La clasificación de los presos que llegaban a Castuera, la represión sistemática y la reeducación bajo los valores del nacional-catolicismo resumen la esencia de este campo de concentración. Se cumplen 80 años de la apertura de un 'infierno' de alambre y espinos por el que pasaron alrededor de 15.000 personas a lo largo de un año.
Su ubicación no era casual, ya que Castuera se había convertido en la capital ‘Roja’ del frente de La Serena, una línea de resistencia republicana que surcaba las estribaciones de la comarca pacense hasta la frontera con la provincia de Cáceres. Allí las trincheras y el combate cuerpo a cuerpo se mantuvieron hasta el verano de 1938.
Fue uno de los campos de prisioneros de Extremadura, una región donde hubo al menos 17 según las investigaciones del periodista Carlos Hernández de Miguel. Se levantó semanas antes del final de la guerra, cuando los militares franquistas ya tenían claro cuál iba a ser el resultado de la contienda. Tuvo cautivos a militares afines a la República, civiles, sindicalistas o políticos.
Los testimonios orales de los supervivientes narran la falta de higiene y las duras condiciones que soportaron alrededor de unos barracones desmontables, en los que había mucho tiempo libre y poco pan.
El historiador Antonio López, autor del libro ‘Cruz, Bandera y Caudillo’, explica que el hambre se agravó con un caso de corrupción perpetrado por los responsables del campo, que desviaron parte del dinero destinado a alimentar a los presos. Con sus 'mordidas' eliminaron el rancho caliente previsto en su dieta, que quedó reducida a escasas latas de sardina para compartir y mendrugos de pan.
Se vieron implicados el jefe del campo y el director de la prisión provincial de Badajoz, junto con los directores de las cárceles de Herrera del Duque y Puebla de Alcocer. El caso se destapó cuando se multiplicaron las muertes por inanición y las enfermedades, a lo que se sumó un importante incremento de fugas. Tras los interrogatorios militares los implicados fueron multados e inhabilitados, sólo unos meses, como muestra la documentación que se conserva en el Archivo General de la Administración.
Uno de los testimonios orales recogidos por el investigador, un guardián original de Fuente de Cantos, relata que las primeras bajas por hambre y enfermedad fueron las de los ‘valencianos’. Se trataba de prisioneros llegados desde la zona del Levante, cuyos cadáveres fueron arrojados a unas de las fosas cercanas al campo.
La muerte les sacudió con más virulencia porque estaban lejos de sus casas y no podían recibir apoyo familiar. No tuvieron la suerte de los reclusos de Extremadura, que tenían el respaldo de los allegados que se desplazaban hasta allí. Algunos incluso se establecieron en Castuera.
Terror y violencia
La práctica del terror y la violencia con la entrada de los jefes de la Falange fue una constante. Un modo de amedrentar a todos los prisioneros que se sumaba a las condiciones infrahumanas en las que vivían.
El mejor testimonio que han documentado hasta el momento es el de Albino Garrido, fallecido hace dos años. Conoció el barracón de incomunicados, destinado a quienes iban a morir en un consejo de guerra. Fue protagonista de una historia de resistencia en mayúsculas, porque Albino escapó del campo, estuvo preso casi un año y salió con vida. Más tarde se refugió en Francia, donde fue apresado y trasladado a un campo nazi.
En su libro de vivencias relató la crudeza y la sangre fría de los franquistas. Cuenta el caso de su amigo Isaías Carrillo Sosa, asesinado mientras estaba despiojando a otro preso. En mitad de la rutina de la limpieza que se hacían unos a otros se acercó un falangista, sacó su pistola y lo mató sin mediar palabra. A la víctima la sacaron del barracón ante el pavor y el terror de todos sus compañeros.
La peana de ceremonias
‘Cruz, Bandera y Caudillo’ es el nombre que da título al trabajo documental del investigador extremeño Antonio López, un título que resume a la perfección la estampa que daba la bienvenida a la finca.
Se conserva muy poco de la estructura del campo, por su carácter desmontable, aunque llama la atención una peana de grandes dimensiones que soportaba una cruz erigida en el patio de ceremonias. Un elemento simbólico que dejaba claro el interés del régimen por reeducar a todos aquellos que habían sido fieles a la República, o que habían participado de alguna manera en la revolución social años atrás.
La bandera franquista estaba fuera del recinto alambrado, a 90 pasos. “Un modo de decirle a los prisioneros: tenéis que ser buenos católicos, y luego ya españoles cuando nosotros queramos, claro”, señala López, que también es miembro de la Asociación Memorial Campo de Castuera.
El campo
Había unos 80 barracones que se distribuían en torno a un patio central, con dos núcleos de filas a ambos lados. Eran estructuras desmontables, con cubierta de uralita y chapa que rápidamente se llenaron de presos.
El gran volumen de internos hizo necesaria una ampliación del campo y se levantaron 'covachas', cabañas recubiertas de matorrales en los que eran ubicados de dos en dos. Eran conocidas con el nombre de ‘Villaverde’. Ellos mismos tenían que dar forma a las estructuras para refugiarse, al mismo tiempo que se encargaban del adecentamiento de las calles.
Una de las claves de Castuera es la llegada de Ernesto Navarrete como jefe del campo, “que ya tenía a sus espaldas una hoja de servicios lo suficientemente sangrienta como para estar al frente”. Además estará en la sombra Manuel Carracedo, encargado del servicio de información de policía militar, tal como confirmó él mismo en unos testimonios grabados.
Los avales
En su cautiverio los presos veían el tiempo pasar, a la espera de un destino incierto y al antojo de las órdenes del jefe del campo y del resto de militares. Permanecían a la espera de recibir informes políticos y sociales. A favor o en contra.
Lo primero que se hacía con ellos, tras ser detenidos a pie de trinchera, era una hoja declaratoria. En ella se reflejaba información relativa a la guerra, su lugar de origen y su municipio.
Una vez recopilados todos los datos los servicios de información se ponían manos a la obra y contactaban con la localidad. Solicitaban informes políticos y sociales al alcalde, el jefe de la Falange, el cura y a otras personas ‘de bien’ --todas de derechas-- para que dieran su correspondiente opinión.
A partir de los datos se clasificaba al reo. Se le podía abrir diligencias, con las que comenzaba la instrucción de un consejo de guerra o se le podía dejar allí. “El servicio de información va a facilitar la represión y los juicios sumarísimos en menos de una semana, algo que va a permitir acelerar los fusilamientos”.
Los representantes de la resistencia republicana van a acabar en barracones incomunicados, de los que no paraban de salir nuevas 'sacas' de fusilamientos. Las diferentes campañas de catas y excavaciones han constatado varias fosas comunes, como la que se localizó en el cementerio.
El historiador habla de otras fuentes que apuntan a la práctica de la “cuerda india” en Castuera, por la que decenas de presos habrían sido atados y empujados al interior de la mina de La Gamonita, cercana al municipio. Posteriormente se habrían arrojado bombas de mano a su interior para acabar con sus vidas. Es una versión que ya relata Justo Vila en su libro sobre la guerra civil en 1985, y a la que también han hecho referencia los testimonios de los prisioneros supervivientes.
¿Cuántas personas pasaron por Castuera?
El campo funcionó hasta abril de 1940, a lo largo de un año completo. No se sabe cuántas personas llegaron a pasar con exactitud por la falta de documentación que existe.
Antonio López aclara que la cifra de 15.000 presos debe entenderse de manera orientativa, porque la información que se conserva está incompleta y es heterogénea. Hubo gente que sólo estuvo un día, mientras que otros pudieron estar meses cautivos, o el año entero.
A día de hoy se sigue sin tener acceso a toda la información de la represión franquista. Los investigadores y familiares denuncian que no tienen vía libre al archivo de la Guardia Civil, a lo que se suman los documentos depositados en dependencias del Ejército, que custodia documentación histórica. Por ello han reclamado de manera reiterada que la información sea depositada en el Ministerio de Cultura y en los archivos correspondientes para su libre acceso.
No obstante se sabe, a través de algunos archivos militares y las estimaciones realizadas, que en el mes de abril llegó a haber casi 6.000 prisioneros, y en mayo la misma cantidad. Mientras, en los meses de comenzó a bajar la cifra hasta las 3.000 personas. El número va fluctuando hasta el final, cuando se cierra con unos 1.200 prisioneros.
El número de desaparecidos sigue aumentando, “no paran de llegar biografías que se truncan cuando llegan al campo”. Se trata de familiares de víctimas que pierden el rastro de sus seres queridos allí, como confirman las cartas conservadas, y que ahora reclaman verdad, justicia y reparación.
El campo se cierra finalmente por la propia degradación de las instalaciones y porque las funciones para las que estaba destinado pasan a Mérida, Badajoz o Almendralejo. Los 1.200 prisioneros que quedaban dentro cuando llegó el momento de la clausura fueron repartidos entre Puebla de Alcocer y Herrera, donde los conventos funcionaron a modo de prisión.
Otras personas fueron enviadas a un batallón de trabajos forzosos, al no tener nada que imputarle. Llegan a parar a lugares como las colonias penitenciarias de Montijo, el eufemismo usado para ocultar al campo de concentración que mantuvo en Montijo y otras dos localidades a a 1.500 presos. Fueron obligados a construir parte del actual canal de Montijo y la presa que lleva el mismo nombre.