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Perfil

Feijóo, la contradicción como arte de hacer política

El presidente de la Xunta, Alberto Núñez Feijóo, responde a los medios a su salida de una reunión de la Junta Directiva Nacional

Daniel Salgado

1 de marzo de 2022 22:57 h

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Tiene cartel de centrista, pero no ha dudado ni un momento en aliarse con Díaz Ayuso para consumar el golpe interno contra Casado. La ultraderecha lo tilda de nacionalista, y eso que a su gobierno se le debe el primer retroceso legal del gallego en la historia de la autonomía. Su trabajadísima imagen de gestor no se corresponde con prácticamente ningún índice objetivo. Y hay analistas que señalan su disposición a los denominados pactos de Estado, cuando se pasó la pandemia en busca de la confrontación permanente con Pedro Sánchez, como ya había hecho antes con Zapatero. Alberto Núñez Feijóo, presidente de la Xunta de Galicia desde 2009 y ahora llamado a reconstruir el PP español, ha hecho de la contradicción un arte político. Y con él ha recolectado cuatro mayorías absolutas en la comunidad, las mismas que Manuel Fraga. Esta vez, al contrario que en 2018, sí parece a punto de dar el salto a Madrid.

Decir una cosa y su contraria es, tal vez, la característica principal del discurso de Feijóo. El oxímoron: completar una palabra con otra que tiene un significado contradictorio u opuesto, dice la Academia. Pero algún día, hace ya casi dos décadas, los medios de comunicación vendieron a su audiencia que con él regresaba a Galicia un magnífico tecnócrata. Era el tramo final del último gobierno de Fraga, y el entonces director general de Correos y Telégrafos, que había nacido en Os Peares (Ourense) en 1961 y licenciado en Derecho, se incorporaba como conselleiro de Política Territorial. No tardó ni dos años en ascender a vicepresidente. El final político del fundador de Alianza Popular estaba en el horizonte y las familias de la derecha tomaban posiciones. Feijóo fue el hombre de Romay Beccaría en esas escaramuzas. Y quien finalmente se impuso al eterno delfín, Xosé Cuíña, perteneciente al sector autóctono del PP y defenestrado en una operación combinada entre Madrid y sectores populares de Santiago.

El camino de Núñez Feijóo siempre había discurrido de la mano de Romay. Fue el que algunos definen como el Andreotti de la derecha española –a menudo en las sombras– quien reparó en un más o menos joven funcionario de la Xunta de Galicia y lo ascendió, a inicios de los 90, a secretario general de la Consellería de Sanidade. Unos años antes, Feijóo había ejercido de sindicalista corporativo junto a su amigo Carlos Negreira, después fugaz alcalde de A Coruña, en el departamento de Economía e Facenda del Gobierno gallego. Su primer viaje político a Madrid fue en 1996, cuando de nuevo Romay se lo llevó al Ministerio de Sanidad del primer gabinete Aznar y lo colocó de presidente del Insalud con solo 31 años. Pero durante esta época, en la que se forjó el mito de gestor que lo adorna con no poca contribución de la prensa obsequiosa, sucedieron otras cosas. Que no salieron a la luz hasta 2013: su amistad con el contrabandista y narcotraficante Marcial Dorado.

Madrid, la tierra prometida

El entonces flamante alto cargo llenó su álbum de fotos al lado de Dorado, embarcados bajo el sol de la ría, de vacaciones en destinos diversos, acompañados de sus respectivas parejas. Una exclusiva de El País reveló esta relación y colocó al ya presidente de la Xunta –transcurría su segunda legislatura– ante una de las situaciones más comprometidas de su carrera política. Sus explicaciones nunca acabaron de aclarar el episodio y dejaron para las hemerotecas una frase que lo persigue. “Yo recuerdo que había nieve, creo que eran los Picos de Europa y no Andorra”, respondió, preguntado por uno se sus viajes junto a tan poco recomendable compañía. Durante la semana siguiente la Xunta aprobó un paquete de ayudas para los medios de comunicación gallegos y su presidente proclamó: “Se acabó la infamia”. Fue su manera de decretar el cerrojazo informativo sobre el escándalo, tras unas primeras horas de sobreexposición en los medios.

El caso es que en 2016 Feijóo revalidó mayoría absoluta. Y lo volvió a hacer en 2020. Fue su manera de expiar el pecado expiado. “Que yo sepa, Marcial Dorado no me ha quitado un voto”, reflexionó después ante Jordi Évole. De hecho, el propio narco aseguraba en ese mismo programa de televisión que, de poder, votaría por Feijóo.

No faltan analistas de la cosa política que entienden que esas fotografías supusieron un obstáculo para las aspiraciones madrileñas de Feijóo. Que él nunca dejó de cultivar. Con fruición. Su presencia en los medios de la capital española ha sido, con algunas treguas derivadas de la coyuntura, habitual a lo largo de los 13 años que lleva al frente del Gobierno gallego.Y sus opiniones sobre la política estatal, permanentes. Feijóo alcanzó el paroxismo de su querencia por Madrid en junio de 2018, tras la caída del Gobierno de Rajoy, acorralado por los casos de corrupción y la sentencia de la Gürtel. En ese momento, como ahora, las miradas de la derecha española se volvieron hacia él: estaba llamado a salvar el partido. Se dejó querer, sobre todo por la opinión publicada, en Galicia y más allá. Pero no vio el camino despejado.

La candidatura de Soraya Sáenz de Santamaría, la presunta amenaza de los dosieres y los pobres resultados que auguraban las encuestas al PP –refrendados en las primeras elecciones con Casado como líder: 66 diputados– lo detuvieron. En el último minuto. El periodista Fran Balado relata en su biografía El viaje de Feijóo (Esfera de los libros, 2021) cómo el 18 de junio de 2018, el presidente gallego convoca a la cúpula del PP gallego y a la prensa para dar cuenta de si optaba a la sucesión de Rajoy. Al acto asistió con dos discursos, uno para decir que sí, otro para decir que no. Y la organización había preparado cartelería en ambos sentidos. Finalmente no se atrevió a dar el paso hacia Madrid y, al borde de las lágrimas, anunció que se quedaba. Lo que no explicó fue por cuánto tiempo. El Galicia, Galicia, Galicia que usó como lema electoral dos años más tarde, en una campaña donde las siglas del PP se redujeron a la mínima expresión, tampoco ha durado demasiado. “Lo suyo es Génova, Génova, Génova”, le afeó recientemente la cabeza de la oposición parlamentaria, la nacionalista Ana Pontón. La oposición, por cierto, no le ha encontrado la aguja de marear: ante Feijóo han ido desfilando cinco líderes del BNG, seis de los socialistas gallegos y dos alianzas de la llamada izquierda rupturista.

Contra el bipartito vale todo

Una cosa y la contraria. El mismo Feijóo que prácticamente esconde su pertenencia al PP cuando se trata de pedir el voto para la Xunta de Galicia es ahora el mesías orgánico de la derecha. Y el que solicita, con ínfulas de estadista, que se rebaje la tensión en la política española es quien que la elevó al máximo en 2009 para atacar al gobierno gallego de coalición entre Partido Socialista y BNG. Aquella estrategia de propaganda negativa –difundir mentiras a sabiendas de que lo son: el despilfarro de Touriño, los encuentros de Quintana con un empresario a bordo de un yate– desquició a las fuerzas de la izquierda y condujo a un escenario que nadie había previsto. Ni siquiera el propio Feijóo. Una mayoría absoluta, la primera de cuatro, del PP.

Esa fue en realidad la primera guerra de Feijóo, con Alfonso Rueda como lugarteniente. Porque la de sucesión de Fraga la libraron por él cuando Fraga se plegó a los designios del PP madrileño y liquidó a Cuíña. La excusa a la que se agarró entonces el presidente fue que una empresa de la familia de este había vendido trajes de agua y palas al Gobierno gallego en medio de la crisis desatada por la gestión del accidente del Prestige. Cuíña siempre defendió la legalidad de los sucedido y que el material se vendió a precio de coste, pero aún así no le quedó otro remedio que presentar su dimisión. Los hechos nunca llegaron a ningún juzgado. La facción madrileñista del PP gallego impuso su ley y a Núñez Feijóo, el tecnócrata. Su oposición frontal al bipartito (2005–2009), sin asomo de su supuesta querencia al acuerdo, culminó en la mencionada y sucia campaña de 2009. Propulsado además por una coalición de intereses mediáticos y empresariales, consiguió el sillón en San Caetano, sede del Gobierno gallego en Santiago de Compostela. Nacía el Feijóo presidente.

El gestor cuyos resultados no brillan

Apoyado en un férreo control de los medios de comunicación públicos y en las lisonjas de la mayoría de los privados, fue construyendo una narrativa en la que él es un gestor que prácticamente no se mete en política. De hecho, en los debates parlamentarios suele utilizar una peculiar acusación contra la oposición, socialistas y nacionalistas están atrapados en su ideología. Él prefiere situarse por encima de esas rencillas mundanas, ocupado en gobernar. Y eso que no resulta fácil, ni siquiera para aquellos observadores más inclinados a la hagiografía, destacar hechos concretos de sus gabinetes. La liquidación de las cajas de ahorro y su venta a un banco venezolano, después de afirmar que se mantendría en Galicia, puede ser uno de ellos, pero no en sentido positivo. Los acuerdos con la petrolera mexicana PEMEX, que llevaron a TVG a interrumpir la programación para dar solemnidad al anuncio en medio de la campaña electoral de 2012, acabaron en nada: de la veintena de barcos comprometidos en plena crisis económica solo se construyeron dos. Una década más tarde, el astillero Barreras, una de las empresas involucradas, se encuentra en concurso de acreedores, y Emilio Lozoya, el director general de PEMEX que negoció directamente con Feijóo, detenido.

Tampoco la política industrial, de la que se encarga su vicepresidente Francisco Conde, cuyo nombre suena entre los aspirantes a sustituirlo, ha dado grandes alegrías a la comunidad. Los cierres y deslocalizaciones de compañías –Alcoa, Alu Ibérica, Vestas...– abundan. La táctica habitual de la Xunta en estos casos es desviar responsabilidades, ahora hacia el Gobierno central de PSOE y Unidas Podemos. No solo en estos casos. Las maniobras de escapismo retórico resultan habituales en las sesiones de control a las que se somete cada 15 días en el Parlamento de Galicia. Tan habituales que el BNG dedicó una de ellas a hacer memoria: hasta 23 titulares rescató de la hemeroteca en los que Feijóo culpaba a otras administraciones, otros partidos, Catalunya o el Banco de España de algunas de las problemáticas más acuciantes de la comunidad.

Todo sucede al tiempo que Feijóo huye de las estridencias doctrinales. Es quizás esta característica de su discurso, no siempre coincidente con la realidad, la que le permite ampliar su terreno de juego electoral y abarcar un improbable abanico de votantes que van de la derecha del PSOE a los potenciales simpatizantes de Vox. O que, por lo menos, se lo ha permitido hasta ahora. Pero esta fortaleza no resulta, ni de lejos, tan sólida como la que una vez edificó Fraga Iribarne. Feijóo gana las elecciones gallegas, pero todavía en 2019 el PP quedaba por detrás del PSdeG en los comicios al Congreso. La localidad de mayor entidad que gobierna es Arteixo (A Coruña), y apenas supera los 30.000 habitantes. Los populares solo están presentes en el gabinete de una ciudad, Ourense, y de forma subordinada al populismo derechista de Gonzalo Pérez Jácome (Democracia Ourensana). De nada sirvió que Feijóo asegurara ante la prensa que sería “letal para Ourense” un gobierno de Jácome, solo unas semanas antes de pactar con él. Es de suponer que el líder del PP gallego no tuvo nada que ver en la estrategia.

La frágil alianza con el PP ourensano

Y es que el PP de Ourense no responde a la dirección gallega. Cuando Feijóo acababa de hacerse con el mando del partido, intentó impedir que Manuel Baltar se quedase con la presidencia que había ejercido su padre, José Luis. Feijóo presentó un candidato afín. Perdió. Baltar hijo no solo dirige el PP ourensano. También preside la única de las cuatro diputaciones gallegas en manos de la derecha. En las primarias que eligieron a Pablo Casado, Feijóo ordenó en voz baja apoyar a Cospedal en la primera vuelta. El PP de Ourense se decantó por Sáenz de Santamaría. El presidente gallego hace tiempo que desistió de reducir a Baltar a la obediencia. A cambio de su autonomía, Ourense es el principal depósito de votos del PP gallego.

Los baltaristas mantienen, sin embargo, su cuota en el grupo parlamentario del PP. Pero no en los ejecutivos de Alberto Núñez Feijóo. Sus conselleiros destacan sobre todo por no destacar. Sin horizontes políticos claros, más allá de conservar cierta estabilidad macroeconómica, ni grandes proyectos de transformación de la realidad gallega, para el grueso de la población únicamente existe su presidente. Alrededor no ha crecido mucha hierba. Las quinielas sobre quién ocupará su lugar de confirmarse que opta a relevar a Casado no hacen más que refrendar el hiperliderazgo en el PP gallego. Alfonso Rueda, trece años como vicepresidente, es tal vez el mejor situado, pero su grado de conocimiento dista del alcanzado por Feijóo, a cuya sombra se ha resguardado desde 2009.

El presidente que irradia imagen de hombre de gris, que gusta de venderse como “serio y honesto”, hace tiempo que disfruta de unas agendas públicas descansadas. Uno o dos actos diarios, sobre todo de mañana, la mayor parte de los fines de semana libres, la Xunta no suele informar de a qué se dedica el resto del tiempo. A los 60 años aterrizará –presumiblemente– en la frenética política interna de las derechas madrileñas. Y desde esa posición intentará después el viaje a la Moncloa. Si Díaz Ayuso –con su estrategia de inspiración trumpista– consiente en respetarlo.

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