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Ansiedad electoral
Creo que aprieto los dientes. Nunca lo he hablado con mi dentista, pero estoy seguro de que aprieto los dientes. La tensión se me acumula en la mandíbula o detrás de los ojos. Nunca he necesitado gritar, ni aplastar cosas, ni golpear nada. Todo va directo a los músculos de la cabeza. Una amiga escritora me envía una foto de los dos en una feria reciente. Yo sonrío. Ella escribe, generosa, que mi sonrisa es bioluminiscente, que es una maravilla sonreír así. A mí me cuesta pensar, después de las últimas semanas, que pueda sonreír así: grande, luminoso. Dudo de si ese fue un gesto frenético, algo ajeno, o si realmente en aquel momento estaba feliz.
Hasta ahora se denominaba ansiedad electoral al modo en que las estructuras de los distintos partidos políticos ponían en marcha sus mecanismos de precampaña una vez se anunciaba la fecha de los comicios. Era un término que se aplicaba únicamente a sus deseos de victoria, al bombardeo constante sobre los ciudadanos, a la aparición de los primeros enfrentamientos y ataques (velados o explícitos) entre las distintas candidaturas. Pero esta vez es diferente. Mi sensación ahora es que la ansiedad electoral la padecemos los votantes, que estas elecciones han forzado hasta el extremo un contexto histórico con aroma a pólvora. Porque no es solo la posible llegada del fascismo la que me produce ansiedad, sino esta guerra, este impulso físico que, estoy seguro, estamos sintiendo la mayor parte de la ciudadanía: la sensación de que estamos más que nunca enfrentados.
Me empiezan a dar pereza el análisis y el sobreanálisis político inmediato, el columnismo tertuliano, el modo en que circulan masivamente entre la gente de izquierdas todos esos artículos sobre el voto útil, vídeos y memes desmintiendo o ridiculizando a la derecha… Demasiado barullo envolviendo lo que está en el centro de todo esto: el miedo. La fuerza del miedo.
En estas elecciones se acentúan dos tipos de miedo: el reaccionario y mentiroso y el miedo de los cuerpos. El miedo reaccionario tanto es usado para legitimar la reivindicación de los privilegios perdidos por parte de personas clasistas, racistas, homófobas y machistas, como se puede convertir en un miedo real cuando convence a alguien de los supuestos peligros de la diferencia, de la integración: hablo de okupas, menas, de políticos de ultraderecha que confunden la educación sexual con la pornografía… Por otro lado, el miedo de los cuerpos es aquel que sentimos los que creemos que, a lo largo de estos cuatro años, hemos vivido con mayor libertad, que hemos sentido verdaderamente que nuestras luchas han avanzado —en mayor o menor medida— en esta última legislatura. Este miedo no tiene que ver con regresar al armario, sino con saber que hay un sector de la población, perfectamente representado por las encuestas, que no nos quiere, que no ha tenido tiempo de ser educado para respetarnos o que, simplemente, quizá no supere nunca su odio reaccionario.
El otro día me tropecé con una canción que hacía mucho que no escuchaba. Norah Jones —que es a partes iguales mi guilty pleasure y mi safe place en los días de ansiedad desde hace tantos años— canta en un tema titulado My Dear Country: “But fear's the only thing I saw / and three days later it was clear to all / that nothing is as scary as election day” (“Pero lo único que vi fue miedo / y tres días más tarde estaba claro para todos / que nada es tan terrorífico como el día de las elecciones”). Su voz, que lleva más de una década haciendo que me sienta bien —una tarde en un pueblo sin amigos, una noche de indigestión durmiendo en un sofá en Berlín y esta última semana tras cada mentira proferida por Feijóo y asimilada por sus votantes— esa voz cálida traía consigo el terror.
Pase lo que pase dentro de una semana —ganemos o perdamos— mi sensación es la de que va a costar que todos nos relajemos de nuevo, que es de ilusos creer que agosto curará las heridas que se están abriendo estos días, que amainará el dolor. La ansiedad electoral me lleva a lugares tenebrosos, no me quita las ganas de luchas, pero las tensa como un arco, las llena con desconfianza hacia el otro. ¿Será suficiente en medio de toda esa oscuridad una sonrisa bioluminiscente?
Creo que aprieto los dientes. Nunca lo he hablado con mi dentista, pero estoy seguro de que aprieto los dientes. La tensión se me acumula en la mandíbula o detrás de los ojos. Nunca he necesitado gritar, ni aplastar cosas, ni golpear nada. Todo va directo a los músculos de la cabeza. Una amiga escritora me envía una foto de los dos en una feria reciente. Yo sonrío. Ella escribe, generosa, que mi sonrisa es bioluminiscente, que es una maravilla sonreír así. A mí me cuesta pensar, después de las últimas semanas, que pueda sonreír así: grande, luminoso. Dudo de si ese fue un gesto frenético, algo ajeno, o si realmente en aquel momento estaba feliz.
Hasta ahora se denominaba ansiedad electoral al modo en que las estructuras de los distintos partidos políticos ponían en marcha sus mecanismos de precampaña una vez se anunciaba la fecha de los comicios. Era un término que se aplicaba únicamente a sus deseos de victoria, al bombardeo constante sobre los ciudadanos, a la aparición de los primeros enfrentamientos y ataques (velados o explícitos) entre las distintas candidaturas. Pero esta vez es diferente. Mi sensación ahora es que la ansiedad electoral la padecemos los votantes, que estas elecciones han forzado hasta el extremo un contexto histórico con aroma a pólvora. Porque no es solo la posible llegada del fascismo la que me produce ansiedad, sino esta guerra, este impulso físico que, estoy seguro, estamos sintiendo la mayor parte de la ciudadanía: la sensación de que estamos más que nunca enfrentados.