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Cuando el cáncer corre más que la burocracia: el miedo de Laura a que su eutanasia no llegue a tiempo

Luís Pardo

10 de noviembre de 2024 21:45 h

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“Yo siempre quise morir joven y bien. Lo pedí: joven y bien. Y se me está cumpliendo”. Sentada en la butaca de su habitación, en la unidad de paliativos del hospital Meixoeiro de Vigo, Laura Fernández habla con una convicción y una calma que impresionan. Su tono de seda, algo ralentizado por los calmantes, trasluce una voluntad de hierro y un humor que no perdió el filo. “Nunca quise llegar a los 90 años. Y eso que la gente te dice: 'Bueno, pero si llegas bien...'. ¡Joder, a los 90 nunca llegas bien, no me toques las narices!”. Laura ya sabe que ella no va a pasar de los 67. Tras casi dos décadas militando en Derecho a Morir Dignamente (DMD), y después de una “vida plena” solo espera ahora poder ponerle “el broche final” de la eutanasia. Su única preocupación: que el cáncer se la lleve antes y no poder decidir cómo será “su último viaje”. Para quienes, como ella, conservan la lucidez hasta el final, la Xunta no permite atajos.

Esta primavera, a Laura le diagnosticaron un melanoma uretral “grave”, un tipo de tumor “muy raro” con “probabilidades de curación mínimas”. Esta activista vecinal, que trabajó durante más de veinte años como administrativa en la Sanidad, decidió no tratarse con quimioterapia, radioterapia ni cirugía mientras su cuerpo “estuviese bien”. “Con mi cuerpo siempre tuve una relación muy buena: cuando algo me duele, trato la zona como si tuviese un bebé ahí y el cuerpo responde. Es una pasada”. Esta vez, la conversación fue diferente: “Si no puedes ponerte bien, no sufras mucho”, le dijo. Con sus médicos, habló de tiempos: “les dije que me iba a tomar unos meses para organizar mi vida y que en septiembre hablábamos”. Como para entonces seguía bien, decidieron darse otros 90 días, hasta diciembre. Pero el cáncer tenía otros planes.

“A partir del 20 de octubre empiezo con infecciones de orina muy preocupantes”. La tratan con antibióticos y, pese a una mejoría inicial, el 24 llegan unos dolores abdominales tan fuertes que incluso le “impiden respirar”. Esa noche se va a urgencias. Las pruebas descubren que hay metástasis en el hígado y otros órganos. Tras amanecer en observación, repiten la ecografía y el diagnóstico se confirma. “Como en mi historia pone que rechazo el tratamiento, me preguntan qué quiero hacer y digo paliativos”. El viernes 25 por la noche la trasladan a esa unidad. Cuando llega, Laura lo hace ya con la intención de solicitar la eutanasia, pero le va a tocar esperar.

“Los médicos no vinieron hasta el martes”, cuatro días después. “Me dijeron que se iban a informar y que al día siguiente hablábamos, porque tenían dudas”. Las resolvieron rápido: el miércoles 30 hizo la primera solicitud. Firmaron ella y la médica responsable, a la que define como “una mujer extraordinaria”. Laura se deshace en elogios para el equipo de paliativos. “Es, como mínimo, lo mejor que tenemos en Galicia”. Allí le han quitado el dolor a base de parches de fentanilo, pero no la fatiga. “Estoy físicamente agotada, noto que no puedo con el cuerpo”, relata mientras se apoya en la almohada que ha tendido sobre su regazo. “Hoy estoy un poco mejor, pero ayer estuve fatal. Con esta infección en la zona pulmonar nadie puede garantizar que no me vaya a quedar en coma de un día para otro”.

La falta de un camino corto

La ley de eutanasia obliga a solicitar dos veces la ayuda para morir, con un margen de quince días entre ambas peticiones para despejar cualquier duda. La Xunta admite que todo el procedimiento dura un tiempo “mínimo” de unos 40 días. En ese lapso, en 2023, fallecieron 14 de los 38 solicitantes de eutanasia en Galicia, la mitad de los que decidieron seguir el proceso hasta el final. Y eso es lo que Laura no quiere.

“Yo hablo con las médicas todos los días, saben que soy militante de DMD desde hace muchísimos años y que lo tengo claro... pero me dicen que hay que esperar”. Según relata, las facultativas trasladaron su demanda a “responsables” sanitarios, pero la respuesta fue siempre la misma: “que no se podía”. “Como en todas las leyes hay sus recovecos para esquivar cosas, tengo entendido que se puede acortar en un caso como este: casos en los que el paciente está totalmente seguro”.

Pero la Xunta no lo ve así. Pese a que no quiere entrar en el caso particular de Laura, la Consellería de Sanidade responde que “con carácter general, no existe ningún procedimiento abreviado para la prestación de la ayuda a morir, sino que existe un único procedimiento para aplicar cuando el paciente conserva la capacidad de la toma de decisión”.

Esa lucidez es clave, ya que la Ley Orgánica de Regulación de la Eutanasia (LORE) asegura en su artículo 5: “Si el médico responsable considera que la pérdida de la capacidad de la persona solicitante para otorgar el consentimiento informado es inminente, podrá aceptar cualquier periodo menor que considere apropiado en función de las circunstancias clínicas concurrentes, de las que deberá dejar constancia en la historia clínica”.

Sin embargo, ese seguidismo de la norma es, a día de hoy, insostenible para DMD. Sobre todo porque, según aseguran, varía según el territorio del Estado en el que se aplique. “Una vez más, nos encontramos con una desigualdad entre comunidades, en este caso muy grave porque se trata del ejercicio de derechos fundamentales”, responde desde Madrid el doctor Fernando Marín, presidente de la asociación en la capital y miembro de la directiva federal. “Si otras comunidades responden con eficacia, ¿por qué Galicia no?”, se pregunta, sobre todo al estar hablando “de muy pocos casos” cada año. Según Marín, desde el momento en que el presidente de la Comisión de Garantías y Evaluación está informado de la solicitud, “debería intervenir y facilitar la tramitación”. Para él, una respuesta del tipo “así son las cosas, vuelva usted mañana” es “una reacción inadmisible en 2024”.

Todo empezó con Ramón Sampedro

“La LORE es tan garantista que provoca estos obstáculos, por eso hay que mejorarla, y mucho. Si para mí no llega, espero que haya un movimiento que reivindique que esto no puede pasar: la gente no puede morir esperando la eutanasia cuando las cosas están bien hechas”. Y ahí, Laura también señala al gobierno gallego: “Cada autonomía es de un partido, unos tienen más interés y otros menos... y no puede ser que nosotros seamos los últimos”.

A quien descarga de cualquier responsabilidad es al equipo médico que la atiende. “Ellas saben que, para mí, como militante de DMD, la eutanasia es importantísima”, asegura, y por eso añade: “Me garantizaron que, si no llega, me darían una sedación”. La diferencia, para ella, es una cuestión de tiempo. “Con la eutanasia digo cuándo, dónde y cómo quiero morir y me lo hacen de una forma rapidísima. Es parecido a una anestesia total antes de una operación. Tú escuchas: 'Ponle fentanilo...' y ya nada más”. Sin embargo, la sedación requiere un proceso mucho más largo. “Pueden ser horas, o incluso días”.

Cuando se le pregunta cómo empezó a militar en la defensa de la muerte digna, Laura contesta rotunda: “A través de Ramón Sampedro”, el activista que abrió el debate sobre el suicido asistido en España e inspiró la película Mar adentro. “Me parecía imposible que le hiciesen esa putada a un hombre que tenía una cabeza tan lúcida pero no tenía cuerpo”. Sampedro quedó tetrapléjico tras un accidente en la playa de As Furnas (Porto do Son). Treinta años después bebió cianuro a través de una pajita para acabar con su vida, un acto que grabó para mostrar la firmeza de su propósito. Murió el 12 de enero de 1998. Ese día, los activistas conmemoran -sin que el PP haya querido darles reconocimiento oficial- el Día da Morte Digna en Galicia, que ha trasladado su sede de As Furnas a la praza do Obradoiro de Santiago.

Laura no conoció a Sampedro, pero sí a su hermano, a sus amigos, y a otro personaje clave en la lucha por la eutanasia en España, el anestesista Luis Montes. “Era un fenómeno”. Con él organizó actos y conferencias en Galicia, una labor de difusión que no dejó hasta el final. El 26 de septiembre, un mes antes de su ingreso en urgencias, todavía protagonizó una charla en Ferrol sobre el testamento vital. “Hubo casi cien personas”, recuerda. Sin embargo, nunca imaginó que también acabaría luchando por ella misma. “No, porque cuando eres joven piensas que no vas a morir...”.

El último viaje

La habitación de Laura en paliativos es un hervidero de gente. Desde su ingreso, han pasado por allí más de 120 personas y todas se fueron “llenas de energía”. “Tengo muchas amigas y amigos”, dice sonriente, convencida de que se cumple la máxima de que “cuanto más des, más vas a recibir”. E, incluso, pasaron cosas “tan increíbles” que “si fuese creyente, hablaría de milagritos”. Uno de ellos: el niño que tuvo en acogimiento familiar durante cuatro años, y que hoy es un adulto que cumple condena en la cárcel, consiguió permiso para ir al hospital a despedirse de ella, a pesar de que, técnicamente, no son familia.

Ese “técnicamente” se debe a que, para ella, todas sus amistades son parte de su familia. La que formó con Pucho, su compañero de vida, con el que convive desde hace 42 años, aunque no se casaron hasta 2017. “Os lo habéis pensado bien, nos dijo la jueza”, recuerda riendo. Firmaron los papeles después de que la crisis se llevase por delante en 2014 su pequeña empresa de carpintería de aluminio. “Yo seguía trabajando en la Sanidad y él era autónomo, así que nos casamos porque él iba a tener una pensión de mierda y a mí ya me jorobaría que la mía no la cobrase nadie”.

Laura y Pucho tienen dos hijos: Sara y Daniel. Ella, biológica, porque en los primeros ochenta no dejaban adoptar a parejas que no estuviesen casadas. Cuando la ley cambió, llegó Daniel. “Yo quería adoptar desde pequeña. Cuando veía las imágenes de la guerra de Vietnam, con aquellos niños descalzos, corriendo queimadiños, se lo decía a mi madre: 'Mamá, ¿por qué no adoptamos?'. Éramos una familia humilde -mi madre, ama de casa y mi padre, carpintero-, que bastante tenían con nosotros dos”.

Ahora, ese núcleo familiar la acompaña en su decisión, aunque no se pueden evitar los momentos de flaqueza. “Mi hija es militante de DMD, pero, claro, ¡no quiere que se muera su madre!”. Entre todos han organizado cómo será la deseada eutanasia. Ella tiene claro el lugar: el propio hospital. No quiere que esa imagen quede fijada en el hogar que ellos consideran propio, aunque vivan en Vigo: una casiña en Tui, cerca de la frontera de Portugal -“nos costó dos millones de pesetas, era lo único a lo que podíamos aspirar”-, a la que todavía este verano entre ella y Pucho le cambiaron el tejado y donde sí aguarda que reposen sus cenizas.

En su despedida espera a toda la gente que quiera estar. ¿Y qué les dirá? “Bueno, chavales, hasta luego Lucas... -Laura refuerza sus palabras con un gesto-. Así de fácil y luego fiesta”. No habrá misa ni tampoco flores. “El que quiera gastar, que haga una donación al Centro Cultural de Beade”, la parroquia viguesa donde fue dirigente vecinal, “que tiene unos costes enormes y una factura de la luz que puede pasar de los mil euros”.

Ese requisito aparecerá también en la esquela que ya han diseñado y en la que, en lugar de una cruz, se leerá la traducción al gallego del lema de su insignia de DMD: A miña derradeira viaxe decídoa eu (“Mi último viaje lo decido yo”). Un deseo que, hoy, ya solo podría impedir la burocracia.