Todos los años por estas fechas (este jueves es el Día Mundial de la Filosofía, establecido por la UNESCO) me pregunto por qué me empeño en enseñar filosofía – soy profe del asunto –. Y también me pregunto por qué habrían de quererlo los demás – cada uno de mis alumnos o cualquier otro ser humano – . Si la filosofía fuera solo una cuestión mía o de unos pocos, como la astronomía o el rugby, no estaría tan claro eso de que se deba enseñar a todo el mundo.
Pero no, no es una cuestión particular ni baladí. Todo lo que hacemos y padecemos es efecto de las ideas que nos bullen por dentro. Seamos o no conscientes de ellas, sean las nuestras o las que, sin querer, tomamos de otros, sean verdaderas o falsas, buenas o malas, justas o no, tenemos la cabeza llena de esas ideas, y todo lo que hacemos, percibimos, sentimos, deseamos y pensamos (sobre el mundo, sobre nosotros, sobre los demás...), absolutamente todo, depende de ellas. Hasta respirar lo hacemos (mecánicamente) porque pensamos que mola vivir; en otro caso nos pondríamos la soga al cuello y dejaríamos de hacerlo...
La filosofía no es más que el deseo de hacerte consciente y dueño de tus propias ideas y, así, de tu propia vida. Aquel que es consciente de las ideas que le mandan y desmandan (y de su versión exprés: las emociones), puede someterlas a crítica y mejorarlas, y, por eso, remover y mejorar su propia vida. Cabe decir algo parecido con respecto a los otros: aquel que conoce y controla las ideas que mueven a la gente, podrá erigirse con facilidad en su guía y conductor. Aunque lo más honesto – repiten los filósofos – no es manipular así a los demás, sino aprovechar ese conocimiento para liberarlos y hacerlos dueños cómplices de la búsqueda común.
¿Y esto de hacerse uno (o hacer a los demás) consciente de las ideas cómo se hace? Se hace con reflexión. La reflexión es algo así como obtener un “reflejo” de las ideas que tenemos; como ponerlas “frente a un espejo”. Es pensar en lo que pensamos. Y se hace de dos maneras. La reflexión “hacia dentro”, el monólogo interior por el que me tuerzo y vuelvo hacia mi mismo. Y la reflexión “hacia afuera”, el diálogo por el que, en un esfuerzo, también, de torsión o flexión, logro entender las ideas de otros.
La reflexión es el antídoto contra la idiotez. El idiota – en su sentido originario – es aquel que se obsesiona con su mundo privado y se olvida del ámbito público. Dicho de otro modo, el idiota es quien cree que sus ideas son “las ideas”. Es decir: el que se cree sabio. Craso error. Pues ni nuestras ideas son nuestras (casi siempre las hemos aprendido de otros), ni son más que verdades a medias (y eso en el mejor de los casos). Para que sean grandes, completas y justas tenemos que entenderlas y buscarlas como piezas de ese enorme puzzle del que todos participamos y que, visto desde arriba, sub specie aeternitatis, debe ser algo parecido a la verdad...
Dejar de ser idiotas tiene mucho que ver, por tanto, con buscarnos en el espejo y el eco de los demás. Los demás, los otros, son las ideas que no tenemos. Por eso son tan importantes el diálogo y la comunicación, es decir, el deseo de comprenderlos y de compartir con ellos nuestros pensamientos. Comprender a los demás (escucharlos, leerlos...), y comunicarnos con ellos (hablarles, escribir...), es como abrazarlos en esa parte suya que no se ve ni se toca, pero que es la más íntima y determinante: sus ideas.
Creo nos viene a todos al pelo recordar todo esto hoy, en el Día mundial de la filosofía, y después de meses exhibiendo un nivel insoportable de idiotez y de odio, de egos y venas hinchadas, de imágenes y exabruptos sin razón, de sentencias carentes de argumento y de argumentos tendenciosos, del amigo o enemigo, y de la caricatura, en fin, de todo lo que debe ser un diálogo.
Por si nos animamos a recuperar esos artículos de primera necesidad que son la reflexión y el diálogo (no hay verdadera independencia – personal, que es la que importa – ni convivencia sin ellos): feliz Día Mundial de la Filosofía a todos los que la lleváis dentro. Es decir: a todos.