El nuevo mundo después de la peor pandemia en un siglo se parece mucho al viejo en Galicia. La derecha seguirá gobernando como ha sucedido casi siempre desde el mismo nacimiento de la autonomía: de 1982 hasta hoy solo ha habido dos presidentes del PSOE: Fernando González Laxe –entre 1987 y 1990 tras una moción de censura con tránsfugas incluidos– y Emilio Pérez Touriño, que presidió una coalición con el BNG de 2005 a 2009.
Alberto Núñez Feijóo suma en Galicia su cuarta mayoría absoluta pero sería osado asegurar que tiene toda una legislatura por delante. Sus 41 diputados le garantizarían otro mandato sin sobresaltos pero él midió cuidadosamente sus palabras en campaña para no asegurar la permanencia hasta 2024. Anoche entre abrazos y brindis dijo ante los medios: “No voy a poner a nada ni a nadie por delante de Galicia y lo haré hasta el final de mi mandato”. ¿Por qué alguien que acaba de lograr su victoria más aplastante un par de horas después de que se vaciasen las urnas se siente en la obligación de anunciar que se queda?
No es la primera vez. Feijóo lleva desde 2009 al frente de la Xunta y hace dos veranos ya tuvo que convocar un acto para comunicar a todo el país (España) el no-anuncio de que se quedaba en Galicia en lugar de mudarse a Madrid a disputar la presidencia del PP, finiquitado Mariano Rajoy. Las conjeturas sobre por qué no dio el paso son interminables y las páginas escritas arrasaron montes de papel: que si Mariano no le puso la alfombra, que si temía nuevas fotos comprometidas –como las del narco Marcial Dorado–, de las que su entorno culpaba a Soraya Sáenz de Santamaría, que si la abrupta salida de su pareja de la cúpula de Inditex, que si alguna gran empresa tenía pensado pasarle facturas pendientes...
Antes de eso, Feijóo también había repetido muchas veces que su futuro estaba en Galicia. Quien diese crédito a aquellas palabras -no muchos, ni siquiera en su entorno- tuvo que sorprenderse un montón con toda aquella escenografía para anunciar que se quedaba en la Xunta.
Es fácil aventurar que esta última victoria con 41 escaños, los mismos que en 2016 y tres por encima de la primera vez hace once años, volverá a disparar los titulares sobre ese dirigente centrado que gana elecciones y mantiene a raya a Ciudadanos y Vox. El relato del gestor sobradamente preparado que tanto éxito tiene en alguna prensa de la capital, la que no acostumbra a revisar la letra pequeña de la situación económica y social de Galicia, que sigue perdiendo empleo, población y hasta su lengua, a tenor de los últimos estudios publicados. En su análisis, ¿Pero qué ha hecho exactamente Feijóo?, publicado en este mismo medio, Antón Baamonde resume bien los últimos once años de Galicia.
El runrún de Feijóo a Madrid regresará previsiblemente en las próximas horas y no es extraño porque la foto que depara este 12 de julio no es solo otro triunfo sin paliativos del dirigente gallego. Eso era lo esperable desde que él mismo convocó, después de Urkullu, las primeras elecciones que el virus obligó a suspender en primavera. Lo nuevo es que en el revés de su incontestable victoria ahora figura Pablo Casado, el gran derrotado de la noche junto a Podemos. El líder del PP tenía un candidato en Euskadi, Alfonso Alonso, y la cartelería ya preparada con su foto para los comicios, pero se empeñó en perderlos él mismo abriendo una crisis de gobierno en el partido para situar de candidato a una vieja gloria del aznarismo: Carlos Iturgaiz. Así que ahora Casado, el giro a la derecha, la crispación, Cayetana Álvarez de Toledo y esa política “sin complejos” vuelven a ser la cruz en el PP. La cara es Feijóo, que se ha presentado de nuevo en campaña como el centrista del partido. En realidad, ni siquiera eso, porque si nos atenemos a su propaganda electoral, Feijóo comparecía sin siglas, se presentaba por “Galicia, Galicia, Galicia”.
El tecnócrata que presume de haber votado a Felipe González en 1982, que cita párrafos de Adolfo Suárez en sus discursos y que en estas elecciones reclamaba el voto desencantado del PSOE pero también el de Ciudadanos y hasta el de Vox, ha superado en atrevimiento a Fraga. Si el veterano fundador del PP ideó el eslogan, “galego coma ti” (gallego como tú), Feijóo se ha erigido directamente en Galicia. Las carreteras se han poblado de carteles con su cara donde apenas se adivinan las siglas del PP, absténgase cualquier miope de intentar distinguirlas, y otros incluso sin su rostro, donde lo único que podía leerse es “Galicia é moito”. Sus estrategas de campaña saben que “Galicia es mucho” -gracias a Feijóo, se sobreentiende- constituye un mensaje mucho más digerible que el de “vota PP” en una comunidad que, sin embargo y pese a los análisis que se van a publicar en los próximos días, hace tiempo que dejó de ser de derechas.
En Galicia, la izquierda gobierna hoy seis de las siete ciudades. Todas salvo Ourense, donde Feijóo entregó el bastón de mando al controvertido Gonzalo Pérez Jácome, después de decir en campaña que la presencia de este personaje atrabiliario que ganó fama en una televisión local precisamente como látigo del PP, sería “letal para la ciudad”. Letal o no para Ourense, los concejales del PP le dieron sus votos a cambio de salvar la Diputación para el incombustible José Manuel Baltar, quien ya la había heredado de su padre, el autodenominado “cacique bueno” que estuvo tres décadas al frente de la Diputación y la presidencia provincial del partido, si es que alguna vez fueron cosas distintas.
Las otras tres diputaciones las gobierna la izquierda con presidentes socialistas en alianza con el BNG y lo que queda de las Mareas. Si alguien tiene dudas de que Galicia ha dejado de ser esa tierra conservadora que pintan las caricaturas, puede revisar las cifras de las últimas generales: el PSOE obtuvo en Galicia uno de sus mejores resultados, sumó el 31,28% de los votos, a unas décimas del PP, que sacó el 31,94%. Si se suma el resultado de otras fuerzas, la izquierda sacó 20 puntos al PP, puesto que en esos comicios Unidas Podemos alcanzó el 12,6% de los sufragios y el BNG, superó el 8%. Vox no pasó del siete y pico. Ciudadanos es testimonial.
¿Cómo se explica entonces que sin un gran bagaje de gestión -Galicia sigue cayendo en todos los indicadores económicos, en varios de ellos por encima de la media, y ha perdido peso político e institucional pese a figurar en la Constitución como una de las nacionalidades históricas- Feijóo pueda coleccionar mayorías absolutas una tras otra en una comunidad donde los votantes ya no se definen de derechas y así lo demuestran elección tras elección?
La primera razón es que en Galicia, la tierra de su presidente fundador, el PP no se ha roto. Sigue concentrando el voto de todo el centro-derecha. Vox no tiene representación y tampoco Ciudadanos, como no la tuvo en su día UPYD. Ni en las autonómicas ni tampoco en las generales. El mensaje ultra nunca ha calado en una autonomía que siempre ha pasado por conservadora, pero que lleva mal las diatribas contra el modelo autonómico, que aquí se ha asociado a los avances y la modernización de las últimas décadas. Y mucho menos tolera el discurso de odio contra la inmigración en un pueblo que sabe desde hace varios siglos lo que es tener que marcharse fuera a labrarse un futuro.
Feijóo no ha dejado entrar a Vox ni a Ciudadanos, no ha pactado con ellos -pese a las exigencias de Arrimadas que sí fue de la mano del PP en Euskadi- ni le ha dejado hueco en los medios de comunicación que controla con mano de hierro. Los públicos, donde llegó a colocar de jefa de informativos de TVG a una periodista que hacía de interventora del partido en las elecciones, y cuyos trabajadores llevan manifestándose más de dos años en sus viernes negros... Y también muchos de los privados, que riega con subvenciones millonarias, campañas de anuncios y contratos para surtir de contenidos a la Televisión de Galicia. Encontrar una crítica a Feijóo en el quiosco gallego es tarea para espeleólogos.
Pero la ventaja fundamental de Feijóo reside en la incapacidad de la oposición para plantear una alternativa consistente. Un dato: entre 1989 y 2020 el PP ha tenido dos candidatos: Manuel Fraga y el propio Feijóo. En el PSdeG en esa misma época ha habido siete, el último, Gonzalo Caballero, un líder semidesconocido que ha llevado al PSOE a ser tercera fuerza, superado en cinco diputados por el Bloque, apenas siete meses después de empatar en las generales con el PP y con su partido gobernando en Madrid.
El BNG, que renace de sus cenizas con Ana Pontón en el cartel tras haber bajado a los infiernos en 2012, ha tenido cinco cabezas de cartel desde 1989 y durante la última década su bloque de partidos se había disgregado en varias candidaturas. Por lo visto anoche, los votantes del viejo frente de partidos regresan a casa. Y los que habitualmente se debaten entre BNG y PSOE, apostaron por Ana Pontón.
El espacio creado entre Podemos y el nacionalismo que salió del Bloque y se benefició en principio de esa crisis va ya, de pelea en pelea, por la tercera refundación, tras su irrupción fulgurante en las elecciones de 2012 con el veterano Xosé Manuel Beiras como candidato. El resultado es que este 12-J comparecieron tres partidos a la izquierda del PSOE. Dos de ellos, los que se separaron en aquellas guerras intestinas, no han sacado representación. Galicia en Común-Anova-Mareas quedó por debajo del 4% de los votos. La otra escisión, Marea Galeguista, sacó el 0,22%.
Así que la verdadera batalla durante estas dos semanas de no-campaña la emprendieron el PP y Feijóo contra su único rival posible: la abstención. Los populares llamaron a la participación desde sus mítines y también desde su potente aparato propagandístico, que llegó a minimizar incluso las consecuencias de la pandemia cuando hubo que cerrar una docena de municipios. El brote de A Mariña de Lugo, que obligó a confinar a 70.000 personas, fue tratado como un asunto menor en la prensa gallega afín al PP (valga la redundancia). Y la Consellería de Sanidad patentó una respuesta sin parangón en el mundo occidental desde que el coronavirus empezó a asomarse a los titulares allá por el mes de enero: un confinamiento de cinco días, sin base científica pero con tiempo para llegar a la votación del domingo.
Funcionó a medias, la participación cayó cinco puntos (voto emigrante aparte) pero se evitó el pánico que había en el PP a una desbandada en los votantes de mayor edad tras haber tenido que advertir a los contagiados por coronavirus que no se acercasen a las urnas. Ni siquiera tuvo que decir “que se joda la playa”, como propuso Fraga en su última campaña, bastó con advertir de que tras Feijóo podría venir el caos si la gente se quedaba en casa. “Votar es tan seguro como ir a la farmacia”, fue su hit de campaña. Una frase para la historia. La estrategia resultó y Feijóo no solo ha resistido a la crisis tras recortar en sanidad y educación como un alumno aventajado del PP, ha superado también la publicación de fotos con un narcotraficante, y ahora la gestión de la peor pandemia en 100 años. Su próximo reto depende de él.
La izquierda gallega, entretanto, sigue en el diván desde que perdió el poder en 2009, y sus votantes, esos que han contribuido a que gobiernen seis de siete ciudades y tres de cuatro diputaciones, tendrán que resignarse con cuatro años más de PP (veremos si de Feijóo). El presidente gallego, mucho más pragmático, consintió durante los últimos años en pactar con su archienemigo Baltar para mantener el poder, tragó con la disparatada alcaldía de Jácome en Ourense y hará cuanto esté en su mano para conservar el poder en un feudo donde el PP, más que un partido político, es una especie de PRI que lo inunda todo: cofradías de pescadores, equipos de fútbol aficionado, comisiones de fiestas de los pueblos y medios de comunicación. El único problema que tiene a la vista es si por fin da ese salto a Madrid con el que lleva años coqueteando. En estas tres legislaturas triunfales, el todopoderoso líder del partido que ya empata en victorias con Fraga no ha dejado crecer la hierba a su alrededor.
Corrección: una versión anterior de este artículo aseguraba que la participación había subido cinco puntos en Galicia. Se trata de un error fruto de comparar parámetros distintos.