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Visita guiada al Pazo de Meirás 13 años después: un vistazo al expolio de los Franco en el hogar de Pardo Bazán

Luís Pardo

Meirás —

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“Supongo que saben que el Pazo sigue en juicio con la familia Franco y ése es el motivo por el que nos va a acompañar seguridad. El Pazo está rodeado de cámaras y nos van a ir viendo en todo momento”. Marta, la guía del Pazo de Meirás, aparece acompañada de un guarda cuando se abren las gigantescas puertas, traídas desde el Alcázar de Toledo hasta este punto del municipio coruñés de Sada: cada hoja pesa una tonelada y en ellas todavía se pueden ver los impactos de bala. No quiere generar falsas ilusiones entre la docena de personas reunidas a la entrada del recinto. Hasta que el Supremo resuelva el recurso de la familia sobre la propiedad, casi todo el interior del edificio es zona prohibida, y por eso la visita “va a ser prácticamente exterior”. En 2011, cuando el Pazo se abrió por primera vez al público, tres años después de ser declarado Bien de Interés Cultural, este cronista recuerda que pudo acceder a habitaciones, como el despacho del dictador, que hoy están vetadas. Entonces, no había ningún litigio en marcha y la Fundación Francisco Franco se encargaba a regañadientes de gestionar las visitas.

Si el anuncio de Marta provoca algún desengaño entre la expedición, no se nota. Nadie renuncia. Incluso un par de ciclistas ponen el pie en el asfalto para preguntar cómo se puede conocer el Pazo. Llevan prisa, así que vuelven a pedalear sin saber que habrían podido sumarse a nuestra ruta guiada. Ocho de los veinte inscritos -límite de plazas- no aparecerán. Una situación que se ha repetido varias veces este verano en el que la elevada demanda obligó a ampliar los dos recorridos de sábado y domingo también al viernes.

El grupo, donde se mezcla el acento local con el de los veraneantes habituales en esta zona de la costa coruñesa, pisa las piedras traídas -“una a una”- de la cercana playa de Mera, bajo la sombra de los gigantescos eucaliptos de la familia Pardo Bazán. Doña Emilia fue la gran impulsora de las Torres de Meirás, tras reconstruir una antigua fortaleza militar del siglo XIV. Allí se casó, con 16 años y allí quiso ser enterrada. Cuando lleguemos a la capilla veremos el sarcófago que encargó para un objetivo que sus descendientes nunca cumplieron. Pese a tener un origen tan claro, hoy es uno de los bienes que los Franco siguen reclamando como suyos.

Fue el dictador el que cambió el nombre de Torres a Pazo de Meirás, para tratar de dotarse de un abolengo del que carecía. Hoy lo llamaríamos postureo. Sin embargo, la primera construcción con la que topan los visitantes no es el Pazo sino O Paciño, la casa de juegos, con su hórreo a escala. Por áticos más pequeños pedían en Madrid 200.000 euros. Tampoco allí se puede entrar, aunque alguno de los visitantes recuerda haberlo hecho en otra ocasión. Las contras están abiertas y a través de sus ventanas se observa la cocina bilbaína donde Carmencita y sus amigas, las hijas de los jerarcas del régimen, disponían de agua corriente en plena posguerra.

El sendero lleva al jardín de uno de los laterales, flanqueado por barandillas y ornamentos expoliados del Pazo de Bendaña -en Dodro, a 100 kilómetros de distancia- y, desde allí, llegamos a la vista frontal, la más conocida, con la torre de Levante a nuestra izquierda y la de Poniente, a la derecha. Aquí está el balcón de las Musas, al que se asomaba la madrugadora doña Emilia. Dedicaba las mañanas a escribir y por la tarde convertía las Torres en un foco de vida social. La parte que aún permanece aquí de su inmensa biblioteca -el grueso se guarda en su casa natal, la sede de la Real Academia Galega, en A Coruña- permanece vetada al público como parte del litigio.

Tráilers vacíos en 2020 y camiones cargados en 1978

El guarda abre las puertas de cristal y sólo entonces accedemos a la entrada, donde la decoración se aleja de la intelectualidad y nos acerca a los gustos mundanos de Franco: escopetas y cabezas de corzos se llevan el protagonismo. Como en El Ángel Exterminador de Buñuel, no es posible ir más allá. A la derecha, un panel indica que en esa estancia estaba el escritorio de Pardo Bazán. A la izquierda, menudo contraste, otro similar anuncia la presencia del de Franco.

Aunque el panel esté en la planta baja, el despacho del Caudillo se encuentra en el primer piso. La característica escalera central, coronada por un busto del dictador bajo la vidriera con los escudos heráldicos de los Pardo Bazán, está despojada de la conocida alfombra roja, algo que una visitante hace notar a la guía. Como es uno de los objetos que los Franco reclaman como suyos, ha sido retirada de la vista del público. “Pero está guardada aquí, no se lo han llevado”.

Es algo que Marta recuerda una y otra vez, e incluso tiene ocasión de responder a la pregunta sobre la llegada de los Franco con varios tráilers, a finales de 2020, para llevarse las que consideraban sus posesiones. “Entonces ya era propiedad del Estado y no pudieron pasar”. Los camiones volvieron vacíos.

Todo lo contrario de lo que, según la tradición popular, pasó tras el incendio que afectó al edificio en 1978 y que nunca se ha podido aclarar. Fue uno de los tres fuegos casi simultáneos en otras tantas propiedades de la familia. Se cree que lo utilizaron para adueñarse de antigüedades a las que luego se les perdió el rastro. Incluso recuerdan que, poco después, se pagó a los marineros de Muxía para no fuesen a trabajar al puerto una noche. Los que acudieron a ver qué pasaba pudieron comprobar cómo bienes, supuestamente procedentes de Meirás, se cargaban en barcos con rumbo al extranjero...

Estatuas del Pórtico de la Gloria... y una réplica

La capilla es otro de los escasos espacios interiores que se puede ver, tras una disuasoria barrera de cristal. De frente al visitante, el retablo del Pazo de Santa María de Sada que los vecinos dieron a los Pardo Bazán como pago de un servicio. A la izquierda, el sarcófago sigue esperando los restos de su propietaria para descansar en su hogar. A la derecha, dos venerables figuras de piedra contemplan la estancia: son dos de las estatuas del Pórtico de la Gloria de la Catedral de Santiago, realizadas en el siglo XIII por el Maestro Mateo: los patriarcas Isaac y Abrahham -o, según otra hipótesis, los profetas Jeremías y Ezequiel-, con los que se encaprichó Carmen Polo en una visita al ayuntamiento compostelano. Reclamados por el consistorio, la jueza dio, en primera instancia, la razón a los herederos del dictador. Pero la disputa continúa abierta.

Lo mismo sucede con dos de los maceteros del jardín, uno de los cuales alberga un rododendro. Las estructuras de piedra destinadas a una labor tan mundana son, en realidad, una pila bautismal y otra de agua bendita del monasterio de Moraime, en Muxía, a las que también les echó el ojo la consorte del Caudillo. Esta vez, la fe católica cedió ante el demonio de la decoración. El testimonio ante notario del cura de la localidad despejó cualquier tipo de duda sobre su procedencia y, ahora, sólo esperan la orden para regresar a su lugar de origen.

Camino del bosque de bambú -una especie que, por su carácter invasor, le habría encajado bien a Franco, pero que fue creado por el abuelo de Pardo Bazán- encontramos una réplica del parteluz del Pórtico de la Gloria. Como sucedió con el cruceiro pontevedrés que se alza junto a una de las pilas, también esta vez, el ansia de rapiña de los Franco se contentó con una simple copia. Como vimos, no siempre fue así.

Al lado del bosque vemos los restos de la granxa de Meirás. Así era conocida la propiedad cuando la compraron los Pardo Bazán y así siguió funcionando también durante la dictadura: el Estado compró vacas y gallinas para abastecerla y su jefe vendía la leche y los huevos a los mismos vecinos de Meirás a los que les quitaron sus tierras hasta casi duplicar la superficie de la finca. Los que sobraban, se llevaban a Madrid, donde se pagaban “a precio de oro” porque eran “los huevos de Franco”. Conociendo lo sucedido en la Guerra de África, este cronista todavía se muestra sorprendido por ese plural.

De robar tierras a mover marcos parroquiales

De vuelta ante la fachada principal, buscamos sombra para que Marta cuente los avatares judiciales del Pazo. Junto a la fuente del Diablo narra cómo la investigación de los vecinos -en especial, de Carlos Babío y Manuel Pérez Lorenzo, autores de Meirás: un pazo, un caudillo, un espolio- permitió demostrar tanto la venta fraudulenta de la finca como el robo de las tierras a los vecinos.

En 1938, la llamada Junta Pro Pazo, tras arrancar por toda la provincia aportaciones “voluntarias”, se la regaló al jefe del Estado; no al ciudadano Francisco Franco, quien intentó falsificarlo con una venta fraudulenta tres años después. Eso es lo que ha fallado la justicia y por eso el Pazo ha vuelto, en primera instancia, a titularidad pública.

Mientras relata estos hechos, Marta señala una construcción que hoy está en el borde interior de la finca. Es la casa de Josefa Portela. No pertenecía a los Pardo Bazán: fue expropiada para los guardias civiles que acompañaban a Franco en sus estancias. Josefa era la abuela de Carlos Babío y su historia sirvió como acicate para su indagación. ¿Cuántos otros vecinos se vieron privados de sus tierras para engrandecer las propiedades de veraneo del Caudillo...?

Un poco más allá, también dentro del muro, se levanta la llamada Casa de Babío. No tiene que ver con Carlos: era propiedad de un emigrante en Estados Unidos, por eso Franco no pudo adquirirla hasta los años 60. Como único pago, el dueño le pidió que le construyera otra “en Meirás”. Franco lo hizo, al otro lado de la carretera... pero aquello era ya la parroquia de Mondego. Así que, en lugar de derribarla, se movieron los límites administrativos: desde entonces, la parroquia de Meirás acaba justo detrás de la casa del americano. La tradición gallega de mover os marcos alcanzaba un nuevo hito.

Ha pasado una hora y Marta todavía deja unos minutos por si alguien quiere hacer más fotos. Es mediodía y el sol pega con fuerza, así que el trámite se resuelve rápido. El grupo se disuelve con un comentario repetido: “¡A ver si la próxima vez podemos verlo todo!”. Aún sobre el césped, uno de los visitantes, uno de esos veraneantes habituales que ya había estado otras veces en el Pazo, se vuelve para mirar el entorno y sentencia: “Aquí acabarán celebrando bodas y comuniones”.