Un “soberbio teórico” de la economía, que fue militante comunista y después ministro tecnócrata de Felipe González, estudioso de la obra de Piero Sraffa y autor de La crisis de la economía marxista (1982), inauguró la Navidad a gritos “en todo el planeta” el pasado 20 de noviembre. Lo hizo desde Vigo, ciudad de la que es alcalde desde 2007 y que en las últimas elecciones municipales le dio el 68% de los votos. Allí ha instalado 11 millones de bombillas led con motivos natalicios. La metamorfosis populista de Abel Caballero es una de las más formidables jamás registrada en la esfera política próxima.
“Soberbio teórico” fue la descripción que El País recogió de fuentes del PSOE cuando González nombró a Caballero (Ponteareas, Pontevedra, 1946) ministro de Transportes en julio de 1985. “En la línea de otros tecnócratas socialistas”, escribía el periodista, que no firmó la información. Su labor en el gobierno duró tres años, pero todavía esta semana presumía en El Hormiguero de haber instalado el AVE en España. En el mismo programa y a preguntas de Pablo Motos sobre su inglés fonéticamente macarrónico, aprovechó para recordar que se “manejaba” en esa lengua.
Y es que en la Universidad de Cambridge realizó, en los 70, su tesis doctoral: Inversión y cambio técnico en un modelo multisectorial de crecimiento. Integrado en el entonces clandestino Partido Comunista, miembro del consejo de redacción de la revista de Manuel Sacristán Materiales, sus preocupaciones teóricas ya se inclinaban hacia la escuela post keynesiana, la crítica de la teoría del valor de Marx y la divulgación de Sraffa. Este prestigioso economista italiano, amigo personal de Gramsci -a quien proporcionó libros, papel y lápices para escribir sus cuadernos en prisión-, huyó del fascismo para desarrollar su carrera alejado del marxismo en Inglaterra. Con ese currículum, varios cursos de docencia en Santiago de Compostela y el carné del PSOE desde 1980, Caballero aterrizó en el primer Ejecutivo de González.
Aquella socialdemocracia de la reconversión que The New York Times describió en el 82 como la de “jóvenes nacionalistas españoles” fue la escuela en la que se curtió ideológicamente el Abel Caballero actual. Aunque, para llegar a su histrionismo navideño y su localismo desbocado -repite “viva Vigo” en alta voz cada vez que puede, venga o no a cuento-, debió atravesar antes varios desiertos políticos. Cuando cesó como ministro, pasó varias legislaturas de diputado raso en el Congreso, a la sombra de las mayorías absolutas de su partido. El deber lo reclamó más tarde en Galicia, y fue candidato a la presidencia de la Xunta en 1997. En frente, Manuel Fraga, y en el BNG, Xosé Manuel Beiras. Ni su proverbial optimismo -en la última semana de campaña electoral, recuerdan algunos cronistas que la cubrieron, todavía explicaba a quien quisiera escucharlo que gobernaría en solitario- lo libró de su mayor fracaso electoral: obtuvo 15 escaños y, por primera vez, el nacionalismo gallego de izquierdas superó al PSOE en el Parlamento de Galicia. “De no haberme presentado yo, los resultados hubiesen sido peores”, justificó años después. Agotó la legislatura en la oposición y volvió, en 2001, a la universidad, esta vez a la de Vigo.
No perdió el tiempo. A sus clases sumó una repentina vocación literaria, y publicó cuatro novelas, todas con rasgos de thrillers históricos y vocación de best sellers, no del todo cumplida: La elipse templaria (2002), El hombre que tenía miedo al mar (2004), El inverno de las almas desterradas (2005) y La puerta amarilla (2006). Pero la política lo volvió a llamar, y Abel Caballero aceptó, inasequible al desaliento.
Vigo, Vigo, Vigo, y contra Feijóo
El primero de los gobiernos de Zapatero lo nombró presidente de la Autoridad Portuaria de Vigo, la considerada otra alcaldía de la ciudad. La utilizó, como es habitual, como plataforma de oposición a Corina Porro (PP), y en las elecciones de 2007, tras un acuerdo con el BNG, le arrebató el bastón de mando. Y el nuevo Caballero despegó. Con Francisco Vázquez, histórico regidor socialista de A Coruña proclive a prestar atención a los intereses inmobiliarios y ahora en posiciones de derecha dura, como modelo, en su siguiente mandato alcanzó el 34,4% de los sufragios. Exactamente la mitad de los obtenidos en 2019: el 68%, y 20 de los 27 concejales del pleno. En la oposición se sientan cuatro ediles del PP, dos de Marea de Vigo -coalición de Unidas Podemos y los nacionalistas de Anova- y uno del BNG. “Quiero superar el 70%”, avisa ahora Caballero.
Ningún analista acaba de tener muy claro los porqués del aplastante éxito electoral de Caballero. Los factores, en todo caso, son múltiples. El tecnócrata reconvertido en apóstol del viguismo dice ahora “admirar mucho” al presidente cántabro Miguel Ángel Revilla “por ser como es” y explica en la franja televisiva de prime time cómo decidió “superar” la decoración navideña de París, Nueva York y Londres. “Son 11 millones de luces led con un consumo eléctrico ni siquiera medianamente importante”, le aseguró a Pablo Motos en El Hormiguero. 30.000 euros, dice. Los debates cada vez más presentes sobre contaminación lumínica o gasto energético no parecen incumbirle.
Pero contra lo que pudiera parecer, no solo de la Navidad vive Abel Caballero. Su afición por los micrófonos abarca desde programas de consultorio municipal -lo mantuvo en su primer mandato en una televisión local- hasta la inauguración del centro comercial que alberga la nueva estación de trenes. Durante esta última, su exaltada intervención lo colocó de nuevo en las redes sociales: “¡Viva Primark, long life to Primark, viva Vigo!”. Se ha convertido en habitual de los late night shows y en Late Motiv, de Buenafuente, cuenta con su propio imitador. No duda en jugar al espectáculo televisivo y alimentar el personaje. Tampoco en dejar ver que, debajo, todavía respira el tecnócrata que una vez fue o el político que explota lo que entiende como agravios a su ciudad, tengan estos base real o no. Y aunque su papel en el Partido Socialista de Galicia dista de ser protagonista, su virulento enfrentamiento con Feijóo lo ha colocado a menudo como rival principal del presidente de la Xunta.
“Él tiene un proyecto de Galicia del que Vigo no forma parte. Si no atiende a mi ciudad, no dialogo con él. Quiere tener una foto conmigo, pero yo no quiero una foto con él”, contó en El Hormiguero sobre su relación institucional con Feijóo. El PP tiene dificultades electorales en Vigo, ciudad muy vinculada a los trabajos del mar -pesca, astilleros, conserva- y a la industria de la automoción. Y no solo cuando los comicios son municipales. Feijóo, con todo, no es su único antagonista. Otro, tal vez más significado dentro de la sociedad viguesa, es el presidente del Celta, Carlos Mouriño, con quien acumula desencuentros. El más sonoro, su negativa a los planes de la entidad para construir una ciudad deportiva y un gran centro comercial. El equipo acabó desplazando sus entrenamientos al ayuntamiento vecino de Mos.
Pero ni siquiera enfrentarse al presidente del queridísimo y popular equipo de fútbol de la ciudad le ha supuesto desgaste. Tampoco las críticas por algunas de sus obras, como el túnel bajo Alfonso XII, por la eternamente atrasada planificación metropolitana -en un área de concellos que supera el medio millón de habitantes- o por lo que la oposición de izquierdas -la más activa, Marea y BNG- denomina “arboricidio”. Sus defensores destacan cierto lavado de cara de la ciudad, las famosas humanizaciones, y la recuperación de la “autoestima colectiva”. Y, en última instancia, Caballero siempre podrá subirse al palco, a cualquier palco, y gritar “¡viva Vigo!”.