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Los millennials no deben enamorarse

Ismael Ramos

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Busco: “los millennial ya no se enamoran 2023”. Añado el año por si es de ayuda. Después hago scroll. Página siguiente. Scroll otra vez. Me fijo en las búsquedas relacionadas: “Me deja y quiere ser mi amigo”, “mi amigo con derechos me ignora”, “la juventud le tiene miedo al compromiso”, “mi amigo con derechos me habla todos los días”, “de amigos con derechos a novios”, “por qué un hombre solo quiere ser tu amigo”, “mi amigo con derechos me abraza”. No encuentro lo que buscaba, pero, de algún modo, el algoritmo incorpora los miedos y los prejuicios del mundo. El algoritmo no somos nosotros, sino nuestras palabras. El algoritmo no contiene la zozobra.

Hace días —quizás semanas— vi que varias de las personas a las que sigo en Instagram difundían el fragmento destacado de un artículo. Juraría que era una “carta a la directora”, pero eso ahora no importa demasiado. El caso es que la gente que lo compartía debe de tener más o menos mi edad y el título y el contenido del texto perdido se podrían resumir perfectamente con esa búsqueda de Google desesperada e infructuosa: “los millennial ya no se enamoran 2023”. Lo sorprendente para mí no es creer que alguien pueda pensar que los millennial no se enamoren, sino que sean ellos mismos quienes den crédito a una afirmación tan ridícula.

Cosas como esta hacen que esté cada vez más seguro de que la etiqueta millennial no designa a un segmento de la población de una edad determinada, sino que ha dado en convertirse en mal contemporáneo, un state of mind, una herramienta más con la que desmovilizarnos. Las emociones millennial son siempre presentadas como más complejas que las demás, menos fuertes, fruto de no sé qué ruptura irreconciliable con el mundo. Esta complejidad aislante, esta voluntad férrea por parte de otros discursos de segregarnos, se convierte rápidamente en una oportunidad para la manipulación y también, por qué no, para la indulgencia. A veces somos y sentimos lo que nos dicen que sintamos. De hecho, ni siquiera nuestra nostalgia es nuestra. Porque todo esto tiene que ver con un discurso ficticio en torno al amor. O incluso únicamente con la palabra amor. Cuatro letras.

Escuchaba hace poco a la poeta Claudia González Caparrós —una de las personas a las que conozco que mejor ha pensado el deseo desde la literatura— hablar sobre que era necesario resignificar la palabra amor. Citó entonces títulos como La belleza del marido (2001) de Anne Carson o Pura pasión (1993) de Annie Ernaux. En ambos casos, la perspectiva liberadora de sus autoras trastoca por completo cualquier idea estereotipada sobre el enamoramiento. En el caso de Carson, una mujer divorciada busca y encuentra belleza en la narración del desmoronamiento de su matrimonio. Ernaux se entrega al relato de la locura, plasma la ansiedad —en ocasiones hasta placentera— que nos produce la incerteza ante el propio deseo y el misterio del otro. Hace dos, tres décadas —muchas más, en realidad— obras como estas nos demostraban que nadie creía ya en la idea del amor como algo inmutable. Pero entonces, ¿por qué nos persigue su fantasma estos días? ¿Por qué nos quieren convencer de que los millennial no deben enamorarse? O no saben, o renuncian.

Escribo desde Sevilla. Una guía turística nos cuenta cómo Carlos V se casó en esta ciudad a las ocho horas de conocer a su prima Isabel de Portugal. Construye alrededor de ellos una historia marcada por el flechazo, una mirada, un instante, una tarde a orillas del Guadalquivir. Yo, en cambio, no tardo en pensar en el día siguiente, en las semanas que vinieron, en los años de después. Nunca una emoción fue sencilla. Nunca nadie ha descrito con exactitud su mecanismo, la forma que cobra ante los envites inesperados o el desgaste. Por la contra, conozco varios manuales sobre cómo escribir novelas.

Entiendo entonces que lo que molesta es la visibilización de las nuevas dinámicas afectivas y la denuncia de la falsa efectividad de los viejos relatos. Y digo relatos, ojo, porque las dinámicas han estado siempre ahí, de un modo u otro. Es evidente que si nos permitimos sentir con mayor libertad, surgirán con más frecuencia nuevos escenarios, nuevos modos de nombrar lo que se nos arremolina en la boca del estómago y empuja hacia delante, como si quisiera desgarrarnos el hueco entre las costillas.

Me queda mucho por leer para poder responder a alguna de las preguntas que me sugería el algoritmo de Google. A estas alturas, ni siquiera estoy seguro de que haya existido tal artículo hater, pero sé que están todavía ahí tales prejuicios, tal reduccionismo. Castelao firmaba el clásico del teatro gallego Os vellos non deben de namorarse [Los viejos no deben enamorarse] en 1941. El título se lee como una advertencia sobre lo peligroso de las pasiones en el último tramo de la vida. Los tres ancianos protagonistas hablan ya como esqueletos en el epílogo de la obra. Se lamentan, dicen, por sus malas decisiones. Yo creo que quizás lo hagan por no poder empezar de nuevo, cambiar de errores, sentir otra vez.

Vuelvo a abrir la pestaña del buscador, sigue ahí “mi amigo con derechos me abraza”. Pienso en todas las veces que un abrazo lo habrá roto todo. Un movimiento hacia delante. El scroll es eterno, el amor, infinito.

Busco: “los millennial ya no se enamoran 2023”. Añado el año por si es de ayuda. Después hago scroll. Página siguiente. Scroll otra vez. Me fijo en las búsquedas relacionadas: “Me deja y quiere ser mi amigo”, “mi amigo con derechos me ignora”, “la juventud le tiene miedo al compromiso”, “mi amigo con derechos me habla todos los días”, “de amigos con derechos a novios”, “por qué un hombre solo quiere ser tu amigo”, “mi amigo con derechos me abraza”. No encuentro lo que buscaba, pero, de algún modo, el algoritmo incorpora los miedos y los prejuicios del mundo. El algoritmo no somos nosotros, sino nuestras palabras. El algoritmo no contiene la zozobra.

Hace días —quizás semanas— vi que varias de las personas a las que sigo en Instagram difundían el fragmento destacado de un artículo. Juraría que era una “carta a la directora”, pero eso ahora no importa demasiado. El caso es que la gente que lo compartía debe de tener más o menos mi edad y el título y el contenido del texto perdido se podrían resumir perfectamente con esa búsqueda de Google desesperada e infructuosa: “los millennial ya no se enamoran 2023”. Lo sorprendente para mí no es creer que alguien pueda pensar que los millennial no se enamoren, sino que sean ellos mismos quienes den crédito a una afirmación tan ridícula.