He manifestado públicamente que no votaré un Estatuto para Mérida que no contemple la Universidad, en sus máximos niveles, como dotación consustancial con su nuevo papel de cabeza de Extremadura, cumplido ya un tercio de siglo de su andadura. Es la posición sobre un derecho larga y socialmente demandado, el mismo que defendí desde el arranque de mi gestión pública.
Mantuve, siempre, la afirmación coloquial de que Mérida sin Universidad era una mesa-camilla a la que le faltaba una pata, algo que frenaba su derecho a consolidarse que es la vocación global de servicio, propio de una capital. La cabeza de un territorio ha de responder a las demandas de quienes apuesten por vivir en ella, de los funcionarios de la nueva estructura geopolítica de España, que ya sobrepasa normativamente a la de Javier de Burgos, en la primera mitad del siglo XIX. Así es que el derecho a evolucionar, sobre esas exigencias debe contemplar, entre otras, la dotación de Estudios Superiores para las oleadas generacionales. Lo contrario sería relegarla al rol de una “City de ocho a tres”, una ciudad artificial, simplemente burocrática, sin otras dinámicas propias de su complejidad y solvencia. Curiosamente, en el caso de Mérida, con la impronta de ser la única capital autonómica que ya lo fuera veinte siglos antes, en el poniente del sol de un imperio. A pesar de ello la oferta universitaria es, prácticamente, la misma que existía con anterioridad a la aprobación del Estatuto de Autonomía, en 1983. Esta es la inaceptable realidad para la ciudad más representativa de Extremadura. ¿La vamos a constreñir como pies en zapatos de japonesa?
Ahora, con urgencias electorales, se maquina una chapuza. Monago, agobiado con el rol mediático de sus viajes y la desafección de su electorado emeritense, por la bofetada garrafal de la casa presidencial, busca un gesto amortiguador de sus desvaríos. Acedo, visualizado su papel de vuelo bajo, ante una ciudad que lo ha visto implicado en empeños irritantes e inexplicables, como situar la urbana estación ferroviaria junto a Esparragalejo, en la lejanía y en medio de la nada. O retratado entre ciervos abatidos y corruptos condenados. Pendiente, más, de intereses privados que públicos.
No debe Mérida aceptar este juego de objetivos cortos. La sociedad ha de exigir, siendo la alternancia política lícita y necesaria, que los gobernantes se asienten sobre su vocación de servir al común. Y no sobre intenciones inconfesables.
Para Mérida resulta una ofensa esta propuesta puramente monetarista. Porque la capitalidad le ha devuelto casi toda su frustrante humillación histórica. Para bien de Extremadura y sus equilibrios, por supuesto. Pero también para ella. Hay que ser objetivos y generosos. Basta analizar que de los poco más de cuarenta mil habitantes de comienzos de los ochenta, a pesar del desmantelamiento industrial sistemático, se rozan ahora los sesenta mil ciudadanos de derecho. Es por tanto evidente que el sector de servicios marca la pauta lógica de la razón de ser de una ciudad que debe asentarse con firmeza. Y la Universidad es la pata irrenunciable. De no ser así sus equilibrios y ritmos de futuro estarían negativamente lastrados. No deben pagar el resto de extremeños lo que resolvería la propia fiscalidad de Mérida en su crecimiento sostenible.
Si el Estatuto de Capitalidad de Mérida contempla la dotación universitaria, al máximo rango y los equilibrios lógicos con otras ciudades, será bien aceptado. En caso contrario, sin el consenso necesario, no sería más que un remedo electoralista, corto e interesado. Los parlamentarios de Extremadura tienen la última palabra.