He de reconocer que debo agradecer a Adif-Renfe que me haya arrancado, aunque sólo sea por unos minutos, de ésta desidia, desgana o desencanto en el que me hallo. Llevo muchos días sin sentarme frente al teclado para algo que no sea trabajo. Nada me ha sacudido lo suficiente como para sacarme de éste letargo, hasta el día de ayer. Hubiera preferido que la motivación hubiera sido una flor de verano, un verso callejero escrito en la pared o unos ojos escondidos observándome.
Ayer, tres de julio de 2017, crucé la ciudad donde habitualmente vivo, de punta a punta, casi con la certeza de que mi hija perdería el tren que salía a las 14:25 horas y que tenía previsto coger. No obstante, y a pesar de pillar todos los semáforos en rojo, hasta el punto de ser motivo de risa para ambas, llegamos al andén a las 14:23. Ni que decir tiene, que la taquilla cierra unos minutos antes de la salida del convoy , y que ni nos molestamos en comprar los billetes, sabedoras de que sería imposible.
Mientras el factor ayuda a mi hija a subir la maleta y el transportin en el que lleva su mascota, le hago saber que sube sin billete. Asiente, mientras me responde un “no se preocupe”. Acopla su equipaje y aún de pie y a través de la ventanilla me enseña el pulgar y una sonrisa (lo logramos) y yo devuelvo el gesto con un beso tirado al aire. Un cruce de miradas con el atento empleado que nos ha ayudado, un silbato y una bandera alzada.
A los pocos minutos, el revisor llega a su asiento y tras explicarle los motivos de la ausencia de billete comprado en taquilla amenaza con una sanción que triplica el valor de la suma de los dos. Ante la negativa de pagar semejante cantidad, cuando lo habitual son 13 €, haciendo uso del carnet joven, la amenaza pasa a ser la de bajar en la próxima parada, Montijo. Se le pide una hoja de reclamaciones e identificarse con su nombre (no lleva uniforme ) y desaparece para aparecer al cabo de unos minutos, con la sanción impresa, pero sin hoja de reclamaciones. Tener que abandonar el vagón a rastras le parece un espectáculo innecesario porque lleva esa cantidad encima, y con un cabreo monumental abona lo indicado.
En Mérida, se sube el revisor habitual. Éste sí, con su uniforme y placa que le identifica. Conoce a las pasajeras, porque ambas, hacen ese recorrido a menudo y cuando es informado del altercado ya nada puede hacerse. Justifica la acción de su compañero porque es novato (acabamos de empezar las sustituciones vacacionales y ni siquiera disponemos de uniforme) y se trae las leyes recién aprendidas. Él, que debe llevar muchas batallitas de éste tipo, hubiera sancionado hasta Montijo (el importe y el espectáculo hubiera sido menor), invitado a bajar unos minutos a su pasajera para comprar un billete para ambas hasta Castuera, y continuar el viaje con total normalidad. La experiencia, siempre se ha dicho, es un grado. Y la galantería, también.
A las 16:20 horas llegaban al corazón de la Serena, bajo un sol de justicia. Otro empleado de Renfe-Adif la ayudaba a bajar sus enseres, además de su mascota. Un descenso en su trasportín rosa digno de la reina de Inglaterra en su carroza. Porque mi “Canija” no tiene pedigrí, es un extraño cruce entre liebre y podenco, pero tiene muchísima clase, chip, todos sus papeles en regla y más kilómetros que el baúl de la Piquer y no ladró al revisor en ningún momento, por no perder la compostura.
Dicho queda, señores. Si algún día están a punto de perder el tren, no se les ocurra tirarse en marcha, a no ser que dispongan del valor del billete triplicado. En la estación de Castuera ha quedado registrada la pertinente reclamación, adjuntando fotocopia de la sanción y todo tipo de detalles del suceso. No esperamos devolución económica alguna, pues ya nos hemos informado y éstas son las nuevas y coherentes normas de Adif, que ni sus empleados conocen, pero si algún detalle por las molestias ocasionadas. Una llamada, una carta o un fin de semana en el Raposo, perra incluida, que mi Canija lleva desde ayer tirada entre las macetas del patio de la abuela, y es que, no levanta cabeza desde el disgusto. ¡Qué menos que eso!