El desastre de Torrejón: la ocultación, el silencio y la memoria del mayor accidente laboral de la historia de España
La memoria es un arma de doble filo. No tiene filtro para lo bueno ni para lo malo. Pero permite recordar momentos de la historia que no pueden permanecer aletargados. Es el caso de la rotura de la presa de Torrejón (Cáceres) en 1965. Un suceso silenciado por un régimen dictatorial, pero también por quienes vivieron una de las mayores tragedias de la segunda mitad del siglo XX en Extremadura.
El dolor les hizo olvidar, o al menos callar durante toda su vida, el accidente laboral más importante de la historia de España. Murieron más de un centenar de trabajadores, en su mayoría obreros sin cualificación, aunque las cifras del franquismo rebajaron a 54 el número de víctimas mortales. Un accidente que la justicia de la época decidió cerrar sin buscar culpables y sin una compensación, ni moral ni económica, para las viudas y los huérfanos.
Pero son los niños que vivieron y observaron cada día cómo avanzaba la construcción de la presa los que han logrado que el suceso no permanezca silenciado más tiempo y que cada año, a pesar del olvido institucional, se homenajee a los hombres que trabajaron en una obra de ingeniería puntera en la época, pero que se cobró cientos de vidas. No solo en el accidente del 22 de octubre de 1965, también a lo largo de la construcción del embalse.
A través de un foro de internet, impulsado por el antropólogo Manuel Trinidad, se reunieron hace 12 años un grupo de los hijos de esos hombres que construyeron la presa de Torrejón. Se hacen llamar 'Los Niños del Salto' y, en su mayoría, guardan un gran recuerdo, puede que maquillado por la nostalgia de la infancia, de los años que vivieron en pleno corazón de Monfragüe, que hasta 1979 no fue declarado Parque Nacional.
4.000 obreros
Los embalses son un emblema del franquismo y una de las infraestructuras que el caudillo dejó en Extremadura. Hidroeléctrica Española –hoy Iberdrola– comenzó a construir entre los cauces de los ríos Tiétar y Tajo dos presas unidas por un canal para trasvasar agua de uno a otro y producir electricidad. Era la única en Europa de esas características.
Alrededor de 4.000 hombres trabajaron en su construcción desde 1959 hasta 1966. La mayoría procedían de los pueblos de alrededor como Trujillo, Arroyo de la Luz, Serradilla, Jaraicejo, Monroy, Malpartida de Plasencia y Almaraz, entre muchos otros. Pero había familias de distintos puntos de España.
“Se crea una especie de gremio que son los pantaneros, trabajadores que se especializan en este tipo de infraestructuras y van de una a otra por Extremadura. Es un fenómeno que ayuda a fijar población en el territorio”, explica Manuel Trinidad. Se trata de una época en la que la región sufre una sangría demográfica con la emigración de casi el 40% de su población hacia otros puntos de España.
Pero, además, para los extremeños que viven en entornos rurales y trabajan la tierra de grandes propietarios latifundistas supone una oportunidad para intentar dar un cambio radical a sus vidas. Según Trinidad, muchos de los obreros eran pastores en el campo y comienzan como peones huyendo de la miseria a la que estaban abocados nada más nacer.
Estratificación social
Hidroeléctrica construyó dos poblados para las personas que trabajaron a lo largo de los siete años. En el poblado de arriba se alojaban los oficiales y responsables de la empresa. En el poblado de abajo, junto al cauce del río, vivían los peones que logran hacerse de una vivienda. También había escuela, economato con precios más asequibles que en las tiendas de los pueblos de alrededor, una iglesia, tasca, comedor, una capilla, estanco, cuartel de la Guardia Civil y un local para bailar los domingos.
El padre de Paqui Martos fue capataz. Ahora vive en Catalunya y recuerda esos años en el Salto de Torrejón como el paraíso. Un entorno envidiable, natural y salvaje y unas viviendas con unas comodidades al alcance de muy pocas familias en esos años, como agua corriente y luz eléctrica. Menos aún en Extremadura.
“Los niños teníamos de todo gracias a la Hidro, los últimos juguetes de las fábricas de Alicante, zapatillas, una educación de calidad que me permitió hacer el bachillerato con una beca y buenos equipamientos en la escuela. Éramos muy felices”, recuerda Martos.
Pero no todos disfrutaban de esas comodidades. Martos rememora que más alejado había un barracón donde vivían los jóvenes y adultos que eran solteros y dormían en literas.
También ajenos a la vida social de los poblados había cabañas y chozas diseminadas por la sierra. Los hombres que llegaban con su familia para trabajar en este proyecto y que no tenían acceso a algunas de las viviendas de Hidroeléctrica optaban por construir con adobe y jara un lugar donde vivir.
La fuerza del agua
En la obra también había una sirena que avisaba de cualquier accidente. Hubo muchos en esos siete años, pero la mañana del 22 de octubre de 1965, alrededor de las 9.20 horas, sonó de forma insistente y pocos pudieron olvidar desde entonces ese sonido. “Se me ha quedado grabado en el alma”, insiste Paqui Martos. Ese día, el paraíso en el que vivían esos niños se convirtió en un espectáculo dantesco.
Estaba siendo un otoño de lluvias abundantes y Torrejón se fue llenando. Llegó a cotas máximas porque las compuertas estaban cerradas y todo el agua se fue almacenando. Martos asegura que su padre vivió con inquietud los días anteriores a la tragedia y su hermano, que trabajaba en la oficina técnica, sabía que había órdenes para comenzar a desalojar agua. Pero eso nunca sucedió.
Mientras se seguía almacenando agua, las obras en el canal que comunicaba las presas del Tajo y del Tiétar continuaban. Había muchos hombres trabajando en la galería y todavía no se había instalado la compuerta de la toma del Tajo. Esta función la cumplía una ataguía que no pudo soportar la fuerza del agua.
El túnel quedó rápidamente inundado y a otros trabajadores, unos 400 según algunas fuentes, les sorprendió en el lecho seco del río. A duras penas pudieron ponerse a salvo a pesar de encontrarse al aire libre, mientras que los que estaban en el canal acabaron machacados contra el encofrado por la fuerza del agua.
El poblado tuvo que ser desalojado rápidamente. Las mujeres y niños, al igual que algunos trabajadores que estaban en distintos puntos de la construcción, huyeron a la sierra. Desde allí comenzaron a ver cuerpos llevados por el agua río abajo, ropa, materiales de la obra… La maquinaria y vehículos se inundaron hasta el techo como muestran algunas fotografías tomadas el mismo día de la catástrofe. Se había desencadenado una tragedia y aún quedaban muchos meses para que terminara.
El salvamento de los hombres fue penoso, pero el rescate de los cadáveres fue aún peor. Tardaron varios días y algunos cuerpos aparecieron a varios kilómetros de las presas. El último cadáver apareció en junio de 1966. Los documentos gráficos de la época muestran lo que bien podría ser una escena bélica con toda su crudeza.
Los compañeros tuvieron que afanarse en las labores de salvamento. Y entre ellos siempre destaca un nombre, el de José Martín Malmierca, que con la pluma de la grúa que manejaba logró sacar del agua a unos 60 obreros. Por ello, el régimen franquista le concedió la Medalla de Oro al mérito al trabajo y le regaló un viaje a Roma. Su hijo, Goyo Martín, recuerda que años después su padre decía: “Nunca tengas la desgracia de ver lo que yo vi”.
Y era una frase que compartían muchos compañeros y supervivientes. Algunos abandonaron la obra, otros sufrieron depresión por el desgaste emocional y la mayoría decidió no volver a hablar de la tragedia. Nunca la superaron del todo.
A este silencio también contribuyó la justicia, para quien el número de muertes fue de 54 a pesar de que la escuela de El Salto, que hizo de improvisada morgue, acogió una cifra superior de cadáveres y los trabajadores recuerdan que llegaron 75 ataúdes y no fueron suficientes.
Sin justicia
El número de cuerpos sin vida y los indicios que apuntaban a una negligencia no fueron bastante para que se hiciera justicia. El Juzgado de Instrucción número 1 de Navalmoral de la Mata (Cáceres) ordenó el sobreseimiento del caso. El régimen imponía el silencio sobre un suceso que no convenía airear porque años antes se había producido otra tragedia en la presa de Ribadelago y comenzaba la apertura internacional de España.
Rosa Escobar, del Centro de Documentación del Parque Nacional de Monfragüe y coautora junto a Inés García del artículo 'Saltos de Torrejón: una historia por contar', tuvo acceso al expediente 15/1965, que contiene el sumario. “Había unas condiciones laborales brutales porque la vida de un obrero no valía nada”, explica.
Escobar lamenta que ni la justicia actuó, ni hubo reparación para las víctimas. La empresa ofreció a cada viuda 20.000 pesetas (el sueldo equivalente a unos ocho meses de trabajo) y 5.000 pesetas más por cada hijo. A cambio tenían que renunciar a pedir una indemnización mayor y a denunciar.
Explica también que en algunos cementerios hay cuerpos que nadie reclamó en su momento. Este hecho podría refrendar la teoría del antropólogo Manuel Trinidad de que en la construcción de las presas de Torrejón se empleó la mano de obra de presos políticos, algo que era habitual en las décadas anteriores del régimen franquista. Por este motivo podría no cuadrar el número oficial de víctimas mortales con el número de cuerpos que rescataron las brigadas de trabajadores.
“La raza extremeña”
La poca importancia que tuvo la tragedia también se refleja en los medios de comunicación. El NO-DO le dedicó poco más de un minuto y no fue la noticia principal. Los recortes de periódicos disponibles en el Centro de Documentación también informaron sobre el suceso, aunque en páginas interiores, con alguna excepción.
En cuanto al tratamiento de los diarios, Rosa Escobar señala que en ningún caso se preguntaron por la responsabilidad del accidente. “Solo se menciona a los muertos, se habla con alguna viuda, se centran en que es una gran obra que va a dar energía a un territorio amplio de España e incluso alguno apunta a la capacidad de sufrimiento de la raza extremeña. Es pura propaganda”.
Han sido quienes eran niños entonces los que han hecho un ejercicio de memoria histórica y se han empeñado en que el desastre de Torrejón no se olvide. En 2016 erigieron un monolito en memoria de los trabajadores del Salto en el punto donde hace 55 años se levantaba la capilla.
Cuatro años después trabajan en otro objetivo: la señalización correcta del monolito, donde es muy difícil llegar sin un mapa. Pero parece una tarea complicada porque hay quien después de 55 años prefiere que la tragedia se silencie y se olvide.
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