Cuando hice el C.A.P. (Certificado de Aptitud Pedagógica), hace ya bastantes años, hubo varias cosas que me llamaron poderosamente la atención. El mencionado curso, que ya no existe porque ha sido sustituido por un Máster, era el requisito para que los licenciados en ciencias o humanidades pudieran acceder a puestos en la enseñanza reglada. Era el marchamo didáctico. Lo que te hacía pasar de ser “matemático” a ser “profesor de matemáticas”. El nivel de exigencia no era muy alto después de una licenciatura, pero no fue eso lo que me llamó la atención. El profesorado y los materiales que nos daban, era excelente. Otra cosa es que el personal quisiera o no aprovecharlo a fondo. Y eso fue lo que me encontré: que para casi todo el mundo, aquello no era más que un trámite. Unos papeleos y unas prácticas engorrosas que era necesario pasar para poder opositar o poder echar tu currículo en un centro privado. El caso es que yo, tanto durante el curso como en mis prácticas, aprendí mucho. También es cierto que tuve una tutora de prácticas sabia. Lo que ofrecía el Instituto de Ciencias de la Educación (los extintos I.C.E. que organizaban estos cursos) era muy bueno. La bibliografía era magnífica, los apuntes estaban pulidos y las actividades presenciales, eran - en principio- participativas. Y en aquella formación, que ofrecía nada menos que la Universidad Complutense, se nos decía que los “exámenes tradicionales” no debían ser, jamás, la única forma de evaluar al proceso de enseñanza y aprendizaje. Que la evaluación era una cosa mucho más compleja. Se insistía en el imperativo de diversificar los instrumentos de evaluación y en la acuciante necesidad de algo que ya hemos oído hasta el agotamiento: la innovación educativa. De asignaturas fundamentales de la carrera nos examinaban mediante un trabajo dirigido y una entrevista... (pensé...)
Cuando llegué por primera vez a un Instituto, después de un amplio recorrido muy complejo en la enseñanza privada no reglada, confirmé lo que ya había diagnosticado como profesor “particular” (de los legales, esto es, bajo academia privada con horarios y desempeños innombrables): que las cosa no había cambiado demasiado (pedagógicamente) desde que yo cursara mis estudios medios bajo la Ley de 1970 (la de la E.G.B y del B.U.P., para entendernos), e incluso algo todavía más inquietante. La introducción de la L.O.G.S.E. (1990) podía tener efectos no deseados más allá de sus virtudes (que muy pocos veíamos). Estos efectos contraproducentes eran que había profesorado, y parte interesante del cuerpo social, que denostaba la ley porque bajaba los niveles y abría nuevas posibilidades didácticas. La reacción fue, a medio plazo, se podría generar un endurecimiento de los instrumentos de calificación (que no de evaluación) localizada en algunos Departamentos didácticos (antes Seminarios) y una sensación de que las cosas iban cada vez peor. Aparecieron lo que mi adorada compañera Juana y yo llamamos “guardianes del sistema” (algo parecido al “amo del calabozo” de “Dragones y Mazmorras” pero con mucho menos glamour).
En términos generales el balance me parece positivo, pero desde entonces quedó latente la idea de que había muchos partidarios de volver a una evaluación tradicionalista y orientada a resultados sumativos, a ser posible medibles desde pruebas estandarizadas. El hecho es que ya lo tenemos aquí, muchos años después, en la revivificación de las reválidas. Y no como la selectividad, no... sino como una evaluación que no reorganiza sino que dirime el futuro académico del alumnado.
Cuando fui profesor particular tuve que habérmelas con alumnado muy diverso y con muchos problemas. No era precisamente una academia de lujo sino de zona humilde (recuerdo cómo se pasaba por alto el tema de los recibos de las familias con dificultades). Fue quizá donde me curtí como docente: enseñando a leer de forma comprensiva a alumnado que de otra forma no podría comprender ninguna asignatura. No me dedicaba entonces a explicar Platón. Me dediqué a lo más instrumental, y - si acaso - en lo más académico, a las Matemáticas (dado el perfil de mi formación). En esto último me percaté de que el pánico juega peores pasadas que la torpeza. Era un trabajo precioso pero agotador que dejé tiempo antes de mi acceso a la función pública.
Ante aquella flamante Ley (LOGSE), que tantos objetores tenía (y sigue teniendo, dado que se culpa de ella a muchos males patrios) mi diagnóstico era muy otro. Ahora teníamos un alumnado más universal. Los compañeros que tuve en la E.G.B. y que fueron arrojados por la borda del sistema, ahora habrían tenido alguna oportunidad. También percibía que mis profesores de la Ley de 1970, mucho de ellos con una formación académica muy elevada (en aquellos tiempos incluso pasaban a la Universidad) eran mucho más flexibles de lo que estaba viendo. El número total de profesores, como el de alumnado, había crecido y por lo tanto también su “diversidad”. También detecté que había muchos titulados de áreas que tradicionalmente ocupaban poco espacio en la educación reglada que habían pasado a trabajar allí (vía las nuevas especialidades de Economía, Tecnología, y un aumento del personal ocupado de Dibujo y Música). Eso me parecía, y me parece, positivo. El peligro sin embargo acechaba era el de una excesiva especialización precoz cuando siempre tuve el pálpito de que el Bachillerato debía ser riguroso y generalista. Pensé, y sigo pensando, que era necesario un Bachillerato de tres cursos de los cuales solo uno fuera el de “orientación universitaria”. Por otro lado aparecieron numerosas optativas y un marasmo de movilidad del personal docente (accedió mucho personal y se habían creado muchos centros en la red pública, lo que era excelente). El problema, si lo es, es que ello hacía que las asignaturas se organizaran muchas veces en función de la “clientela” , de forma que se reforzó la idea de que había asignaturas fuertes (vamos, de las que no te escapas) y otras que puedes pillar porque el profesorado con unos mínimos te da un aprobado y encima tiene el lápiz “flojo” para poner buena nota. De semejante combinación podía salir cualquier cosa y, desde luego, alteraba la “sociología” de los centros educativos. Se percibía un discurso, insostenible, pero plausible y con calado, de que las materias que dieran paso a estudios de prestigio social (esto es, trabajo y buen salario) eran más difíciles. Quizá era que podían permitírselo... Como persona que ha estudiado tanto integrales como traducción avanzada en latín no alcanzo a ver qué dificultad intrínseca tiene ninguna de las dos cosas más allá de donde ponga los listones de salto el que ha de evaluar. La dicotomía no debía ser entre letras y ciencias, sino la mucho más cervantina entre “armas y letras”.
A la L.O.G.S.E. se fueron solapando o sucediendo diferentes leyes de los gobiernos socialistas y conservadores que acentuaban el mantenimiento de la “comprensividad” (el estilo socialista) o una palabra que ya me pareció temible al oírla, por entenderla difícil de legislar, “la calidad” (el estilo conservador). Especialmente me daba zozobra el hecho de que esta última, la calidad, iba acompañada de medidas que favorecían la enseñanza privada (¡desde instancias públicas!) y hacían que al final las cosas fueran más fáciles para los que dispusieran de más medios socioeconómicos. Tampoco entendía por qué habría de estar reñida la comprensividad y la flexibilidad con la calidad y el rigor, y por qué estos últimos no eran compatibles con la equidad. Luego me di cuenta de que era todo mucho más complicado. No se trata de poner zancadillas a los proyectos privados de educación. Son legítimos, faltaría más. Se trata de que la formación que oferte el sector público tiene que ser la mejor, y no solo por universal y gratuita, sino porque sus medios, profesionales y programas de actuación deben ser los óptimos, porque así se deben seleccionar para la totalidad de la ciudadanía.
Ya los materiales del C.A.P. sugerían que había una flagrante contradicción entre la teoría y práctica pedagógica que se alentaba desde la Academia (los expertos, se supone) y la existencia de exámenes como “la Selectividad”. Yo nunca he tenido nada en contra de los exámenes (sobre todo por algo tan pedestre como que se me han dado bien en general), pero otra cosa son las “pruebas selectivas”. Estas últimas, se entiende, tienen que dejar gente fuera (por ejemplo, una oposición). Por otra parte la limitación de plazas en las Universidades hacía que fuera muy complejo optar a estudios con mucho reconocimiento social (o perspectivas socioeconómicas) y que sin embargo otros estudios quedaran vacíos, no por su falta de dificultad sino de proyección laboral (seguro que Filología bíblica trilingüe no es nada fácil,. También comprensible.). Otra cosa es el hecho inexplicable de que los mejores expedientes y “examinados” hayan de hacer carreras para las que sería necesario ante todo la vocación (como la Medicina) y que también sean carreras netamente vocacionales, como las que forman Maestros, las que acaban (o al menos acababan) con plazas libres.
No está mal ser evaluado. Es necesario, si se hace - sobre todo - desde lo formativo. Cuando uno no tiene pánico a ser excluido del sistema, la evaluación se convierte en algo muy edificante. Aprendes... Como docente incluso puedo añadir algo que he contado a mi alumnado en los últimos tiempos... “Aprendéis lo que queréis”. Y ahí está el meollo. Se hace imprescindible combinar profesorado formado de forma excelente (y en continua formación, ahora bien no me puedo detener ahora en eso), con metodologías diversas y adaptadas a lo que nuestra juventud vive y necesita. Se puede evaluar de potenciales infinitas formas, incluso al gusto el evaluado, pero para eso también el profesorado
Por eso no puede parecerme sino “sospechosa” la posibilidad de que existan pruebas “terminales (no se me ocurre mejor forma de llamarlas), que los medios han dado en llamar, en los medios, ”reválidas“ (en evocación de las normas del franquismo). Si se añade cómo se están haciendo las cosas entonces ya me busco los pelos (cada vez menos) y no me los encuentro. El alumnado que el próximo curso haya de enfrentarse a la ”Prueba Final de Bachillerato“ no sabe en qué consiste. Habrá quien diga que versará sobre materias que darán este curso y que ”hay tiempo“, pero ¡ay!, es que no... es que ya se ha impartido la Filosofía de 1º de Bachillerato (con un programa inabarcable) de la que nuestras mozos y mozas serán examinados de una materia nada ”floja“ que cursaron el año académico anterior (porque, ahí está la Ley). También sabe el profesorado que haya de impartir este curso que si lo que ”entra“ en el examen se sabe tarde, el curso será un absoluto desbarajuste. ¿Pero cómo se puede hacer girar ya no un curso sino toda una etapa en torno a una prueba, de la que además no se sabe nada?
Dura Lex, sed Lex. La ley es “jodida” (si me permiten el exabrupto), pero es “la ley”, y no me cabe ninguna duda de que hay que cumplirla y hacerla cumplir, como reza en los textos normativos. A eso nos debemos los ciudadanos y muy especialmente los docentes que habremos de poner en ello todo nuestro empeño. Pero como profesional de la educación, he incluso estudiante con canas, no puedo evitar preocuparme ante la configuración del “actual estado de cosas”. La norma viene tarde y todavía no sabemos ni cómo viene. Que nadie me diga que ya se conocía el currículo hace mucho porque lo que se conoce es el programa de máximos y sobre eso no puede versar un examen final y determinante. El alumnado ya está embarcado y no se sabe muy bien en qué. Los Institutos comenzarán sus tareas de programación en septiembre sin tener nítido qué programar con ese ogro esperando al final del camino.
Evidentemente, visto mi C.A.P. y visto el panorama actual, poco hemos aprendido. No aprendemos los que peinamos canas y apretamos michelines y luego vendremos a pedir excelencia en los que tienen cosas mucho más interesantes que hacer a su edad... Y no es que aprender no sea interesante, porque es lo que más humanos nos hace, pero no creo que aprender con miedo y a presión sea la forma. Que el discurso pedagógico dé repelús a algunos docentes es mal síntoma... Estamos para evaluar, y calificar, pero sobre todo para enseñar, y si se nos olvida que nada aprende el que no quiere, vamos a estrellarnos. Se puede aducir en contra de mi argumento que el Bachillerato no es obligatorio. Pero tampoco es obligatorio estar sano y si alguien va al médico y es un paciente complicado el médico no le debería negar la atención necesaria para motivarlo. Es por eso que se debería confiar en el docente para que haga diagnóstico y tratamiento, pero para eso ha de tener las manos libres y obrar en favor del educando, para formarlo, no para regalarle nada. Es ya emético que ser “flexible” se interprete como regalo. La flexibilidad es una cualidad de los que hemos de trabajar con personas, y más si están sin madurar. Y para eso no pueden los profesionales ver depender sus “viandas” del contrato privado, ni de la movilidad de la plaza, ni del “tótem” legislativo que cae sobre el profesorado que curso tras curso no sabe muy bien cómo cumplir la norma. ¿Cuánto alumnado ha pasado por el mismo sistema desde 1990 sin verse sujetos a un cambio de ley en su etapa formativa preuniversitaria? Hágase un pacto que asegure la prioridad de la enseñanza pública (qué otra cosa puede defender un Estado administrador de lo público) y en el que se dé la voz a expertos independientes con la suficiente honestidad personal e intelectual de no arrimar demasiado el “ascua a su sardina”.
Tampoco se puede esperar mucho del profesorado si todo lo que se sabe de ellos, por ciertas vías, es que trabajamos poco y mal, o se sacan a la luz (lo que imagino incluso es sancionable) respuestas vergonzantes de un examen de oposición en la prensa. Desde luego no sacaron el examen del personal que obtuvo plaza o buena nota. Es, en general, gente de una brillantez extraordinaria. No es incoherente ese “modo de desacreditar” con cierta práctica de “guerra cultural” que atrevería a calificar de rastrera. Selección de los mejores, por el mejor método plausible, y esa optimización debería incluir tanto lo académico como lo pedagógico. Solo a los que tengan algo que ocultar en uno de los dos pilares les podría parecer mal. La incompatibilidad no existe entre ambos frentes.
El debate educativo mediático se fragua en temas tan interesantes como la “Religión” en la Escuela (y sobre todo tan desenfocados, cosa que no acabo de explicarme porque pocas veces leo a expertos reflexivos sino a partes interesadas, anti-clericales o pro-clericales con cierto aroma finisecular del XIX), la enseñanza de las lenguas co-oficiales (como si las lenguas fueran armas en vez de instrumentos de diálogo), o las enseñanzas de ciudadanía (asunto que ya me ruboriza al tener que explicar que se trata simple y llanamente de ética-cívica común con los otros países europeos).
En esta hecatombe normativa, tal vez me queda el consuelo de lo que hablaba con algunos compañeros mucho más avezados que yo: que el currículo de Extremadura acaso pueda ser un oasis en el sistema educativo más fragmentario y divergente por autonomías que se haya visto. Ironías de la historia educativa de nuestro país...