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Feijóo y la adicción al típex

Ismael Ramos

17 de junio de 2023 22:21 h

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Cuando entro en el aula me esperan ya preparados. Bolígrafos en mano, mesas limpias de cualquier otro utensilio (papeles, rotuladores, típex…). Conocen las normas. Empieza el examen. Tienen 13 y 14 años. Siempre hay alguien que pregunta cuánto tiempo queda. Cinco minutos después lo repite el compañero de al lado. Prometo mantenerlos informados sobre la hora. Para unos, el tiempo va lento, para otros, rapidísimo. Están los que entregan el examen al principio y las que escriben rápidamente pero aguardan hasta el final para dármelo, repasando un par de veces, fingiendo interés por su propia obra, como si quedarse con la hoja en la mano durante los 50 minutos que dura la sesión fuese un ritual de buena suerte. Lo es. Me fijo también en los que escriben y escriben y uno duda, desde fuera, que vayan a llegar a algún lugar. Y, ya por último, aquellos que borran. Aquellos que borran tanto que parece mentira que les haya dado tiempo a escribir algo. De esos, de los que borran, debe ser también Feijóo.

El país lee con atención los 50 puntos del pacto entre el Partido Popular y Vox para el gobierno de la Comunitat Valenciana. Por primera vez empiezan a descubrir por España adelante de qué está hecho ese ser hasta ahora aparentemente inocuo que es Núñez Feijóo, lo que está dispuesto a hacer sin que le tiemble la mano. Para firmar ese medio centenar de intenciones, el Partido Popular tuvo que pasar la goma de borrar sobre la frontera imaginaria que los separaba de la ultraderecha. A Alberto, de niño, le debían gustar los borrones mucho más que las tachaduras. Pediría usar típex, lo exigiría. El problema del típex, se lo digo siempre a mis alumnos, es que deja un mal olor inconfundible y, con el paso del tiempo, acaba por desprenderse poco a poco, como quien arranca la piel seca del cuerpo de un reptil.

Entre las medidas pactadas, tres clásicos del Feijóo al que ya conocíamos bien en Galicia y que, imagino, debe de hacer las delicias de Vox. Primero, la ausencia total y absoluta de cualquier mención a la cultura, por más que Vicente Barrera vaya a ejercer de conseller además de vicepresidente. Se ve que todavía no tienen muy claro cómo empezar el asedio a las instituciones y programaciones a base de regionalismo casposo y el himno de Chayanne en repeat. ¡Pobre Chayanne torero! Segundo, la firme voluntad de acabar con cualquier proceso de normalización y dinamización de la lengua e identidad propias: “Eliminaremos las subvenciones a las entidades o asociaciones que promuevan los Països Catalans”. Que quede claro que España es otra cosa, que la integración supone la eliminación de la diferencia. Y tercero, “reforzaremos la inspección educativa para preservar la calidad de la enseñanza sacando la ideología de las aulas y permitiendo que los padres elijan la educación de sus hijos”.

A Feijóo —iba a decir que a Feijóo y a Vox, pero asumamos que ahora ya son públicamente la misma cosa— le cuesta entender que los hijos no son de sus padres y que los centros financiados con fondos públicos tampoco. Le cuesta respetar las libertadas individuales de los menores, las de las trabajadoras de la enseñanza y los procesos objetivos y democráticos que las han llevado a sus cargos. Pero nada de esto es nuevo. Me pregunto si, a partir de ahora, en la Comunitat Valenciana, ya que deciden los padres, se empezarán a crear guarderías, escuelas e institutos segregados por lengua e ideología. Imagino que no. Algo me hace pensar que no, que tampoco será eso lo que suceda.

El actual Partido Popular teme a las instituciones públicas y su autonomía, teme a la ideología de los que conforman el tejido cultural, plurilingüe —en el sentido más constitucional y menos globalizante de la palabra— y educativo de este país. Y por eso ha empezado a silenciarlos. Porque si las instituciones no son ellos, entonces no sirven, están deslegitimadas, deben cambiar. ¿Acabarán por hacer lo mismo con los niños llegada cierta edad? La pregunta no es retórica.

Feijóo es un experto en silenciar la diferencia, reduciéndola a aquello que tan asquerosamente llamó la vida de los demás cuando se oponía a la Ley Trans en el senado. A él le gusta el silencio. El borrón. El olor a típex. Hace casi un año escribía en este mismo diario sobre su llegada a Madrid y lo comparaba con un villano de Scooby-Doo, con una presencia fantasmal hecha de tela barata. Mantengo mi teoría. Con su disfraz cutre de buen gestor —¡hay que ver qué poco le ha durado!— Feijóo empieza ahora a actuar sin decir nada. Inicia el etnocidio en la Comunitat Valenciana. Se saca del bolsillo lentamente una mordaza. Está al fondo del aula y nadie lo ve, ni lo escucha, pero se acerca. ¿Alguien tiene el teléfono de Misterios S. A.? Es una emergencia.

Cuando entro en el aula me esperan ya preparados. Bolígrafos en mano, mesas limpias de cualquier otro utensilio (papeles, rotuladores, típex…). Conocen las normas. Empieza el examen. Tienen 13 y 14 años. Siempre hay alguien que pregunta cuánto tiempo queda. Cinco minutos después lo repite el compañero de al lado. Prometo mantenerlos informados sobre la hora. Para unos, el tiempo va lento, para otros, rapidísimo. Están los que entregan el examen al principio y las que escriben rápidamente pero aguardan hasta el final para dármelo, repasando un par de veces, fingiendo interés por su propia obra, como si quedarse con la hoja en la mano durante los 50 minutos que dura la sesión fuese un ritual de buena suerte. Lo es. Me fijo también en los que escriben y escriben y uno duda, desde fuera, que vayan a llegar a algún lugar. Y, ya por último, aquellos que borran. Aquellos que borran tanto que parece mentira que les haya dado tiempo a escribir algo. De esos, de los que borran, debe ser también Feijóo.

El país lee con atención los 50 puntos del pacto entre el Partido Popular y Vox para el gobierno de la Comunitat Valenciana. Por primera vez empiezan a descubrir por España adelante de qué está hecho ese ser hasta ahora aparentemente inocuo que es Núñez Feijóo, lo que está dispuesto a hacer sin que le tiemble la mano. Para firmar ese medio centenar de intenciones, el Partido Popular tuvo que pasar la goma de borrar sobre la frontera imaginaria que los separaba de la ultraderecha. A Alberto, de niño, le debían gustar los borrones mucho más que las tachaduras. Pediría usar típex, lo exigiría. El problema del típex, se lo digo siempre a mis alumnos, es que deja un mal olor inconfundible y, con el paso del tiempo, acaba por desprenderse poco a poco, como quien arranca la piel seca del cuerpo de un reptil.