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Daniel Salgado

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Hasan tiene 17 años. Hace algo más de seis meses, nadó durante 12 horas. Así cubrió la distancia que separa la región de Tetuán, en Marruecos, de Ceuta, en España, justo donde se abre el mar Mediterráneo. A su llegada lo atrapó la policía y lo encerró, junto a cientos de niños y adolescentes africanos no acompañados, en el centro La Esperanza. Seis meses después, es uno de los menores de edad que el Gobierno central ha enviado a las comunidades para “aliviar la crisis humanitaria” de la ciudad autónoma. Residente en una casa de familia en Vigo dependiente de la Xunta y gestionada por la fundación Faibén, ha accedido a relatar su historia para elDiario.es.

Hasan es un nombre figurado. “Quiero buscar la vida”, explica, en el escaso castellano que sabe, sobre sus razones para emigrar. Nació en la región marroquí de Tánger-Tetuán-Alhucemas y allí siguen sus padres, con los que habla cada noche. Alto y fuerte, con una timidez quizás reforzada por sus dificultades con los idiomas peninsulares, repite que solo quiere trabajar y ayudar a su familia. Y tanto lo quiere que no dudó en lanzarse al mar para conseguirlo. No da muchos detalles de su travesía, pero sí que no estaba solo. Por el camino o ya en Ceuta conoció a otros menores que también procuraban un futuro en España.

En La Esperanza los almacenaron en habitaciones de hasta 16 personas. Había unas 180 por planta. Algunos, niños solos de cinco u ocho años. Dormían, comían y jugaban al fútbol, recuerda. Apenas salían a la calle. “Mejor en Vigo”, dice, “no hay tantos niños”. A la restrictiva política migratoria del Estado español, apoyada por la Unión Europea, se sumó la epidemia de coronavirus. El encierro se endureció. Hasta que el Reino de Marruecos, el pasado mes de mayo, decidió usar a su población para desestabilizar la frontera. Abrió paso a miles de migrantes, entre ellos muchos menores no acompañados, y los encaminó a España, que los recibió con Policía, Guardia Civil y ejército. A muchos los devolvió en caliente, práctica en teoría suprimida por el Ejecutivo de PSOE y Unidas Podemos. Cuando sucedió, hacía ya cuatro meses que Hasan estaba internado en la Esperanza.

La maniobra de Marruecos era, sobre todo, una manera de presionar a España para que desista en su respaldo a la posición de las Naciones Unidas sobre la ocupación y descolonización del Sahara Occidental. Y la geopolítica no repara en daños colaterales. Con Ceuta desbordada, el Ejecutivo español decidió repartir a los menores migrantes que ya se encontraban en la ciudad entre los servicios sociales de las comunidades autónomas. Excepto La Rioja, que afirmó carecer de capacidad. Su lugar lo ocuparían aquellos que habían sufrido en sus cuerpos la tensión diplomática entre los dos países. Uno de esos niños fue Hasan, que junto a otros 19 acabó bajo tutela de la Xunta. Pero la máquina burocrática estatal no suele atender a criterios humanos, protesta Ángel Martínez Puente, Gelín, educador social y fundador de Faibén.

Las afinidades que se habían construido tras meses de convivencia en La Esperanza se rompieron. Hasan sabe que alguno de sus amigos está en Barcelona y por lo menos dos en Galicia. A esos confía en volver a verlos. Su mejor amigo, del mismo barrio del mismo pueblo que él, no ha logrado salir de Ceuta. Sí de La Esperanza: sobrevive en la calle. “Los desperdigaron a todos sin tener en cuenta sus relaciones”, lamenta Martínez Puente.

Mecánico o cocinero

Hasan llegó a Vigo en la noche del 30 de junio. Con bolígrafo y papel, explica a elDiario.es que en Marruecos ha cursado 12 años de enseñanza. Estaba en el último curso cuando decidió pasar la frontera. Sus nuevos cuidadores lo describen como muy trabajador, colaborador y respetuoso. También como muy replegado sobre sí mismo. Le gusta jugar al fútbol y al Street Fighter en el teléfono móvil. Todavía se están conociendo, dicen, e intercambiando conocimientos sobre árabe, castellano y gallego. O sobre sus respectivas culturas culinarias. Toda la información que lo acompañaba a su llegada cabía en un folio.

Hasan solo come carne halal, aquella de animales sacrificados de una determinada manera y que no es de cerdo. Pero es un buen cocinero. El harsha, un bizcocho típico de Marruecos, o distintos tajines, un tipo de estofado, se cuentan entre las especialidades que comparte con los otros siete niños acogidos en la casa de familia. “Cuando comenzó a cocinar aquí, la casa empezó a tener un olor distinto”, explica Carmen Zamora, la otra educadora social. Con Gelín visita la plaza de abastos para comprar pescado, su alimento gallego preferido. El caso es que sus habilidades culinarias pueden ayudarle a encauzar el porvernir. Si las trabas administrativas, legislativas y en última instancia políticas no lo impiden.

“Lo que nos preocupa es el futuro y cómo resolver su situación legal”, indica Martínez Puente. Su plan consiste en que Hasan estudie algo relacionado con la cocina. Pero no tiene papeles. Ni permiso de residencia ni de trabajo. “Él quiere integrarse. Es muy trabajador. Y pregunta todo el tiempo cuánto falta para los papeles”, añade. Al estar indocumentado, matricularse es imposible. La pescadilla se muerde la cola. Y en enero Hasan cumplirá 18 años, es decir, será mayor de edad y deberá abandonar la casa de familia. A no ser que la administración, en este caso la gallega, le conceda una prórroga. El motivo que puede aducir es el de estudios. La pescadilla se muerde la cola: no se puede matricular porque no tiene papeles y sin matrícula no hay prórroga.

“Es un problema estructural que el Estado debe abordar de forma estructural y política”, afirma Martínez Puente, cómo facilitar la vida a los migrantes. Preocupado por los mensajes que emite la extrema derecha, cada día con mayor audiencia, a su ver el Gobierno debe abordar la cuestión urgentemente. “De otro modo, obligas a las personas a delinquir”. “Porque tiene la fea manía de comer todos los días”, ironiza. No parece que la materia se encuentre entre las prioridades del Ejecutivo. La frontera española con Marruecos es además frontera Europea. Y la política europea de fronteras no es un ejemplo de respecto por los derechos humanos, precisamente.

Hasan nunca olvida su situación. Cada día pregunta por cuánto falta para obtener los papeles. “Eso lo trae grabado a fuego”, dice Carmen Zamora. A los 17 años, con una madurez notablemente superior a sus coetáneos en Galicia, otorgada por su dura experiencia de vida, con una enorme capacidad de aprendizaje, quiere sobre todo saber qué va a pasar. “Nosotros le contamos todos los días lo que sucederá al día siguiente. Es muy importante que lo sepa”, considera Martínez Puente. Porque, al fin y al cabo, a eso viene Hasan, y con él otros miles de expulsados de sus países: a la busca de un futuro.

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