Allá por los años ochenta, cuando se inició la investigación de la represión franquista, circulaba en muchos pueblos la leyenda de que alguien tenía la lista completa de personas asesinadas. Solía ocurrir esto en localidades en las que la represión solo había venido de un lado, que no era otro que el de los que dieron el golpe militar, para los cuales el terror constituyó el único medio de imponerse a una sociedad que en general los rechazaba. Porque el rechazo a sus métodos no solo venía de la izquierda sino de personas que sin serlo no eran partidarias de una violencia extrema que ante nada se detenía. Pero, sin embargo, ocurría que la búsqueda de la famosa lista solía quedar en nada. Simplemente no existía. Lo más que aparecía eran pequeños listados con unos cuantos nombres propios seguidos de apodos, lo cual servía de poco.
Hace varias semanas ha circulado por los medios la historia de Francisco Rodríguez Gómez “El Hombrecino”, vecino de Almendral hasta que en los primeros sesenta siguió el camino de la emigración como otros cientos de miles de extremeños. La historia nos llega por su nieta, Susana Cabañero, fotógrafa de profesión o narradora visual como ella se define, a través de un enfoque original que nos permite ver a su abuelo como víctima (obligado a ir a una guerra) y a su vez transmisor de memoria (su testimonio). La prensa se ha hecho eco de este caso, que ha pasado de manera fulgurante de la prensa regional a la nacional y que se ha movido ampliamente por las redes.
Se trata de la historia de alguien que conservó durante muchos años una fotocopia de la lista de las víctimas del 36 en su pueblo y que acabó hablándole de ellas a su nieta. Hablamos de un hombre que en solo unos meses, en plena juventud, vio cómo su mundo era destruido con violencia inimaginable en medio de la desaparición de muchos de sus amigos y vecinos. Es sin duda una historia emotiva que tiene fuerza, pero lo que yo me pregunté cuando leí la noticia y vi la fotografía de la lista es quién la obtuvo y de dónde la sacó. Y digo esto porque, dado que los nombres de la lista eran ya conocidos y resultaba evidente que los datos procedían de alguna instancia administrativa, el verdadero interés, al menos para mí, radicaba en el origen del documento.
Por lo visto en la prensa esta cuestión no parece haber interesado. Estamos ante un pueblo en el que en unos meses fueron asesinadas un mínimo de ciento cincuenta de las casi cuatro mil personas que Almendral tenía por entonces. Esto equivale aproximadamente al 4%, un porcentaje muy alto que si ampliamos al círculo familiar significa que, de un modo u otro, se vio afectada casi un tercio de la población. Pero centrémonos en la lista.
Almendral constituye un caso especial por varios motivos. Para empezar hay varias listas. El 15 de julio de 1941, el alcalde impuesto por los golpistas, Manuel Carande Uribe, envió al Fiscal Instructor de la Causa General de Badajoz un listado con noventa y un nombres de “los Directores o Vigilantes” del “período rojo de esta Localidad”. El alcalde era hermano de Agustín Carande, jefe provincial de Falange. Ambos fueron detenidos y encarcelados –uno en Badajoz y otro en Almendral– en los días posteriores al golpe y ambos fueron encontrados con vida a pesar de su destacada militancia en el partido fascista. Lo curioso de este listado es que, salvo ocho casos de personas ya desaparecidas, el resto son izquierdistas o personas “no afectas” que Carande señala para que sean investigadas y castigadas. Naturalmente hubiera carecido de sentido incluir a todos los asesinados en dicha lista: ¿para qué si ya habían muerto? No obstante, para esa fecha, el fascismo español ya era consciente de que no debía matar a todos sus enemigos, pues en ese caso el país se hubiera quedado sin mano de obra.
Almendral tiene otra peculiaridad: se trata de una de las localidades de la zona central y oeste de la provincia cuyo listado de víctimas mejor conocemos. La razón es simple: al contrario que en la mayor parte de la provincia, donde este proceso duró décadas, aquí fueron inscritas en el Registro de Defunciones poco después de ser asesinadas. Así, los desaparecidos a partir del 19 de agosto pasaron al registro nueve días después; los de septiembre, en los dos últimos días del mes; los de octubre en los días 7, 8, 9, 15, 16,17 y 28, y finalmente los del 1 y el 7 de enero de 1937, diecisiete hombres y cuatro mujeres, los días 2 y 10 respectivamente.
El Registro Civil, pese a las numerosas y llamativas tachaduras que afectan a apartados como el lugar y la causa de muerte, ofrece ciertos detalles poco frecuentes. Podemos saber, por ejemplo, que solían ser asesinadas entre las 3 y las 7 horas (agosto y septiembre), aunque también a las 16, 20, 24 y 2 horas (septiembre y octubre). Buena parte de los crímenes tuvieron lugar en “la vía pública”, lo cual puede significar perfectamente la plaza o lugares señalados del pueblo. En ocasiones las actas de defunción también indican que, como en otros muchos casos, bastantes personas fueron trasladadas a otros pueblos cercanos para matarlas. La lista completa estos lugares y da los apodos o sobrenombres de todas las víctimas.
Por otra parte se da la circunstancia de que Almendral ha sido objeto de investigación desde hace años, tanto por mi trabajo La columna de la muerte (2003), en la que se daban los nombres de 137 víctimas, como posteriormente por medio de varias investigaciones de carácter local. Estamos pues ante un pueblo del que se cuenta con bastante información.
¿De dónde procede pues la lista que conservó durante décadas Francisco Rodríguez? Todo indica que se trata de una fotocopia que debió circular en los años de la transición. Lo que demuestra su análisis en relación con las otras listas comentadas es que esta, la de “El Hombrecino”, procede de los Libros de Defunciones del Juzgado, de la que es copia parcial. Los nombres aparecen a veces incluso en el mismo orden que allí. Esto fue posible por haber sido inscritos entre agosto del 36 y enero de 37. En otros lugares este proceso se prolongó desde 1937 a la década de los noventa mediante expedientes de inscripción fuera de plazo. Esos datos solo los pudo sacar alguien que tuviera acceso al Juzgado, ya que todos debían saber que “eso” estaba allí. Comentándole mis sospechas a Francisco Cebrián, investigador y ex alcalde de Almendral, me dice que el Juzgado y la Cámara Agraria coincidían en el mismo edificio y que hubo al menos dos personas que pudieron hacerlo.
Se trata de dos personas ya fallecidas que trabajaban en dicho edificio. Pudo ser José Manuel Seco Andrino “Vidal”, jubilado prontamente y que trabajaba de manera desinteresada para la Cámara. Tenía una razón para hacerlo: su madre, María Andrino Pérez, de 41 años, había sido asesinada el 1 de enero de 1937 a las 12 de la noche junto con otras trece personas. El sobrenombre “Vidal” por el que era conocido, era el nombre de su padre, ya fallecido. El asesinato de la madre lo dejó en total orfandad a los 15 años. Las duras condiciones de vida de aquellos tiempos le llevaron a enrolarse en la legión en cuanto tuvo edad. “El Hombrecino” y “Vidal” eran prácticamente de la misma edad, ya que ambos habían nacido en torno a 1920. Es seguro que se conocieron y que la lista llegó a ambos.
Pero parece ser que no fue “Vidal” sino otro funcionario municipal, Juan Botello, el que por algún motivo que se nos escapa dada su ideología franquista, la entregó en 1977 a Felisa Blanco Marín, militante comunista que alcanzaría la alcaldía de Almendral en 1979, pidiéndole que no dijera que se la había dado. Fue ella quien decidió fotocopiarla y pasarla a otros compañeros del PCE y de ahí, posteriormente, a otros muchos vecinos. Ese parece ser el origen de la fotocopia que llegó a Francisco Rodríguez “El Hombrecino”. También conviene recordar que para la alcaldesa la lista tenía un valor especial, ya que allí aparecía su tío Manuel Blanco Galván, bracero de 35 años y alcalde accidental por huida del titular cuando los golpistas llegaron al pueblo. Convencido de que por proteger a los 66 presos de derechas de los grupos que pasaron por allí aquellos días y de no haber cometido delito alguno permaneció en el pueblo. Fue asesinado el 8 de octubre de 1936 a las 2 de la noche.
Tal como hemos visto, esta historia, llamativa en sí, adquiere otros matices si se pasa de la anécdota. Es más lo que oculta que lo que muestra, sobre todo si pensamos que los nombres ya eran conocidos. Nos quedan por saber los comentarios que Francisco Rodríguez hiciera a su nieta sobre la represión en su pueblo, aspecto este que queda fuera del interés de los periodistas.
Lo que se ha contado me lleva a recordar otras historias del ámbito Badajoz-Huelva que pasaron casi desapercibidas. Mencionaré en primer lugar el caso de Arturo Carrasco, el funcionario de Juzgado que ocultó durante treinta años en un trastero del mismo, sepultada entre cientos de boletines oficiales, exponiéndose a ser expedientado y perder el empleo, la documentación de carácter represivo de todo un Partido Judicial porque entre los represaliados estaba su padre. La del Juez de Paz Antonio Calvo, que conservaba una lista escrita por él, y que llevaba siempre consigo, con los nombres de aquellos vecinos amigos suyos asesinados que no aparecían en los libros de defunciones. O la de otro Juez de Paz, Francisco Marín Torrado, que incluyó una nota en la inscripción de su padre porque no soportaba la farsa que representaba aquella acta de defunción. Gracias a él se pudo recomponer la lista de asesinados de su pueblo. Desgraciadamente no contaron con una nieta como Susana Cabañeros.
Podría mencionar otros casos similares e incluso más raros, como el de aquel alcalde franquista de Bodonal de la Sierra que, a falta de otros muertos que listar, envió al instructor de la Causa General la relación completa y detallada (edad, profesión, estado civil, etc.) de todas las personas asesinadas en el pueblo tras su ocupación, pero creo que bastan estos ejemplos para indicar que la grandeza de la historia radica no solo en el caso del hombre que guardó durante muchos años una lista de sus amigos y vecinos asesinados sino, sobre todo, en la de quienes la hicieron pública en un momento en que el pacto de silencio de la transición despreciaba y prohibía la memoria.
Nota: Este artículo no se habría podido escribir sin la ayuda de Felisa Blanco Marín y, sobre todo, de la de Francisco Cebrián Andrino, al que también habría que recordar aquí no solo por sus investigaciones sino por haber sido quien a comienzos de la década de los noventa, cuando ocupaba la alcaldía, propició abiertamente y consiguió que la fosa común fuese exhumada y los restos dignificados. A ellos se deben también las fotografías que se incluyen en este artículo.