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Feria: la búsqueda de un hogar
Este lector no ha podido dejar de ver en Feria, el relato de Ana Iris Simón, que es, sobre todo, un magnífico destilado literario de la propia experiencia y memoria, una discusión sobre la identidad española contemporánea y, supongo, de alguna forma, la búsqueda nostálgica, pero también esperanzada, de un lugar, o una patria. Heimat, diría Ernst Bloch.
De hecho, tomando pie en Feria está teniendo lugar un debate muy sintomático que parece interpelar tanto a la derecha, incluyendo la más ultra, que parece seducida por su gesto –leemos que Santiago Abascal la sigue en Twitter–, como a Daniel Bernabé o Manolo Monereo. Mientras unos la acusan de tener un discurso falangista o “rojipardo” otros hablan de una “izquierda sin tonterías”.
Sea como sea, Feria narra la discusión que una chica tiene consigo misma, antes de que sea tarde, para orientarse en la búsqueda de un hogar, de lo acogedor. Recorre el texto la percepción de que el origen –la familia, la clase social y el lugar: La Mancha– pueden entenderse como formas de una hierofanía.
Su éxito entre el público se debe a que toca una tecla sensible. Es un relato generacional, que pone sobre la mesa la experiencia, fallida en tantos sentidos, de mucha gente que ahora frisa los treinta años. Es la denuncia de las identidades liofilizadas, construidas sobre la censura del mundo de la vida del que se proviene. Recorre el texto el orgullo de clase y la crítica de las ilusiones de la clase media aspiracional. Esa identidad social fundada en las modalidades del ocio y el consumo que la autora, mujer de izquierdas, define en las entrevistas que da como “el modelo antropológico del neoliberalismo”.
Pero Feria también es una elegía por un mundo perdido, el de su infancia en el Campo de Criptana, y una discusión sobre el Ser de España, una renovación de la metafísica del 98 a la altura de los inciertos años veinte del siglo XXI. Sus juicios sobre la masculinidad y la feminidad forman parte de la discusión consigo misma acerca de las ideas recibidas en su particular medio social –el de la Malasaña “progre”– a las que pretende develar.
Decepción de las expectativas
Lo que narra Ana Iris Simón es la decepción de las expectativas. Las expectativas de una joven con una infancia feliz, nacida en un medio popular, hija de carteros, nieta de feriantes, del campo de Criptana, en La Mancha. Región que describe de un modo muy hermoso como un triángulo entre “la ausencia total de relieve, el Quijote y el viento”, pero también “esa tierra naranja”, “mancha de esparto”.
No es, por cierto, la primera generación que ve decepcionadas sus expectativas. Aquellos que hoy se acercan a la década de los cincuenta y que estaban intentando consolidar su posición social en los años primeros del siglo vieron cortar su futuro por la inmensa estafa que advino al mundo en 2008.
De repente, lo que para la generación de la Santísima Transición parecía el epítome de la vida pequeñoburguesa y conservadora –tener una familia, comprar un piso, un coche, una televisión, acceder a un cierto nivel de consumo y ocio– comenzó a aparecer como una propuesta revolucionaria: el capitalismo de nuestros días ya no está dispuesto a conceder, o no fácilmente, ese horizonte. En la segunda década del siglo XXI, la desigualdad aumenta y el ascensor social circula en sentido descendente.
Al segmento que tenía como plan de vida acceder a la clase media, lo que ahora se le ofrece es el precariado, envuelto en el celofán con el que la ideología cautiva a los incautos: toda esa jerigonza sobre la flexibilidad, la conveniencia de no fijarse a un trabajo de por vida, las bondades de andar saltando de “oportunidad” en “oportunidad”, etcétera. Esa astucia del capitalismo para que la gente viva en régimen de autoexplotación permanente y, encima, piense que eso es lo más sensacional del universo. No se puede ser más gilipollas.
En Un polaco en la Corte del Rey Juan Carlos –escribo esto de memoria– Manuel Vázquez Montalbán contaba la historia de un pastor de cabras analfabeto, creo que precisamente manchego, que en los años sesenta emigraba a una chabola del extrarradio de Madrid, pasaba más tarde a convertirse en obrero industrial, se afiliaba a CC.OO., tal vez también al PCE, y acabada de concejal de Izquierda Unida en alguna de las ciudades del sur de Madrid. Su hija, en el momento en el que escribía el libro, estaba estudiando periodismo. El libro fue publicado en 1996.
Ese espejo invertido del presente era la norma del momento. Era el sueño español hecho realidad después de la muerte de Franco. No solo se trataba del advenimiento de las libertades, de la explosión de nuevos estilos de vida después de la grisura franquista, sino también de una promesa cumplida de ascenso social. Esa promesa es la que la España del boom inmobiliario y del dinero fácil –fácil para algunos– traicionó. Los salarios ya habían comenzado a bajar a finales de los noventa, pero fue una regresión disimulada por la extraordinaria burbuja económica en la que tuvo mucho que ver una mano de obra inmigrante que comenzaba a llegar para trabajar en el servicio doméstico o debajo de los mares de plástico de Huelva, Murcia o Almería.
Pérez Galdós apuntó en una ocasión que “España estuvo a punto de volverse tonta”. Es una observación y una pregunta que puede uno volver a hacerse: no solo “¿cuándo se jodió, Zavalita?”, sino también “¿cómo se jodió?”. La crisis del 2008 supuso un salto cualitativo: estuvo a punto de hacer quebrar España y, si bien los bancos recibieron enormes sumas de dinero, con el paraguas del BCE, por aquello de que son la sangre del sistema, a cambio los de abajo se vieron abocados a entrar en una espiral de desasosiego e inseguridad.
La confianza en el futuro fue sustituida por el miedo, y ahí se iniciaron las fallas en el sistema de partidos cabalgando sobre ese pavor. Podemos y las Mareas intentaron reaccionar a la lógica del capital. Pero, años más tarde, llegó la ultraderecha, para incitar la ira, no contra los causantes del desastre, sino contra los que lo sufren. Clasismo, racismo, nacionalismo “nativista” español. Nada nuevo. El huevo de la serpiente, aunque no sé exactamente de qué clase de serpiente, ni qué nombre hay que ponerle. Pero ya saben de qué hablamos.
Feria gira sobre esa experiencia. La del derrumbe de la confianza en el futuro a manos del capitalismo financiero. De ese punto parte la crítica a las ensoñaciones de la clase media aspiracional y su volver la espalda a sus orígenes de clase. Ana Iris Simón hace la crítica del “sueño capitalino” que no es exactamente igual que la del “sueño del capitalismo”, pero que convergen. De lo desastroso que es vivir en pisos compartidos (coliving: siempre un anglicismo para darle prestigio a la vida cutre) y subordinar la vida a la persecución de un ideal cool de ocio y consumo. Esa que consiste en “Tienes 32 años, cobras mil euros al mes, compartes piso y las muchas cosas que tienes que hacer antes de supuestamente asentarte son ahorrar durante un año para irte a Tailandia, comerte una pastilla y hacerle arrumacos a tus colega. Somos pobres con Netflix y iPhone”.
Curiosamente, Ana Iris Simón, que tiene razón en muchas de las cosas que cuenta, que en sus intervenciones públicas insiste en desnudar el modelo antropológico y cultural del neoliberalismo y que, desde luego, ilumina la escena denunciando un gran lote de ficciones con gran capacidad de embaucar, apenas si dedica esfuerzo, en el texto, a la comprensión del mecanismo. Pérez Galdós o Rafael Chirbes tienen más mordiente. Pero, naturalmente, no tenía ninguna obligación de hacerlo.
Elegía
Parte de la eficacia de Feria radica en que es difícil no simpatizar con el tono elegíaco, o con el elogio y vindicación de La Mancha. Ana Iris Simón cuenta un “cuento de hadas” familiar, dicho esto no como crítica, sino como aplauso. De hecho, todos, creo –¿o estoy equivocado?–, estamos necesitados de lo que Steiner llamó “presencia real”, el descenso de lo sagrado en la vida cotidiana. Pero el capitalismo tiende a socavar el amor, el sentido de arraigo profundo, tanto como el realismo mágico, la percepción de que lo que nos rodea, los puestos de la feria, el olor a pólvora y a algodón de azúcar, una familia comunista que se reúne en un local denominado La Sede, está tocado por la luz de lo maravilloso.
No pueden estar más separados de ella en casi todo, pero, siendo gallego, no puedo dejar de traer a colación a Otero Pedrayo y Álvaro Cunqueiro que, por una singular afinidad, podrían compartir con ella el primero, su sentido crepuscular; el segundo, la afinidad por lo maravilloso. Ante un mundo que se desvanece la literatura opera como una suerte de transfiguración. Es el poder de las palabras que, como una suerte de señal, nos indican que “este mundo existió”. No por azar, un amigo me soltaba esta boutade: “Feria es nacionalismo gallego-manchego”.
El modo en que habla de sus padres, él “viviendo entre historias”; ella, Ana Mari, una “expansión del universo”; y en que lo hace del abuelo Vicente y del tío Hilario, y de las abuelas María Solo y Mari Cruz, del amor a su hermano y a todo su linaje, pero también a las amigas, y al conjunto de su tribu, tiene el tono mágico de quien ha sido seducida por el encanto de lo real. Feria tiene algo de cántico espiritual. La decepción de las expectativas que le ha tocado vivir no conduce a Ana Iris Simón a la angustia, sino al retorno lírico a la tierra natal –y a la decisión más pragmática, según leemos en la prensa, de trasladarse a vivir de Madrid a Aranjuez, que no es una aldea, pero acaso es más humana–.
Algunos lectores quieren interpretar esta retirada como si fuera la alternativa que Ana Iris Simón propone al histérico y superficial capitalismo neoliberal que encuentra en las grandes urbes la energía que demanda para su combustión. Si eso fuese así, en efecto, Feria propondría un mensaje regresivo. Pero creo que, aparte de que Feria no es un tratado de lógica, sino, más bien, una fotografía existencial, Ana Iris Simón, está dando cuenta, simplemente, de la inconveniencia, para ella en particular, y no en general, de seguir siendo uno de eses tiburones que emigran a Madrid, el lugar en el que se cortan todos los bacalaos, con un cuchillo en las fauces para abrirse camino. Esa ciudad posee magníficas iridiscencias, pero el sacrificio que demanda no compensa las contrapartidas que da: ese parece ser el juicio de Ana Iris Simón.
Discusión sobre España: resignifícame eso, si puedes
A este lector le llamaron la atención dos referencias de Ana Iris Simón –aparte, naturalmente, de la de Ledesma Ramos–. Una al libro de Diego Díaz Alonso Disputar las banderas. Los comunistas y la cuestión nacional, en el contexto de una conversación con su padre, comunista e hijo de comunista, sobre la posibilidad de resignificar los símbolos –en realidad, muy precisos símbolos– defendida por ella, su hija. “¿Cómo se iban a resignificar si los que llevaron a tu abuelo al exilio se llamaban nacionales y ondeaban esa misma bandera?”, dice el padre, haciéndose portavoz de su propia experiencia, hoy en consunción biológica. ¿En consunción ? ¿O no?
El escritor asturiano Xandru Fernández escribe en un artículo, 'Cómo han crecido', esto: “En España, la sociedad observada no ha tenido nunca demasiados problemas para creerse cosmopolita e integradora, como si el racismo fuera un problema de otros. No solo es ceguera histórica: ni la expulsión de los judíos ni la Gran Redada contra los gitanos constituyen ningún trauma nacional, por no hablar de una Reconquista idealizada, deliberadamente concebida como un parque temático islamófobo, o de la conquista de América, esa masacre elevada a santo y seña de la Hispanidad. Resignifícame todo eso, si crees que merece la pena”.
Ese “resignifícame eso, si puedes”, constituye el problema de una tradición democrática y, de un modo más limitado, de una izquierda, que en la Transición –y esto no implica quitarle méritos– tuvo que dejar fuera, en la puerta, sin poder entrar, a la Revolución Comunera y a Rafael del Riego y el Trienio Liberal –ya se ve la cascada de actos que conmemoran sus centenarios en 2020 y 2021– y ya no digamos a Fermín Galán y García Hernández. Por no hablar del republicanismo federal, el pasado tal vez con más futuro. Una tradición democrática que tuvo que poner en sordina, o directamente silenciar, los símbolos, que también lo eran del republicanismo, de su lectura de la Historia de España.
Lo cierto es que la versión de la historia en uso es la que consiste en extender un paño sobre todas aquellas luchas y aspiraciones que son incómodas para el presente. El curioso puede consultar El relato de España, de Manuel Artime para ilustrarse sobre las Españas alternativas que quedaron a un lado por las necesidades de guion de la Transición. Eso, repito, no significa condenar la Transición, sino ponerla en perspectiva histórica. Al final, siempre es la correlación de fuerzas la que decide.
Otra cita curiosa es la del poema de Gabriel Aresti 'Defenderé la casa de mi padre', que en realidad se denomina 'Nire aitaren etxea', y pertenece al libro Harri eta Herri, –Piedra y Pueblo–. Escrito en 1964 es una defensa de la singularidad de Euskadi, que funciona en Feria como un himno universal de fidelidad al origen. “Ese árbol lo plantó mi abuelo y pa mí es la sombra (...) y, si algún día falta, llevaré allí a mis hijos y les contaré quién lo plantó y quién lo regó cada semana”.
Sí. Feria parece ser un libro de izquierda identitaria. Lo que intenta Ana Iris Simón es darle una voz afectuosa y familiar a un orgullo de clase y, a la vez, dejar constancia de un modo de vida que, más que desaparecer, muta en algo que lo deja irreconocible. Todas las generaciones tienen que enfrentarse a la desaparición de un mundo. Es un sentimiento de pérdida que Ana Iris Simón percibe, se me ocurre, muy temprano. Tal vez porque la atmósfera lo facilita: las circunstancias políticas oscilan ente una renacida visibilidad de la España vacía y la percepción, que supongo influye en el repunte del nacionalismo español, de que hay algo que está en peligro o que se está yendo.
El diván del psiquiatra
La sobreactuación y el repliegue nacionalista suceden habitualmente en los momentos de reflujo, precisamente cuando la decepción de las expectativas hace que la esperanza de progreso abandone el escenario. España vive dentro de ese ciclo. Ana Iris Simón, criada en una familia comunista, parece intentar un modelo de identidad nacional española de izquierdas. O al menos, esa es una de las discusiones que el libro, significativamente, ha generado más allá del propio texto. En particular, se registra en una parte de la izquierda una cierta ansiedad y el deseo de retorno a una identidad fuerte anclada en la cultura española frente a la globalización. Algunos llegan a hablar de un neocasticismo.
Daniel Bernabé y Manuel Monereo, por ejemplo, son gente que cree que hay que disputarle a la derecha, sin miedo, la idea de nación. El primero ha escrito un libro sobre lo que llama La trampa de la diversidad, en contraposición a la búsqueda de una identidad común de las víctimas del capitalismo –la nostalgia de la clásica identidad de clase– que ha merecido la respuesta de un interesante artículo de Alberto Garzón. Monereo, mientras, propone una izquierda soberanista española, antiglobalista, que articule un proyecto nacional-popular. Los dos sientan, por así decirlo, la relación de la izquierda con España en el diván del psiquiatra. Es como si resonara en el debate suscitado el eco de lo que Gramsci llamó cultura nacional-popular y la lucha por la hegemonía. La defensa de la tradición, incluso de la religión, del comunitarismo frente al individualismo, son piezas para armar esa identidad, pero, en el caso de Ana Iris Simón, lo que hace eficaz su posición no es su visión ideológica, más o menos artificiosa, sino la autenticidad de la vivencia de su experiencia y su estilo y su arte.
Este lector no ha podido dejar de ver en Feria, el relato de Ana Iris Simón, que es, sobre todo, un magnífico destilado literario de la propia experiencia y memoria, una discusión sobre la identidad española contemporánea y, supongo, de alguna forma, la búsqueda nostálgica, pero también esperanzada, de un lugar, o una patria. Heimat, diría Ernst Bloch.
De hecho, tomando pie en Feria está teniendo lugar un debate muy sintomático que parece interpelar tanto a la derecha, incluyendo la más ultra, que parece seducida por su gesto –leemos que Santiago Abascal la sigue en Twitter–, como a Daniel Bernabé o Manolo Monereo. Mientras unos la acusan de tener un discurso falangista o “rojipardo” otros hablan de una “izquierda sin tonterías”.