María Pampín

6 de septiembre de 2020 06:00 h

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El autobús urbano de Santiago de Compostela que sube hasta el monte Gaiás llega a la última parada con una sola pasajera. “Alguna vez sube alguien, pero muy pocos”, confirma el conductor, “porque esto está todavía muy verde”. Desde la puerta se ve la Cidade da Cultura, el proyecto arquitectónico y cultural que Manuel Fraga comprometió en 1999 y cuyo coste inicial, 18.000 millones, se calculó en pesetas. A pesar del análisis del conductor, han pasado 21 años desde que se escogió en un concurso internacional al arquitecto Peter Eisenman como autor del proyecto y nueve desde que se comenzaron a utilizar algunos de sus edificios y espacios. En este tiempo, ni se han mantenido los usos iniciales, ni se ha convertido en el centro cultural de Galicia, ni se ha finalizado el diseño del prestigioso arquitecto y, ni mucho menos, ha terminado de absorber gasto -muy por encima del previsto- de los presupuestos de la comunidad. ¿Qué es, entonces, la Cidade da Cultura?

La mayor parte de sus ocupantes, en un agosto de pandemia, son trabajadores. A pesar de su nombre, el complejo tiene más actividad diaria relacionada con la economía que con las artes y solo dos edificios de los seis previstos se dedican a la cultura: el museo y el que acoge la biblioteca y el archivo. El tercero se ha reconvertido en un centro de emprendimiento destinado a coworking y a vivero de empresas y el cuarto, a pesar de llamarse Centro de Innovación Cultural, es la sede de la Agencia para la Modernización Tecnológica de Galicia y de la Fundación Cidade da Cultura, encargada de gestionar el complejo del monte Gaiás. Y, por las decisiones tomadas en los últimos años en la sede de la Xunta de Galicia, su futuro parece estar más ligado a las oficinas que a la cultura.

Hace dos años, Alberto Núñez Feijóo se saltó el compromiso alcanzado por el Parlamento gallego de no seguir gastando dinero para hormigón en el Gaiás y anunció la construcción de un nuevo edificio en el hueco donde debía alzarse una de las óperas más modernas y con más capacidad no solo de Europa, sino de todo el mundo. El bautizado edificio Fontán será utilizado por las tres universidades gallegas cuando termine de construirse -estaba previsto para noviembre de este año- por 17 millones de euros.

El diseño de este nuevo edificio le correspondió al mismo arquitecto que se encargó de trasladar el sueño deconstructivista de Eisenman a un plan de ejecución real. El Fontán será un edificio con ondas y vidrio que evita dejar al aire los cimientos de la frustrada ópera y que termina de romper con el proyecto original de Eisenman. El alcalde al frente de Santiago de Compostela cuando la Cidade da Cultura era solo un anuncio político era el socialista Xosé Sánchez Bugallo, que apoyó el proyecto. Ahora, que años después vuelve a ser regidor de la capital gallega, considera que el proyecto actual nada tiene que ver con lo prometido por Manuel Fraga y su conselleiro de Cultura Jesús Pérez Varela.

Su análisis sobre el complejo del Gaiás determina que la decisión de dejar de construir los dos edificios que faltan -la ópera y el centro internacional de arte- tuvo consecuencias para la definición del proyecto ya que esos dos espacios, son los que, según su parecer, daban sentido a la Cidade da Cultura. Desde el punto de vista arquitectónico, indica, ha perdido su sentido inicial ya que ha dejado de ser una especie de réplica del casco histórico de Santiago, mientras que, desde el cultural, nada tiene que ver con el proyecto original y los dos edificios sin construir eran la apuesta más fuerte y arriesgada.

“Se ha convertido en un complejo incoherente que refleja la incapacidad que hubo para llevarlo adelante”, afirma el arquitecto Xosé Allegue, que considera que el problema surge con el planteamiento inicial del proyecto. “Estaba fuera de escala, desde todos los puntos de vista”, resume. Recuerda algunas de las voces de los profesionales, como la del arquitecto Pedro de Llano, que se alzaron en su momento contra un proyecto que “no era razonable ni desde el rigor constructivo ni desde el económico”. Una idea que quiso trasladar también uno de los miembros del jurado que eligió el diseño de Eisenman, Wilfried Wang, y que emitió un voto particular “que ya pronosticaba todo lo que pasó después”. “Evidenciaba que la intención de la administración no se correspondía con la idea de potenciar la cultura de Galicia. Fuimos víctimas de una operación que escondía intereses espurios”, indica.

Allegue hace referencia a hechos como que la encargada del suministro de la piedra que cubre los edificios fuese la familia de un alcalde del PP que, la sacaba de una cantera sin licencia. Tanto el Consello de Contas de Galicia como la sucesión de declaraciones en la comisión de investigación que se realizó en el Parlamento gallego destaparon una serie de irregularidades que, sin embargo, no tuvieron consecuencias penales. Uno de los aspectos sobre los que más incidió el tribunal de Contas gallego en su informe, en el que decía que Fraga abdicó de “la gestión prudente y planificada de los fondos públicos”, fue el sobrecoste del proyecto que ya en 2007 detectaba aumentos medios en el presupuesto inicial del 200%. El centro ha consumido al menos 300 millones de euros, el triple de lo previsto. El jurado Wang afirmaba en 2011 que, desde el anteproyecto inicial, ya se podía ver que el diseño “excedía los límites marcados en el concurso, algo que acabaría disparando el presupuesto”.

Una de las primeras críticas al complejo del Gaiás surgió desde el ámbito de la Cultura. Muchos profesionales temían que su coste acabase hipotecando el presupuesto de la comunidad dedicado a cultura de las siguientes décadas y nunca llegase a convertirse en nada más que en un enorme mausoleo en honor a Manuel Fraga. “Si algo nos enseñaron estos años es que el dinero para cultura hay que investirlo en trabajadores cualificados y no en grandes infraestructuras”, explica Jorge Linheira, miembro de la directiva de la Asociación Galega de Profesionais da Xestión Cultural, en la que conviven diversas opiniones, a favor y en contra, sobre la Cidade da Cultura como dinamizadora del sector en Galicia. Una de las conclusiones generales que traslada Linheira alrededor del trabajo cultural desde el complejo es la carencia de un plan estratégico, con unos objetivos claros, unido a la falta de transparencia sobre la inversión que absorbe el Gaiás.

En los nueve años que lleva abierta, la Cidade da Cultura ha ido ampliando su cifra de visitantes, desde las más de 300.000 personas de 2011 al récord de 1.150.000 del pasado 2019. La mayor parte de ellos, sin embargo, acude a cursos, talleres, conferencias, actos oficiales, reuniones de trabajo o incluso a comprar ropa en outlets temporales, pero no a espectáculos culturales. El cálculo de la Fundación sitúa en 150.000 las personas que visitan las exposiciones o acuden a los conciertos que se programan allí. Algunos de estos ciclos, como Atardeceres no Gaiás, se mantiene año tras año aunque por su formato -el público se sienta en puffs en una explanada frente a un pequeño escenario- podría trasladarse a cualquier plaza de la ciudad compostelana. En los huecos de las infraestructuras por hacer se fueron construyendo un rocódromo, un parque infantil, un pequeño auditorio al aire libre o una pista de skate, sin que las decisiones estuviesen guiadas por un plan de actuación.

El alcalde recuerda que es obligación de las administraciones buscar su viabilidad y ponerlo a servicio de la comunidad al tiempo que constata la desvinculación que existe entre la mayoría ciudadanía en Galicia y lo que acontece en la cúspide del monte Gaiás, a las afueras de Santiago. En ello influye además de la distancia cultural, la distancia física. La Cidade da Cultura fue construida fuera del planeamiento de la ciudad y sin conexiones. “Era una isla y sigue siendo una isla”, considera Allegue. Hoy en día cuenta con una línea de autobuses que sube cada hora monte arriba por la avenida Manuel Fraga, una parada de taxis vacía, un aparcamiento y una salida directa de la autopista. Un camino en el que es frecuente cruzarse con los vehículos de las autoescuelas que lo eligen para hacer prácticas del aparcamiento en batería.