Terranova, el mar del infierno donde los marineros gallegos buscan el fletán negro y el bacalao

Daniel Salgado

0

Es, coinciden todas las personas consultadas, uno de los caladeros más duros del mundo. Aguas gélidas, pocas horas de luz, incesante desfile de tormentas, a veces nieve, mar montañosa. Hace décadas que los marineros gallegos se adentran en el mar de Terranova, primero a la busca del bacalao y ahora, mayoritariamente, detrás del fletán negro. Y, aun así, nadie recuerda algo como lo sucedido este martes, cuando el buque arrastrero Villa de Pitanxo emitió la llamada de auxilio a unas 240 millas de la costa de Canadá. Han sobrevivido tres de sus 24 tripulantes. Es el naufragio de un pesquero gallego con mayor número de víctimas desde 1978.

Entonces, el Marbel se fue contra las rocas en la isla norte del archipiélago de las Cíes, a poco más de cinco millas del puerto de Vigo, de donde había salido rumbo a Sudáfrica. Murieron 27 hombres. No había servicio de salvamento en la ría. Pero en Terranova y en 2022, pese a lo extremo de las condiciones, lo vivido es inaudito. “Nunca se había dado tal caso”, señala a elDiario.es Xabier Aboi, responsable de Mar del sindicato CIG, “sí se perdieron marineros, pero un hundimiento así, jamás. Pasó en otros lugares, no en Terranova”. En la actualidad, son nueve los buques gallegos que faenan por la zona, también conocida como los Grandes Bancos, a la captura del fletán negro. Otros dos tienen licencia, pero para bacalao. Fueron mucho más. La cuota negociada por la Unión Europea con Canadá permite pescar entre 5.000 y 7.000 toneladas anuales. Llegaron a ser 40.000.

“La flota de Terranova es una flota muy moderna. Son barcos nuevos, más seguros, tecnológicamente increíbles. El Villa de Pitanxo se construyó en 2004, eso es como un coche de dos años de antigüedad”, asegura Edelmiro Ulloa, gerente de la Cooperativa de Armadores de Pesca del Puerto de Vigo. Y, sin embargo, la fiereza del océano Atlántico en esas latitudes ya se había mostrado en más de una ocasión. Xabier Aboi habla de una pareja de bacaladeros de armador vasco pero base en A Coruña y tripulación gallega: el José Cornide y el Eduardo Chao. “En un temporal, vino un golpe de mar y le movió el puente de mando al Eduardo Chao dos metros hacia atrás. ¡Está soldado, que no va amarrado con unos alambres! Le barrió los aparejos, hubo heridos y se quedaron sin comunicación”, relata, “estuvieron día y medio perdidos, a la deriva. Los encontraron los canadienses. Eso es el mar”. Eso es Terranova.

En el archivo de Ulloa solo figura un incidente significativo, el del bacaladero Monte Galiñeiro en 2009. Buque recién botado. Veintidós marineros a bordo. El motor se incendió y el barco fue al fondo. Todos los tripulantes fueron rescatados. “Donde está el pescado son aguas en donde el invierno es el invierno”, dice. Lo corrobora José Manuel Muñiz, presidente de la Asociación Española de Titulados Náutico Pesqueros (Aetinape). Hace décadas que navegó en Terranova o en el caladero de Boston, más o menos próximo. “Eso es el infierno puro y duro. Un mar gélido, montañoso. Y más de noche y con temporal, como sucedió con el Villa de Pitanxo”, afirma. Entonces, las olas adoptan forma de cordillera y por ellas se desplazan los buques. “Un percance de cualquier tipo puede ser fatal. Si falla el motor, estás perdido”, añade.

Es probable, coinciden las fuentes consultadas por elDiario.es, que ese fuese el panorama de enormes montañas de agua al que se enfrentó el Villa de Pitanxo en la noche del martes. Cincuenta metros de eslora y diez de manga, el suyo era el tamaño medio de los arrastreros congeladores que van a esas aguas. Las mareas (así se le llama a cada expedición) duran entre dos meses y medio y tres meses y medio, explica Xabier Aboi. “Es un mar muy duro para la gente y para los barcos. Ayer escuchaba a la embajadora canadiense, que hablaba de cuando se hundió una plataforma petrolífera. Imagina”, indica. Fue la Ocean Ranger, en febrero de 1982, que se cobró la vida de 84 operarios. Pero contra los elementos, la riqueza de esos mares ha atraído al lugar a marineros de Europa y América. Desde hace siglos. Y a los gallegos se les debe en parte la investigación y el desarrollo de la tecnología necesaria para pescar el fletán negro en Terranova, narra Aboi.

De Namibia a Canadá

La independencia de Namibia, declarada en 1990 tras la caída del apartheid en la potencia colonial, Sudáfrica, obligó a los barcos gallegos que trabajaban en sus costas a buscar nuevos caladeros. Algunos se dirigieron a las Malvinas, otros a Terranova. En esta última zona, que en el sector se conoce como Nafo debido al organismo que la regula (Organización de Pesquerías del Atlántico Noroccidental), comenzaron a extraer fletán negro. La maquinaria, sin embargo, no estaba preparada para tanta profundidad. Las maquinillas, el sistema que arrastra las redes, rompían. Galicia fue puntera en diseñar soluciones técnicas y adaptar las herramientas al medio. Y eso que la especie apenas tenía salida comercial en el país. Sí en Asía, donde es un pescado muy consumido.

“Se decía que cuando venías de regreso de la faena, a la altura de Azores, ya lo habías vendido todo. A Asia, aquí poco”, dice Aboi. Aquella fiebre no duró demasiado. Expiró con la llamada Guerra del Fletán, que culminó en 1995 con el apresamiento del arrastrero Estai, con base en Vigo, acusado de violar la zona económica exclusiva de Canadá para hacerse con el pescado. Su Armada ametralló la proa del barco gallego y después lo capturó. La Unión Europea entendió que la acción constituía un acto de piratería. El conflicto se resolvió varios meses después con la limitación de cuotas para la flota comunitaria. A pesar de que hoy apenas una decena de embarcaciones gallegas trabajan en los Grandes Bancos, siguen siendo mayoría entre los europeos. Hay también alguna portuguesa, lituanas y letonas.

Muchos cuerpos de estos marineros nunca se recuperaron. Eso suponía un problema para que su familia accediese a pensiones y ayudas

“Es uno de los caladeros donde todavía se gana una peseta”, expone el sindicalista sobre los marineros, “los tripulantes cotizan por el máximo. En ese sentido, no hay queja”. Nadie diría, con todo, que está bien pagado pasar tres meses en alta mar, con temperaturas bajísimas –el agua a un grado o dos; en el exterior, cifras negativas–, y expuestos a una de las potencias más devastadoras, la del océano levantado en temporal. “Cuando alguien habla del precio del mar, no sabe lo que cuesta”, concluye Aboi.

Viudas y huérfanas de desaparecidos

También el Estado tardó en sensibilizarse. La lista de naufragios y de vidas perdidas es inacabable. Manuel Camaño, sindicalista de la Central Unitaria de Traballadoras (CUT) y natural de Cangas (O Morrazo, Pontevedra), menciona algunos de los que todavía conforman la memoria de la comarca de la que partió a finales de enero el Villa de Pitanxo: el Ave del Mar –26 muertos, 1956–, el Centoleira –22 muertos, 1964–, o el San Martín –12 muertos, 1977. “Están en el imaginario colectivo, sobre todo de la gente mayor. Pero en Terranova nunca había pasado”, dice.

Muchos cuerpos de estos marineros nunca se recuperaron. Eso suponía un problema para que su familia accediese a pensiones y ayudas. Solo en el año 2000 una modificación legislativa impulsada por Aetinape con ayuda del PNV aceleró la posibilidad para familiares de víctimas de naufragios de declarar el fallecimiento y así poder actuar legalmente a todos los efectos.

“Con anterioridad, debían transcurrir varios años entre el accidente y la consideración de fallecidos de las víctimas”, explican desde la asociación de titulados. El problema había llegado al debate público tras las desaparición, en 1984, del congelador Montrove, con base en Bueu (O Morrazo, Pontevedra). No se volvió a saber de él ni de sus 16 tripulantes tras salir del puerto de Las Palmas en dirección al banco canario sahariano. “Ahora es fundamental que, más allá de los minutos de silencio que están muy bien, las administraciones hagan lo que tienen que hacer”, aduce José Manuel Muñiz, presidente de Aetinape, en relación al hundimiento del Villa de Pitanxo, “crear una oficina de apoyo psicológico y ayuda burocrática para los familiares. Estar pegados a su dolor”.