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Daniel Salgado

24 de octubre de 2021 21:52 h

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En esta historia, los que protestan defienden la ley vigente. Frente a ellos, el sistema: especuladores temerarios, políticos cómplices o timoratos, abogados a sueldo del urbanismo salvaje. El objeto de la disputa, la propia historia de Cangas, un pueblo marinero de larga y combativa tradición sindical. O, lo que es lo mismo, el destino del Gran Casino de la Sardina, en su día la mayor fábrica de conservas de Europa y hoy un enorme predio con más de un kilómetro de salida al mar y la hermosa arquitectura modernista de la factoría Massó. En el duro y prolongado conflicto que decidió su suerte, a inicios de este siglo, venció la desobediencia civil, apoyada en el estallido de la burbuja inmobiliaria. El veterano periodista Primitivo Carbajo lo relata en Salgheirón (Morgante, 2021), una crónica ejemplar que acaba recorriendo la historia del capitalismo en Galicia a la vez que sintetiza todo lo que estuvo mal durante los años dorados del neoliberalismo.

“Entendí que se trataba de un botón de muestra no solo en Galicia sino en toda España de lo que había sido la crisis inmobiliaria. Derroche de dinero público, corrupción política, falta de previsión económica para el bien común. Fue muy representativo, al tiempo que contiene elementos singulares”, acierta a resumir Carbajo las razones que lo llevaron a profundizar en unos sucesos que, en parte, había cubierto como redactor para El País. Y que consistieron básicamente en la abortada urbanización de unos 190.000 metros cuadrados de terrenos a pie de mar, promovida por empresas de quita y pon comandadas por lo que el escritor denomina tiburones. El beneplácito político partió, en primera instancia, del ayuntamiento, entonces en manos del Partido Popular de Enrique Sotelo. A él se sumó la Autoridad Portuaria de Vigo, de quien dependía la autorización para construir un puerto deportivo. Pero la mancha se fue extendiendo y acabó “pringando a todos”, señala Carbajo, en referencia a socialistas y BNG.

El proyecto terminó por descarrilar gracias sobre todo a un tenaz, incansable movimiento vecinal, ayudado por la izquierda comunista e independentista, y por el ecologismo organizado. Cambios en las mayorías partidistas de las instituciones y 2008, el año que hizo crac, también contribuyeron. Pero, ¿cómo se había llegado a ese punto?

La acumulación originaria

“En aquellos paisajes del abandono, convenía no olvidarlo, latía el trabajo y mucha vida de varias generaciones de cangueses”, escribe Carbajo en su libro, “que lo mostraban a los visitantes con el orgullo del tiempo en que ahí había residido una industria de nivel tecnológico de primera línea mundial. Ese valor patrimonial y de identidad debería ser más valioso para el ayuntamiento que los globos de los especuladores y marchantes que querían expoliarlo”. Salvador Massó Palau no pertenecía a las primeras generaciones de catalanes que arribaron a Galicia para ensayar la conserva de los productos del mar. Estas se instalaron ya en el siglo XVIII, y Massó Palau lo hizo en 1816. Pero enseguida se incorporó a una industria incipiente que los historiadores económicos consideran la principal vía de instauración de las relaciones capitalistas en Galicia.

El negocio despegó. Y evolucionó tecnológicamente. En la segunda mitad del XIX, la salazón comenzaba a quedar atrás. Se imponía el estilo de Nantes, cocer el producto, enlatarlo herméticamente y esterilizar después las latas. La conserva tal y como hoy en día se conoce. Se importaron nuevas artes de pesca, como la xávega (arrastre), que desplazó al xeito (cerco), no sin resistencias y acusaciones de esquilmar. El progreso y la barbarie como caras de la misma moneda. Las fábricas se ampliaron. Era la producción en serie, con mano de obra femenina, “más barata y [entonces] menos conflictiva para los empresarios”. El gran salto adelante no tardaría: la Primera Guerra Mundial. El abastecimiento de las tropas que iban a morir al frente de la guerra interimperialista tiraba de la demanda. A Hermanos Massó “les puso en bandeja una explosión de beneficios”. Se convirtieron en un holding de empresas, con iniciativas en los tranvías de Pontevedra, una metalúrgica en Vigo, en los carbones de Barcelona. Al frente ya se encontraban los nietos del fundador, los Massó García. Son los protagonistas velados de Los gozos y las sombras, de Torrente Ballester, casado en Bueu. Bajo su mando -especialmente el de Gaspar- la compañía alcanzaría las más altas cotas.

Las simbolizó el Gran Casino de la Sardina, una de las catedrales del patrimonio industrial gallego y entonces -comenzó a funcionar en 1941- el núcleo del imperio Massó. Estos se habían instalado en O Salgueirón, en Cangas, en 1928. La gran factoría inició su construcción en plena Guerra Civil. Al igual que la práctica totalidad del empresariado del sector, los Massó tomaron partido por el alzamiento fascista. No con entusiasmo desmedido pero tampoco con reticencias expresas. Porque, en todo caso, el dinero manda, y enseguida se arrimaron al nuevo poder. Gaspar Massó era habitual del séquito del dictador cuando éste visitaba la comarca. Fueron los mejores años: los beneficios de multiplicaban y las condiciones laborales superaban a las de la competencia. El propietario paternalista y la factoría total, que incluía comedor decorado por el pintor Urbano Lugrís, guardería para los hijos de las trabajadoras, duchas para las operarias cuando en muchas aldeas de Cangas ni siquiera existía traída. Massó contaba incluso con flota propia, y, desde 1955, con una ballenera que les proporcionó no pocos ingresos. Hasta que se jodió el Perú.

Las causas fueron múltiples. Algunas imponderables, como la crisis del petróleo en los 70, el aceite de colza en los 80 -que cerró su filial en Avilés (Asturias)- o la moratoria en la caza de ballenas. Otras, a decir de Carbajo más decisivas, internas: “Su propia inanidad e incompetencia”, derivada, en no poca medida, de la endogamia en la cúpula directiva ocupada por la cuarta generación de la familia. A comienzos de 1995, el Gran Casino de la Sardina cerró sus puertas. Y dejó un rastro de salarios adeudados y protestas sindicales que tardaría mucho en borrarse. Hubo sangre. Y los tiburones la olieron.

El proyecto de pelotazo

La liquidación de todo aquel patrimonio fue desordenada. Hasta el punto de que los acreedores -bancos- “saquearon la maquinaria de la fábrica para venderla como chatarra”. “Maquinaria excelente, operativa y en partes exclusiva, a precio de chatarra”, escribe Carbajo. Fue un aviso. Lo que se liquidaba en Cangas era también una memoria, la del trabajo y sus lugares, y eso también formó parte de la disputa que comenzaría en el lugar con el siglo XXI. Pero la propiedad llegó a la conclusión de que, fracasada en la economía productiva, la única manera de seguir extrayendo plusvalía era por la vía urbanística. Recalificar el terreno industrial, construir vivienda con vistas al mar, un centro comercial y un puerto deportivo. Ganar dinero mediante enrevesadas operaciones de compraventa y cuentos de la lechera a unos años vista. Todo en el centro de Cangas, en el corazón de la ría de Vigo y con las imponentes Illas Cíes de fondo.

El relato pormenorizado de este último tramo de la peripecia de Massó ocupa las dos terceras partes de Salgheirón. Las triquiñuelas documentales de ayuntamiento y constructoras amigas, el papel facilitador de instituciones y representantes de los partidos políticos, los intereses de asesores presuntamente neutrales, los insospechadas puertas de atrás por la que se introducen ilegalidades que pasan inadvertidas, el insondable plan general de ordenación urbana de Cangas, la influencia y la arrogancia de Caixanova. Y Norman Foster, claro, el arquitecto estrella con el que los especuladores pretendieron dar el golpe de gracia a la resistencia popular a la operación, a través del espectáculo mercadotécnico.

La sociedad Complejo Residencial Marina Atlántica, constituida por Ubaldino Rodríguez y Caixanova -quebrada voluntariamente en 2012-, vendía “darle a Cangas una proyección internacional” con su proyecto. Y para ello utilizaron una estrategia muy propia de la época, tirar de arquitecto estrella. Norman Foster aterrizó en la ría, primero de incógnito, visitó el lugar desde un barco, y realizó un diseño. No un plano, tampoco un proyecto: un diseño en forma de palmera, con apartamentos y un enorme centro comercial. Y un puerto deportivo, claro. La prensa asumió la causa con entusiasmo, y las páginas sobre el maná que se cernía sobre Cangas abundaron. Solo vecinos, muchos de ellos marineros de la cofradía alarmados por las consecuencias del muelle deportivo para su medio de vida, no se fiaron. El Foro Social de la localidad aglutinó la protesta y organizó vigilancia sobre la finca. El lío de permisos y autorizaciones les dio una baza, y durante meses impidieron trabajar a la maquinaria.

“La mayor lección que yo extraigo de todo esto es que cuando un pueblo se moviliza sí se consiguen cosas”, dice Carbajo, “en última instancia, una señal de tráfico: 'Por aquí no pasas, me cago en tal”. Literalmente. Cuando Puentes y Calzadas, una empresa de construcción bien conectada con el poder político, asumió las obras, el gobierno local elegido en 2007 -más bien una de sus patas, la Alternativa Canguesa de Esquerdas (ACE); el papel de socialistas y BNG es mucho más ambiguo en lo que respecta a todo el caso Salgueirón- se dio cuenta de que el camino por el que entraban los camiones era de su competencia. Colocó una señal de dirección prohibida y, no sin tensiones, consiguió ralentizar el proceso. En 2009 y ante las dificultades, Puentes y Calzadas desistía unilateralmente de continuar con las obras. Los promotores no se rindieron, pero el tiempo ganado por la movilización social fue precioso: la crisis de Lehman Brothers y la violenta reestructuración del sistema financiero español acudieron en su ayuda.

“Caixanova tenía que afrontar otras urgencias lo que, sumado a las restricciones urbanísticas determinadas por el Plan de Ordenación do Litoral promulgado por la Xunta en 2011 y continuación de la moratoria dictada por el bipartito [de PSdeG y BNG] rompieron sin solución la supuesta hoja de palmera de Norman Foster”, afirma el autor en el libro. Aunque el PP y Enrique Sotelo habían regresado a la alcaldía, a sus planes la realidad se les hizo cuesta arriba. Salgheirón entra en su fase final con un relato del interminable periplo judicial, decenas de denuncias a los activistas incluidas, y el estado de latencia del conflicto. La finca es ahora propiedad de Abanca, la entidad resultante de la fusión inicial de Caixa Galicia y Caixanova y su posterior y nunca del todo aclarada bancarización y venta. Y esta no le ha explicado a Carbajo qué piensa hacer con ese pedazo de historia situada en dominio público marítimo terrestre con escasos visos de recalificación. “La parcela le iría muy bien a Cangas como zona verde, de las que tiene carencia. Podría ser una cesión al ayuntamiento”, considera Carbajo, aunque no es optimista. Porque lo que él vio y escribió en su crónica fue, no lo duda, un crimen. “Un crimen múltiple: cultural, económico, de alienación y abandono que, sin embargo, no ha agotado sus latidos. De momento sigue siendo un crimen en grado de tentativa”, concluye el libro.

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