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El naufragio definitivo del capitán Pescanova

Fernández de Sousa, a su llegada a la Audiencia Nacional en 2013 para declarar como imputado

José Precedo

6 de octubre de 2020 22:34 h

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Más que una sentencia que convierte a otro empresario modelo en un mero delincuente y castiga con ocho años de cárcel la contabilidad creativa de Pescanova, el fallo de de la Audiencia Nacional contra Manuel Fernández de Sousa, el todopoderoso presidente de la multinacional que se expandió por los mares de cinco continentes, es una condena a toda una era. A aquellos tiempos de complicidades políticas, empresariales y de la banca donde todo era posible, incluidos balances firmados por auditoras independientes capaces de esconder 600 millones de euros de pérdidas en un año y deudas acumuladas por más de 3.000. Ya está probado que los directivos del gigante de los congelados se inventaron las cuentas para lograr financiación y que la rueda siguiera girando, como si no estuviera quebrado.

Los 610 folios de la Audiencia Nacional constituyen un elocuente tratado de mala praxis empresarial y el epílogo de una saga familiar que durante décadas logró hacer negocios con el régimen sandinista en Nicaragua, la Sudáfrica del apartheid, dictaduras de todo tipo en Africa y por supuesto también en Galicia.

Como en tantas otras historias de dinastías hereditarias, la idea revolucionaria la tuvo el padre, Pepe Fernández, un emprendedor que empezó transportando carne en furgonetas que guardaban el frío por las carreteras gallegas durante el franquismo, y pensó que se podría hacer lo mismo por mar con grandes buques congeladores. Junto a Valentín Paz Andrade, abogado de navieras e intelectual ligado al galleguismo republicano, fundó Pescanova para que los barcos partiesen de Vigo a pescar y congelar por mares de medio mundo. La empresa se erigió en un emblema de la pequeña burguesía gallega lanzada a conquistar los océanos y llegando a acuerdos de reparto de capturas con dictaduras y repúblicas de muy distinto signo.

En 1980, tras la muerte del fundador, fue Manuel quien agarró el timón de la empresa. Su hermano José María, se quedó al frente de Zeltia, un laboratorio que investiga y vende productos farmacéuticos, desde el principio también muy ligado al mar. La expansión que el segundo de los Sousa había imaginado para la multinacional de congelados pasaba por una salida a Bolsa que garantizase el control familiar de la firma. En las tres décadas siguientes Pescanova ya no dejaría de crecer. Y cuando tropezó ahí estaban las cajas de ahorros y los gobiernos para rescatarla.

La Xunta de Manuel Fraga, gran amigo de Sousa y que ya lo había sido de su padre, acudió en su auxilio en la década de los noventa con ayudas directas y préstamos por valor de 10.000 millones de pesetas, mucho más de lo que representan hoy los 60 millones de euros al cambio. Y cuando no estaba el Gobierno, aparecía Caixa Galicia, para aportar financiación e incluso entrar en el accionariado, donde llegó a ser propietaria del 25% de Pescanova.

El calendario es terco y ha querido que este martes coincidiese la condena a Sousa con la publicación de un auto de la Audiencia Nacional donde se constata que la ruina de la fusión de las cajas gallegas –que costó al Estado 8.000 millones de euros en un rescate que ya no va a recuperarse– se debió al agujero de excesos de Caixa Galicia y al empeño de los poderes públicos por fusionarla con Caixanova.

Al frente de Caixa Galicia estuvo durante décadas otro viejo conocido de Sousa y también de Fraga: José Luis Méndez, factótum de la caja y que saltó de los puestos directivos justo antes de que se descubriese el gigantesco boquete de la entidad. No se fue con las manos vacías, se llevó con él 18 millones de euros de indemnización. Mientras los directivos de Caixanova acumulan condenas por su gestión y sus millonarias pensiones, Méndez pasea en bicicleta a la orilla del mar por Pontedeume, la villa coruñesa donde tiene su mansión.

Los 'señores de Galicia'

Méndez y Manuel Fernández de Sousa formaron parte de eso que se llamó “los señores de Galicia”. Una casta que no se detenía ni ante la política, que tantas veces actuó de cómplice, ni ante la prensa encargada de arroparles, ni siquiera muchas veces ante la ley. Las corporaciones que dirigían ambos acabaron quebradas, pero mientras se mantuvieron en pie ejercieron un poder omnímodo. Pocos desde las instituciones o los medios de comunicación osaban toser a aquella élite económica. Algunos de los que lo hicieron lo pagaron caro.

El presidente de la Xunta entre 2005 y 2009, el socialista Emilio Pérez Touriño, intentó cambiar algunas cosas. De entrada, le dijo a Fernández Sousa que el permiso que le había otorgado Fraga para levantar una piscifactoría de rodaballo en un paraje protegido dentro de la Red Natura en el paradisíaco Cabo Touriñán, plena Costa da Morte, no se iba a llevar a cabo. El Gobierno formado por socialistas y nacionalistas se prestaba a dar facilidades para buscar otras ubicaciones, pero vetó ese emplazamiento. Eso desató una furibunda campaña mediática contra el bipartito.

Pescanova fletó esta vez no barcos sino microbuses de periodistas hacia Mira (un pueblo costero portugués a 100 kiómetros de Oporto), donde se disponía a montar otra granja acuícola. Esa inversión figuraba en los libros de la empresa como otro más de los proyectos de expansión de la multinacional, independiente de la granja de rodaballos de Cabo Touriñán. Pero alguna prensa lo presentó como la prueba del empresario ejemplar que se ve obligado a llevarse fuera los negocios y los puestos de trabajo por culpa de los caprichos del poder político. Durante aquellos días tragicómicos se difundieron publirreportajes del pueblo portugués que saludaba a Pescanova en una especie de Bienvenido Mr. Marshall, se epeculaba sobre el pleno empleo de la pequeña villa marinera y se daban cifras de cientos de puestos de trabajo directos, que se multiplicaban al sumar los indirectos. El tiempo dejó claro que no habría tal maná. “La mayor factoría de rodaballo del mundo” fue en realidad un ruinoso negocio que acumuló 170 millones de euros en deudas y se abocó al concurso de acreedores. Los bancos portugueses que habían concedido los créditos acabaron vendiendo la planta en 2017 a una firma lusa que, en el momento de la compra, contaba con un capital social de 500 euros. 

Pero eso fue mucho más tarde. El choque con el bipartito que había jubilado a su amigo Fraga, llevó a Fernández Sousa a escribir una carta en La Voz de Galicia, otro periódico nada hostil durante aquellos años con Fernández Sousa, en la que una semana antes de las autonómicas de 2009, avisaba a los gallegos de que o ganaba Feijóo, o las inversiones de Pescanova en su tierra peligrarían. El título del artículo no dejaba lugar a muchas dudas: “No se puede esperar más”. La izquierda había gobernado tres años y medio en los últimos veinte en Galicia.

Meses más tarde, Alberto Núñez Feijóo, ya al frente del Gobierno autonómico, quiso agradecer aquella campaña. En la entrega del Grelo de Ouro, uno de esos premios con los que los poderes políticos y empresariales se agasajan unos a otros en Galicia, el presidente de la Xunta definió a Fernández de Sousa con una frase premonitoria: “Es uno de esos empresarios que convierten sueños en realidades”. La convivencia con el Gobierno del PP volvió a ser mucho más plácida para el capitán de Pescanova, pero tampoco estuvo exenta de roces. En la Consellería de Mar, el departamento que gestionaba los temas de pesca en el Gobierno de Feijóo, algunos técnicos todavía recuerdan los efectos de las llamadas de Sousa y sus directivos para recordar quién mandaba allí. 

Resulta que a la entonces conselleira de la Xunta, Rosa Quintana, se le había ocurrido colocar unas jaulas para regenerar marisco en el mar cerca de una planta acuícola de Pescanova. Fernández Sousa dejó claro que no iba a aceptarlo. El dueño de la empresa llamaba a los medios con tono paternalista haciendo ver que la conselleira recibiría una llamada que mandaría parar mientras inundaba las páginas de los diarios con planchas de publicidad de los barquitos de Pescanova surcando el mar. La pugna se estiró unos días, hasta que Quintana hizo público el cambio de ubicación de sus jaulas.

Sousa había vuelto a ganar. Como lo había hecho antes, con una televisión nacional allá por el año 2001, tras la emisión de un reportaje en el que unos biólogos contaban que los palitos de pescado podían ser palitos pero no llevaban mucho pescado. La cadena fue amenazada con retirar toda la publicidad de Pescanova, si no se emitía una noticia contando que en medio de la crisis de las vacas locas y los temporales una buena alternativa para la mesa eran los platos congelados. Dicho y hecho. 

Las amenazas de Sousa, que hacía temblar a sus directivos cuando entraban en el despacho, no eran en vano. Durante el invierno de 2013, cuando ya habían saltado las tapas de la alcantarilla de la empresa, despidió a un informático de una subcontrata, que estaba casado con una periodista del diario Expansión. La redactora había publicado noticias sobre los líos de la compañía. 

“Podía llamarte 20 veces al día un sábado”

La prensa, que lo había agasajado hasta la exageración durante sus años de bonanza, se convirtió en una de sus grandes obsesiones: si alguien difundía informaciones contrarias a sus intereses debían rodar cabezas en las redacciones. Sus propios directivos vivían amedentrados por su mal humor y las visitas a los despachos de la planta noble constituían auténticas pesadillas, más atroces a medida que se iban revelando los secretos de una multinacional de cartón-piedra. “Podía llamarte 20 veces al día un sábado si tenía algún empeño. No había manera de pararle”, admitía hace unos años uno de sus directores generales sobre el día a día en la empresa. 

En aquella época, a partir de la crisis de 2008, los departamentos financieros y de contabilidad habían empezado a falsear los números –la Audiencia Nacional condena también a la auditora BDO al pago de una multa y a satisfacer más de 51 millones en concepto de responsabilidad civil– para tapar un hoyo millonario, conseguir financiación entre sus cajas de ahorros y bancos amigos, y mantener el castillo en el aire. Pescanova SA llegó a falsificar facturas por 3.000 millones de euros para acceder a nuevos créditos cuando el boquete amenazaba con engullir a la compañía.

Juan Pavía, el fiscal de Anticorrupción que llevó al banquillo a Sousa y la antigua cúpula de Pescanova describió así sus prácticas en su último alegato ante el tribunal hace un par de meses: “No hablamos de unos millones arriaba o abajo sino de más de 2.000 de pasivo oculto. En un desbalance tan grosero que es imposible que obedezca a un error. [...] Para solucionar los problemas de Pescanova no solo eligieron el camino equivocado, sino que escogieron el delictivo. Y lo eligieron cuando el sistema les brindaba posibilidades para no hacerlo”

Sousa no se había rendido fácilmente, durante el último lustro ha cargado contra la banca, contra los accionistas, contra casi todos, incluso después de entregar el trono en 2013. Y pese a haber cobrado un sueldo anual de un millón de euros denunció a su empresa por despido improcedente. Reclamaba 666.000 más. Desde hace siete años peleaba para no ir a la cárcel e incluso había decidido enfrentarse a entrevistas incómodas por primera vez en su vida. 

Todo ha sido en vano. La condena, que aún puede recurrir, le ha llegado a los 70 años. Su descenso a los infiernos tuvo de todo. Incluso una amante que se dedicó a airear los correos electrónicos desesperados que el empresario le mandaba a medida que avanzaba la investigación y que acabaron publicados en la prensa, una vez desmoronada aquella red de protección. Importantes despachos de abogados llegaron a manejar documentación sobre Fernández Sousa mucho menos decorosa. El empresario que según Feijóo convertía sueños en realidades había llevado sus capacidades demasiado lejos.

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