La islamofobia y el ultraconservadurismo reaccionario del nuevo presidente de los EE.UU y – no hay que engañarse – de gran parte de la sociedad estadounidense son una expresión más del grado de fanatismo ideológico que comienza a proliferar en los países occidentales (y no solo más allá de sus cada vez más blindadas fronteras). Las causas de este integrismo (moral, político, religioso...) son muchas y difíciles de desentrañar. Algunas apuntan a un proceso degenerativo que viene de lejos, que tiene relación con los cambios históricos que constituyen el asiento de la modernidad europea, y que solo a través de una profunda reforma moral y educativa podríamos aspirar a revertir.
El nacimiento de la modernidad europea fue efecto de una compleja serie de escisiones y dualidades (frente a la más monolítica cultura medieval). Una, principal, fue la ruptura entre el ámbito religioso y el político (la separación entre la Iglesia y el Estado que acabó con las guerras de religión en Europa). Esta ruptura, en sí muy positiva (procuró tolerancia y paz tras décadas de guerra), llevaba aparejada otras, de calado más hondo. La religión abandonó el terreno político para circunscribirse al ámbito civil y, cada vez más (tras la reforma luterana), a la esfera individual y privada. A esta “privatización” (y, en cierto modo, subjetivización) de la vida religiosa no le fue ajena la crisis de la teología medieval, por la que el fideísmo de los reformadores acabó venciendo sobre la tradición escolástica, mucho más racionalista.
Junto a esta suerte de “involucionismo” religioso (el protestantismo, como todo movimiento regenerador, se presentó como un retorno a la ortodoxia original), la modernidad experimentó otra grave escisión. La que, paralelamente, y en el ámbito del conocimiento profano, se forjó entre el “espíritu” y la “materia” (bajo el espíritu creciente del materialismo) o, también, entre el “mundo de los valores” y el “mundo de los hechos” (bajo el nuevo valor de verdad que se otorgaba a los hechos). Asumida esta escisión, la racionalidad moderna, ya definitivamente separada de la teología, acabó renunciando, de manera más o menos tajante, a la comprensión de todos aquellos asuntos “metafísicos” – el sentido y valor de la vida, el significado último de todo lo real, el bien moral... – que están en la raíz de la identidad y de las más profundas inquietudes del ser humano.
La modernidad supone, así, dos cosas que acabarán entrelazadas. De un lado, el triunfo de la versión más integrista del cristianismo (para Lutero – y frente a la exquisita teología racional de los escolásticos tomistas – la razón es “la prostituta del diablo”). Y, de otro lado, el triunfo de una nueva ciencia cuyo éxito paga el precio de renunciar al viejo sueño clásico de una racionalidad completa, sin escisiones, en la que todo pudiera clarificarse a la luz de la razón. Mis alumnos adolescentes se ríen (de modernos que son) cuando les hablo de aquellos últimos filósofo-científicos (Descartes, Spinoza, Leibniz...) que pretendían comprender bajo una misma razón los problemas de la física matemática y los asuntos metafísicos, éticos o políticos que hoy consideramos ajenos a la ciencia.
Ahora bien, si todos esos asuntos metafísicos y axiológicos fueron expulsados del ámbito de racionalidad estrecha en que acabó por convertirse la ciencia moderna (una vez prescindió de fines y cualidades), o incluso del margen al que se auto-confinó una filosofía contagiada de esa renuncia a la unidad de la razón, entonces, ¿en manos de quién íbamos a dejar la respuesta a las más grandes inquietudes humanas?
Solo se me ocurren dos respuestas. O la dejábamos al albur de la mera subjetividad personal, o la abandonábamos ante el púlpito de los predicadores y los demagogos. Lo primero condujo, tarde o temprano, al relativismo y a su lógico corolario: el nihilismo más descarnado (si todo vale, nada posee realmente valor). La segunda opción, en ausencia de contrapesos intelectuales, y como reacción al relativismo y el nihilismo, se convirtió muy pronto en fanatismo integrista. Y de este par, nihilismo y fanatismo – los dos producidos en el mismo vientre de la modernidad europea – es obvio que solo este último puede prevalecer. Nada, en verdad, se le opone.
La tentación del integrismo está en los “genes espirituales” de todos. Y no son la pobreza o la ignorancia sus únicas causas. Hay países muy ricos en los que abunda (EEUU sin ir más lejos), y muchos terroristas fanáticos han gozado de educación superior. El problema es que casi lo único en que se les ha educado es en ciencias y en tecnología (la misma que luego ponen al servicio de sus creencias). A nuestros jóvenes les damos grandes dosis de conocimiento científico-técnico y de bienestar, pero ni una sola razón de peso para adoptar los valores que hicieron de nuestra cultura un proyecto alternativo a las “ummas” religiosas y a los imperios tiránicos.
La civilización moderna sufre, pues, ahora, las consecuencias de haber estrechado el margen de la razón (trocándola en mera razón instrumental) y de haber confinado el mundo de los fines, los valores y el sentido, al ámbito (subjetivo, relativo) de lo privado, dejando así el campo libre a predicadores y demagogos para satisfacer los interrogantes vitales de los ciudadanos (a los que no les basta el cínico y decadente nihilismo al que conduce el racionalismo moderno).
¿Puede algo librarnos aún de esta temible debacle? Si algo así es posible, tendría que pasar por una gigantesca y profunda regeneración moral y educativa. Una renacimiento de la confianza en la naturaleza racional de los valores, de los fines, y del sentido mismo de lo real. Esta plena confianza en la razón constituye la identidad de nuestra civilización. Y exige una educación que la cultive de forma integral, en todos los órdenes de la vida, sin compartimentos estancos, y sin sucedáneos. Y, por supuesto, sin más imposición que la que se deriva de la convicción común que la misma razón procura. No hay más camino que este frente al bárbaro integrismo (sea el que nos crece desde dentro, o el que nos amenaza desde los arrabales de Oriente o África) que amenaza nuestro modo de vida.