El corazón siempre me ha parecido un órgano delicado. Compararlo con un motor, toda esa literatura hidráulica, no me resulta vulgar, sino inadecuado. Un corazón es, en realidad, como una flor seca. Tiene algo vegetal y carnoso. Una flor que nunca llega a convertirse en fruto, que cuando está a punto de madurar lo suficiente, creciendo y ensanchando sus paredes, se vacía de nuevo. Estos días, el mundo juega a la sístole y diástole con las políticas progresistas y los derechos conquistados y, mientras tanto, yo pienso en el corazón cansado de mi padre.
Conversando en la librería Numax con Bibiana Collado a propósito de algunas de las ideas de su libro 'Yeguas exhaustas', ambos coincidíamos en que nos era imposible expresar en el texto la manera en que la precariedad lleva hasta el límite los cuerpos de nuestros padres. Cómo ellos encarnan un cansancio extremo, febril. Lo único en lo que pienso cuando pienso en la fuerza de trabajo: un animal que tira, que continúa. No es algo generacional —median dos o tres décadas entre los padres de Bibiana y los míos—, estoy seguro de que la conciencia sobre el propio cuerpo y esos dientes apretados existen también ahora mismo entre los nacidos en los 90 o los 2000. Papá trabaja, de media, unas once o doce horas diarias. De lunes a viernes. No cuento los desplazamientos. Hubo épocas en que fueron más, otras menos. Hacia finales de junio el moreno en su brazo izquierdo es la marca inequívoca de eso que el poeta clásico dio en llamar los trabajos y los días.
La verdad es que yo no me parezco casi nada a mi padre. Compartimos, como mucho, un sentido del humor y una curiosidad insaciable por el mundo que empleamos solo para competir entre nosotros o delante de mi madre y mi hermana. Nunca como punto de encuentro. En algunos momentos de mi vida, supe que él me quería porque mamá se esforzó en convencerme de ello. Supongo que haría lo mismo con él.
Mi padre no planeó tener un hijo maricón, ni una mujer pensionista a los cuarenta, ni una hija indecisa. Tampoco deseó un escritor en la familia, ni creo que le guste este artículo. Le preocupa que no ahorre —sin ser él un gran gestor—, que viaje demasiado, que este no sea un trabajo lo suficientemente serio —incluso ahora que soy funcionario— y que poco a poco me conduzca a la ruina este estilo de vida, este desclasamiento que él mismo, sin saberlo, propiciaba cada vez que se sentía orgulloso de mis logros. Él, que deseó que yo fuese su opuesto y que, aun así, no me alejase nunca demasiado.
El corazón se estira, se llena, se encoge de nuevo y siempre hay algo que se va desgastando: la piel curtida del lado izquierdo del cuerpo o los dedos entre los que se sostienen treinta y cinco años de cigarrillos. Y, de pronto, un día, hay algo que se rompe.
Puede que fuese mi homosexualidad, las primeras vacaciones en el extranjero, el gusto por los restaurantes, todos los libros sin argumento —los que leo y los que escribo— y esa suspicacia mutua cuando hablamos de ciertos temas: la política, la lengua, el cuidado del corazón… Sé que la historia se repite, que somos muchos los que sentimos cómo se partía con un chasquido vegetal aquello que sentíamos que nos unía a nuestro padre o a nuestra madre. Que vimos en sus ojos con una mezcla de orgullo y resentimiento cómo nos miraban como si fuésemos diferentes. Y es cierto, pero no es cierto.
No hay viajes suficientes, restaurantes, libros o conocimientos socialmente prestigiados que me separen de la inteligencia y el sentimiento de aquellos que son invisibles y menospreciados: hablo de un animal de trabajo, del cuerpo de mi padre desde los dieciséis años, de su corazón como una flor preservada.
Cuando esto se publique yo seguramente ya haya hablado con mis padres sobre su voto en las generales y sobre el mío propio. Sobre por qué el mundo se esfuerza por separarnos cuando lo cierto es que la ultraderecha nos borrará al mismo tiempo: al hijo maricón, a la madre pensionista, al padre obrero, a la hermana indecisa. Les advertiré a los tres que hay discursos de odio que apuntan directamente a nuestros corazones y habrá quien no dude en disparar. Y quizás sea necesario decir mucho más. A lo mejor, quién sabe, estaremos todos de acuerdo. Y, si no, discutiremos. Discutir es la prueba inconfundible de que estamos vivos y permanecemos juntos, de que coexistimos. Porque todavía no hemos sido borrados —ni en el campo, ni en la cultura, ni en el seseo y la gheada de esta lengua que aplastarán una vez sin miramientos— y hay cientos de hombres como mi padre que se interpondrían entre mi corazón y una bala. Incluso si no me entienden. Incluso si todos le indican lo contrario. En esa flor confío. Pero, ¿durante cuánto tiempo?