Ahíta estoy de la irresponsabilidad política y social que nos rodea; del cinismo, la hipocresía contemporánea y de la creciente parsimonia en la que el neoliberalismo ha envuelto las protestas ciudadanas — si es que las hay—. También lo estoy de la cobardía. No vayan a creer que he sido abducida por algún espíritu proveniente del país de la misantropía, ni tan siquiera puedo permitirme la sátira aquella en la que William S. Gilbert hablaba del odio profundo hacia sus congéneres. No es mi caso. Nada es casual en este escenario de atrezzos populistas, dogmáticos y sectarios en el que el eslogan y la frase hecha se han convertido en el arma política por excelencia.
Escucho a Albert Rivera y no puedo evitar el sonrojo que me provoca la carestía argumentativa de su puesta en escena ' liberal' y ‘progresista'. No puedo más que tachar a este ciudadano libertario de oportunista, incapacitado y codiciosamente enfermo de anhelo de poder. El feminismo es para él un estado de libre elección y de igualdad de oportunidades entre hombres y mujeres – solamente –, por eso apuesta por un 'feminismo liberal' que no sea de derechas ni de izquierdas – estos términos son puro arcaísmo para su vasto postmodernismo intelectual–. La necesidad de apuntar a un tipo de feminismo específico viene dada por su tendencia a dividir. Rivera está creando ‘algo’ para que haya un Otro y, de esta manera, puedan enfrentarse.
Crear una otredad tiene el fin de propulsar competitividad entre las partes para autodeterminarse frente a otro consolidando así una posición de poder que nace de la propia rivalidad. Es decir, necesita de un enemigo para que la hostilidad se produzca y de esta manera reafirmarse como individuo y político. Libertad, para él, es legislar a favor de un sistema prostituyente bajo excusas peregrinas que obvian la base materialista y la diferencia de clases. Prevalece la política del deseo por encima de las necesidades colectivas y los derechos fundamentales, de ahí la vil y mezquina idea de que las mujeres somos instrumentos corpóreos destinados a satisfacer apetencias ajenas sosteniendo, a la sazón, una estructura que ha consistido en reducir a la mujer en un capricho capitalista al servicio de una multitud.
Libertad para él es hacer lo que te dé la gana bajo ese algoritmo aznariano de “Déjeme que beba tranquilo, mientras no ponga en riesgo a nadie”. 'Somos un pueblo solidario’, dice el líder de Ciudadanos –sobre todo las mujeres–, por eso altruistamente debemos estar dispuestas a ceder nuestros úteros y nuestra psique gestando así para otros a través de la aberrante práctica de los vientres de alquiler. No veo muy progresista ni vanguardista aquello de ser putas y vasijas. El mundo no necesita solidaridad ni caridad: necesita justicia e igualdad de oportunidades, dirigidas también hacia los millones de niños y niñas a la espera de ser adoptados. Ese derecho es sistemáticamente violado, porque se antepone el deseo de ser padre y madre sobre el derecho de los infantes a tener una familia y ser amados. Este es el mundo que aceptamos; el del intercambio contractual deshumanizado y turbio que disfraza la pobreza en libertad, el individualismo en felicidad y los derechos quedan anegados bajo el lodazal de la estulticia y el engaño en discursos con respuestas lacónicas ante la maniobra de la superchería.
Ahora resulta que la violencia de género no ha de tener banderas, dicen aquellos que han hecho de ella su patria y su nación, me pregunto desde cuándo le han preocupado a alguien los asesinatos machistas para que nos hablen a nosotras de violencias. Violencia es también el terrorismo, por eso se toman medidas específicas para acabar con él debido a los mecanismos empleados para llevar a cabo la sangría. Hay más mujeres asesinadas a manos de hombres que personas asesinadas a lo largo de la historia por el terrorismo; pero nunca he escuchado para ello la manida frase de 'la violencia es violencia y da igual de donde provenga’. Otra falacia cuyo fin es privatizar la violencia para que permanezca bajo el yugo doméstico.
Cobarde es aquel que ha consentido que Ángel Hernández, el hombre que ayudó a morir a María José, sea juzgado por un delito de violencia de género dejando así el peso de la pericia deshonesta a cargo del feminismo. El código penal establece que la violencia de género «se trata de una violencia que se dirige sobre las mujeres por el hecho mismo de serlo, por ser consideradas, por sus agresores, carentes de los derechos mínimos de libertad, respeto y capacidad de decisión». No tengo más que añadir al respecto, salvo a quienes dicen estar a favor de la vida renegando así de la ley a favor de la eutanasia por mentir descaradamente. No están a favor de la vida, están a favor de un tipo de vida impuesta, a veces indigna, perfectamente adaptada a la moral cristiana.
La política no está para debatir sobre temas metafísicos – tampoco en relación al aborto– tales como el origen de la vida. Lo mismo pasa con la muerte siendo ésta intransferible como la vida. No creo que el dilema filosófico esté a la altura de aquellos que dicen querer gobernarnos. Ni debería. Ocupen su tiempo y energías en legislar y hacer políticas sociales que garanticen la dignidad de las personas sin abocarlas a la clandestinidad y a la vulnerabilidad. Decía Octavio Paz en 'El laberinto de la soledad' que nuestra muerte ilumina nuestra vida y si nuestra muerte carece de sentido, tampoco lo tuvo nuestra vida. Vivir y morir dignamente debería considerarse el primer paso hacia la libertad. Lograr la autonomía de nuestro cuerpo erradicando la precariedad, es el camino hacia la emancipación y el verdadero progreso.