertos socio-liberales ya practicaron políticas impropias de sistemas avanzados. Menciono Rumasa y lo dejo aquí, pues urgen otras cosas ahora.

De modo que afirmo que la corrupción es consustancial al capitalismo y esto es casi un axioma: basta hacer un recorrido por cualquier país. Pero lo que la hace insoportable no es la corrupción en sí (que sólo desaparecería en una utópica sociedad de comunicación perfecta y con un “hombre nuevo” aún no nacido) sino la presencia de la impunidad. La impunidad que permite esa impregnación del propio sistema es el verdadero problema: la impunidad que se produce como consecuencia de la corrupción del sistema legal (que es el reducto de la ética social) que comparte los valores de la sociedad de la que surge, como aparato vigilante y sancionador. Cuando se coloca al beneficio económico en la cúspide del sistema legal, la corrupción se entroniza y entonces no queda otra solución que la disrupción o revolución sistémica. Y de eso es de lo que estamos hablando, aunque algunos no lo quieran ver.

Corrupción hay en todas partes, pero impunidad como la que se viene dando en España, no se conoce en nuestro entorno. Y eso es lo que nos arrastrará al fracaso nacional, puesto que nadie parece querer ponerle freno.