Hacia lo salvaje
Los espacios silvestres son espacial y temporalmente diversos y pueden actuar como un refugio no solo para quienes los componen sino también para la humanidad que necesita de lo salvaje en cuerpo y alma.
Nos gustaría que este sencillo artículo fuera un canto de amor a lo salvaje, a los territorios vírgenes de civilización, a las vidas libres no condicionadas por el orden humano y a la maravillosa experiencia de perdernos en ellas. Cuando hablamos de lo silvestre, en la mente se dibujan bosques verdes y cielos despejados, desiertos y tormentas o praderas cubiertas de niebla.
Cuando tenemos la dicha de sentir lo silvestre, comprendes tu insignificancia y te asombras ante la diversidad de la vida y el milagro de existir en un pequeño planeta azul capaz de albergarla, eso que llamaban lo sublime y lo inconmensurable.
Para quienes habitamos en Extremadura, existe la creencia de que ese milagro está al alcance de la mano con solo dar unos pasos, que basta con salir de la ciudad y ya vas a estar en contacto con lo salvaje, pero la realidad no es tan sencilla. La mayor parte de nuestros campos están intervenidos por nuestra mano. En Extremadura tan solo un 10% del territorio es salvaje.
Ese porcentaje indómito alberga 2.053 categorías taxonómicas de las 7.500 categorías taxonómicas de la Península Ibérica, un porcentaje importante para nuestra región dentro del total. Podemos caminar los bosques de las Villuercas, perdernos en un ripario junto alguno de nuestros ríos o bajar hacia el sur en medio de los encinares y dehesas hasta llegar a Andalucía, pero eso no es salvaje.
En un mundo cada vez más intervenido por nuestra presencia, el Fondo Mundial para la Naturaleza, nos alerta de que las especies de vertebrados han disminuido en un 52% desde los estudios realizados en 1970.
Son ejemplos de ello, la caza practicada como diversión, la pesca que se realiza para abastecer los mercados, los cambios en el uso de la tierra, la transformación de los bosques en terrenos para el cultivo o el cambio climático, que no es un demiurgo que nos quiere aniquilar, sino que es la consecuencia de nuestra intervención egoísta como especie que afecta al modo de vida de los animales que no están preparados para un cambio repentino como el que se ha producido.
Tenemos una herramienta para medir nuestra huella ecológica y esta hace una estimación sobre la cantidad de tierra necesaria para alimentar a la población humana. Nuestra especie, la más invasora de todas, la humana, ocupa más territorio para sus monocultivos que el resto de especies salvajes en sus ecosistemas compartidos.
Este es el resultado demoledor de nuestra huella ecológica. Es por este motivo que desde el Fondo Mundial para la Naturaleza nos hacen una llamada a entender que preservar espacios salvajes es una garantía de vida también para nuestra especie. Decía Susan Fenimore Cooper: “¡Qué noble regalo para el hombre son los bosques! ¡Qué deuda de gratitud y admiración le debemos a su belleza y su utilidad! ¡Cuán agradablemente las sombras de la madera caen sobre nuestras cabezas cuando nos alejamos del brillo y la agitación del mundo del hombre!
Estas palabras fueron escritas hace 200 años, justo cuando lo rural y lo silvestre comenzaban a ser considerados un estorbo para la civilización. Desde luego Susan Fenimor fue una adelantada a su época, una visionaria de lo que realmente era un camino con garantía de futuro: lo rural y lo silvestre.
Es por ello que, para deconstruir el sistema de pensamiento clásico de nuestras sociedades modernas, debemos reformular las preguntas ante la desafortunada experiencia que nos da haber llevado a nuestro planeta a la sexta extinción masiva de especies y estar a las puertas del colapso ecológico que supone el calentamiento global.
Se hace necesario repensar nuestro sistema de valores y empezar a otorgar valor a lo que nos da y nos sostiene con vida, sabiendo y empezando a disfrutar nuestra animalidad como seres biológicos que dependen del aire, del agua dulce, de la tierra fértil que regala sus frutos.
La única esperanza que nos queda es liberar a la naturaleza de la intervención humana. Dejar que lo salvaje y lo indómito invada y cure la naturaleza invadida y dañada. Que lo salvaje se rebele, que nos enseñe su fuerza y gane terreno a la ocupación. Solo poniendo el valor en lo salvaje, tal vez todas nos asilvestremos, nos reconciliemos con lo más enraizado de nuestra especie y seamos capaces de entendernos como un todo que no domina a nada ni a nadie.
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