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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

La violencia machista te arrastra a la intemperie

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“Pasé semanas sin dormir. Metía un tenedor bajo la pierna por si me daba el sueño”. “A mi amiga la violaron en la calle dos veces”. “Él me encerraba en casa con llave. Dejaba facturas sin pagar y no aparecía”. “Yo era su esclava, pero no podía marcharme, ¿a dónde iba con dos hijos y sin dinero?”. “De día eres capaz de hacer cosas, pero al llegar la noche pierdes la esperanza”.

Todas las mujeres tienen nombre y muchas un lugar propio, íntimo y seguro, en el que habitar, un derecho legal, físico y social. Pero, en ocasiones, prefieren mostrar instantáneas anónimas de su historia. Dejan rastros en el camino para otras sin exponerse a más violencia y ceden su voz para que se conozca que lo invisible existe, es real y se tolera.

Las frases que guían este texto son testimonios de mujeres en situación de sin hogar. Muchas no duermen en el espacio público y, sin embargo, experimentan una exclusión residencial grave, incluso bajo un techo.

Las tipologías ETHOS (European typology of homelessness and housing exclusion) describen cuatro formas de sinhogarismo: sin techo, sin hogar, con vivienda insegura o con vivienda inadecuada. Quien vive en la calle representa la punta del iceberg de un problema estructural. Se calcula que en ese estado más evidente a la mirada de la sociedad y de las administraciones, la población femenina supone ya casi uno de cada cuatro casos (el 23,3%, cifra 3,6% superior a hace una década). Pero quien acaba en un alojamiento inseguro expuesta al abuso, en la infravivienda, en camas prestadas o va de sofá en sofá, constituye también una persona sin hogar con todas las quiebras sociales, emocionales, sanitarias y administrativas que comporta. Y ahí hay más mujeres que hombres, aunque no computen de igual modo en los registros estadísticos.

Existe un vínculo estrecho entre el sinhogarismo femenino y la violencia machista. Como mínimo, seis de cada diez mujeres sin hogar la consideran causa directa de su situación y por lo menos siete de cada diez acaban atravesándola. No se trata solo de violencia física. Es violencia psicológica, sexual, económica. Las variables de género dominan la ecuación de la exclusión social severa. El concepto feminización de la pobreza subraya que las circunstancias asociadas a la precariedad afectan de manera singular a las mujeres. También la gentrificación de los barrios y el escaso freno a la especulación inmobiliaria y a la burbuja de los alquileres.

A veces deriva de ser cuidadoras, mujeres con hijos, expulsadas de un mercado laboral ineficaz e irreconciliable con la crianza, obligadas a soportar maltrato o a recurrir a toda su red de contactos para evitar la calle, con el miedo a perder la custodia, sobreviviendo a la explotación y a las agresiones. Es violencia institucional la que lo permite.

“Dormía en casa de un conocido. Le hacía favores a cambio”. “No me hablo con mi familia, nadie me ayudó, pensaban que yo era la culpable de que mi marido me tratara tan mal”. “Empecé a beber, enfermé del riñón y no puedo trabajar, no tenía dinero para otra cosa”. “Era muy joven, veinte años, cuando servicios sociales se llevó a las niñas. Acabé de prostituta. Tuve otro hijo que ahora está preso”. “Yo fui una chica normal hasta que se me juntaron los problemas”. “Encontré a mi hija muerta en la casa cuando volví de trabajar. No salí de la cama en mucho tiempo. El padre desapareció del mapa. Me echaron del piso porque no lo podía pagar”. “Me junté con uno para no estar en la calle, pero si venía con otras, yo tenía que marcharme”.

Vivir en el espacio público representa el último escalón de muchos desgarros anteriores que se acumulan. Cuando las mujeres se ven abocadas a esa intemperie, la exposición se vuelve brutal. El 60% sufren delitos de odio y, como mínimo, una de cada cuatro tiene que sobreponerse a violaciones sexuales. Es violencia machista, a pesar de que no todas las veces aparezca en las estadísticas, al no ocurrir siempre dentro del marco de la pareja heterosexual. Pero la realidad de la calle hace que en ocasiones soportar la violencia de un solo hombre parezca la única alternativa a sobrevivir a la violencia de todos. “Así por lo menos solamente intenta matarme uno”.

Como todo hecho sociológico, la falta de un hogar es multifactorial y encuentra como solución inicial una vivienda segura. En este sentido, el housing first se presenta como una metodología de intervención social que rompe con el modelo de atención tradicional al proporcionar un alojamiento autónomo y estable. Se aplica en determinadas ciudades españolas. En algunas, Madrid o Mallorca, ya de manera estacionaria, a pequeña escala, como política propia con licitaciones, y en otras, como A Coruña, la única en Galicia, por convenio. Con una inversión similar a la que suponen albergues y centros de acogida, el dolor físico, las agresiones, la ansiedad y la depresión disminuyen, mientras la permanencia en un lugar aumenta significativamente, con un nivel de estabilidad del 96% después de dieciocho meses.

Pero en el caso de las mujeres domina la variable de género que condiciona la evolución vital y la propia salida del sinhogarismo, con recursos pensados para hombres que se muevan sin familia, aunque la tengan (de media, la mitad de las personas en esta situación es padre o madre).

Hay algo roto y reconstruido mil veces en la mirada de las mujeres que han perdido su hogar, la piel curtida por las fracturas físicas y emocionales y la extrema incertidumbre surcada en la expresión, como nos sucedería a todas. No habrá un cambio profundo si continuamos considerando el machismo y su devenir violento un asunto únicamente performativo que puede transformarse con maneras de masculinidad nuevas, cuando se trata, sobre todo, de una cuestión estructural de poder con múltiples tentáculos. Este hecho cruza también el derecho a una vivienda digna y segura para las mujeres y puede ser modificado.

“Voy a cumplir sesenta y cinco años. No veo a mis hijas desde que eran pequeñas. Mis amigos están muertos. Yo también debería estar muerta, pero quisiera que me diesen una última oportunidad”. “Entré en un programa de acceso a vivienda y apoyo y siento que yo también tengo una vida”. “Me gustaría empezar de nuevo hace mucho tiempo. Con ayuda creo que soy capaz de conseguirlo”.

“Pasé semanas sin dormir. Metía un tenedor bajo la pierna por si me daba el sueño”. “A mi amiga la violaron en la calle dos veces”. “Él me encerraba en casa con llave. Dejaba facturas sin pagar y no aparecía”. “Yo era su esclava, pero no podía marcharme, ¿a dónde iba con dos hijos y sin dinero?”. “De día eres capaz de hacer cosas, pero al llegar la noche pierdes la esperanza”.

Todas las mujeres tienen nombre y muchas un lugar propio, íntimo y seguro, en el que habitar, un derecho legal, físico y social. Pero, en ocasiones, prefieren mostrar instantáneas anónimas de su historia. Dejan rastros en el camino para otras sin exponerse a más violencia y ceden su voz para que se conozca que lo invisible existe, es real y se tolera.