Transporte Madrid

Crónica de un viaje de 40 kilómetros por los Museos y las reliquias de Metro de Madrid

La idea, como las mejores y las peores ocurrencias, parte de un amigo. También es ese amigo quien se ocupa de las reservas en aquellos lugares que la requieren. Menos mal que todavía quedan personas que demuestran iniciativa y arrastran a quienes carecemos de esa capacidad de planificación. No fue contra mi voluntad, desde luego, pero su ímpetu guió a mi curiosidad. Unos cuantos whatsapps y listo: el 19 de marzo iniciamos una ruta por los lugares más icónicos del Metro de Madrid, que entre viaje y viaje suma más de 40 kilómetros, con una visita a la exposición de Trenes Históricos en Chamartín (si no recuerdo mal, esta es la primera de las cuantiosas ocasiones en que debo cerciorarme de que Chamartín no es Chamberí, y viceversa).

Por situar al lector: la propuesta de mi amigo era completar el Pasaporte de los Museos de Metro. Una iniciativa de esta nuestra Comunidad de Madrid que consiste en visitar ocho enclaves míticos (spoiler: no todos son tan míticos) del suburbano. A cada uno de ellos le corresponde un sello. Una vez que todos han sido estampados, el ciudadano o ciudadana ejemplar que haya logrado semejante hazaña recibe un regalo sorpresa (spoiler: en mitad de la ruta el regalo sorpresa fue spoileado y dejó de ser sorpresa).

Este Pasaporte puede adquirirse de manera totalmente gratuita (todas las visitas lo son) en tres de los ocho emplazamientos, en concreto los tres Museos: la Nave de Motores de Pacífico, la estación fantasma de Chamberí y la mencionada muestra de Trenes Históricos de Chamartín (la confusión entre estos dos últimos lugares, una más, está servida). Es en Chamartín donde, una vez finalizada la visita, nos entregan el papelito que actúa como pasaporte. A continuación, lo que vimos y vivimos en este y el resto de lugares.

Chamartín: antes todo esto era Metro

Algo genial de este Museo es su aspecto de andén paralelo, su total integración dentro de una estación contemporánea. El contraste entre los vagones actuales y los modelos expuestos es tremendamente llamativo. También la evolución de los mismos tanto por dentro como por fuera, progresiva pero imparable (estupenda película sobre ferrocarriles, diría quizá si la hubiese visto). Atención al reducidísimo espacio y la incomodísima sillita que le dejaban a los pobres conductores. Verdaderamente un trabajo que no estaba pagado.

La disposición de los elementos es muy acertada: los trenes ocupan las vías, obviamente; mientras que en el andén hay reliquias como billetes antiguos, silbatos de los revisores o materiales y herramientas utilizadas en la construcción. Las paredes están repletas de carteles que narran la historia del Metro de Madrid desde su fundación, el 17 de octubre de 1919, hasta la actualidad.

Cada parada en la cronología temporal va acompañada de una imagen del paulatino crecimiento de la línea de Metro. Comprobar de manera tan visual este aumento de tamaño, despacito pero sin pausa, es fascinante. En eso ando pensando cuando se produce uno de esos fenómenos preciosos e inevitables en este tipo de actividades lúdico-cultural-populares: se acerca un grupito de señoras y señores, probablemente jubilados (todo a lo que aspiramos en la vida mi amigo y yo), a contarnos anécdotas.

Que si antes el precio del billete se ajustaba en función a lo que valía un sándwich pequeñito (¿o era al revés?), que si tuvieron que sustituir la palabra “puerta” en la advertencia que aconsejaba no pegarse a ellas porque había chavales que se dedicaban a tachar la letra “e” y la letra “r” (una muestra de la enorme madurez que destilaba la sociead en décadas pasadas)... En fin, solo maravillas.

Gran Vía: el gallego que puso orden en la capital

No, no se trata de Alberto Núñez Feijóo. Y eso que el hombre del que hablamos se definía como “trabajador” y “español”. Es Antonio Palacios, el principal arquitecto del Metro de Madrid. Nacido en Porriño (Pontevedra), su trabajo destacó por intentar alejarse de la sensación de ahogo que transmiten otros suburbanos europeos. Para ello, recurrió a un aplacado en colores blancos que potenciase la sensación de luminosidad, en una época en la que la luz artificial no estaba tan desarrollada. Palacios es responsable también del característico rombo del logotipo de Metro.

Otra de sus contribuciones fue el templete de Gran Vía. De ahí que, una vez la estación acabó sus obras y reabrió (¡lo suyo costó!), con la reproducción de dicho templete incorporada, esta ubicación comenzó a albergar una pequeña exhibición de la vida y obra del urbanista gallego. Complementada, además, con algunas imágenes y textos sobre las obras que tan poquito se han alejado de los plazos marcados originalmente por la administración (¿qué son dos años en una vida de sinsabores?).

A esta estación que durante tantos meses quedó en un limbo espacial y temporal venimos después de Chamartín. Es uno de los museos que Metro no considera Museo, es decir, no ofrece visitas guiadas y el tamaño es más bien discreto. Tampoco puede adquirirse o sellarse aquí el Pasaporte. En este caso, como en algunos más, hay que hacerse un selfie para mostrarlo después en alguna de las estaciones que sí ofrece este servicio.

Dar con la muestra no es fácil. Nos vemos obligado a pasar los nuevos tornos distópicos que han instalado. A mí, con mi abono joven, me da un poco igual. A mi amigo, con la misma juventud en el espíritu pero no en el DNI, no tanto. Hechas las fotitos de rigor, damos por finalizada la primera jornada de turisteo subterráneo.

Ópera: qué rica el agua de Madrid

Después de un fin de semana de descanso, retomamos la aventura el 2 de abril. Lo hacemos en los Caños del Peral, situados bajo la Plaza de Isabel II, en la estación de Ópera. Es otro de esos enclaves que sorprende encontrar integrados en la propia estación, haber pasado tantas ocasiones por ahí sin percatarse de su existencia. Se trata de un vestigio del sistema de transporte y almacenamiento de agua en Madrid empleado durante más de dos siglos.

La visita guiada tiene como atracción principal la fuente que recogía el agua de manantial junto al arroyo del Arenal en la segunda mitad del siglo XVI. Llegó a tener 34 metros de longitud en su origen, aunque ahora solo se conserva un pequeño tramo y se ha reconstruido un imponente arco que la franquea. También encontramos aquí la galería de abastecimiento en bóveda de cañón, la alcantarilla de la zona y el Acueducto de Amaniel que, salvando al barranco del arroyo del Arenal, surtió de agua al Palacio Real desde el siglo XVII hasta finales del XIX.

Es, al margen de los tres Museos con mayúsculas, el enclave más cuidado y completo de la ruta. Llama la atención la resistencia de ciertos materiales empleados en la época. Sobre algunas rocas se conservan, pese a la erosión producida por el transporte de agua durante muchas décadas, inscripciones empleadas durante la construcción para indicar a los operarios donde colocar cada pieza.

El recorrido (aunque a decir verdad, y pese a la cantidad e interés de la información, todo tiene lugar en una única sala) acaba con un sintético vídeo que vemos desde unas pequeñas gradas. Un cierre que se ha retomado recientemente, después de que el covid obligase a suprimirlo. Después es el momento de los selfies. Mi amigo elige la fuente, yo (que siempre intento dármelas de original) opto por con el acueducto.

Tirso de Molina: progresamos adecuadamente

Como Gran Vía, Tirso es una de esas paradas que no cuenta con visita guiada. En este caso, de hecho, ni siquiera hay algún tipo de exposición o textos que sirvan de contexto a lo que se contempla. También como Gran Vía, el mayor aliciente del lugar es obra de Antonio Palacios. En este caso se encuentra en el interior: el vestíbulo.

Concretamente, en el acceso por la boca que da a la Plaza de Tirso de Molina y a la Calle del Conde de Romanones. La bóveda está cubierta de azulejos blancos biselados, con frisos de cerámica de Toledo, en reflejo de oro y cobre. Preside el espacio el escudo antiguo de la ciudad, realizado en cerámica y con reflejos metálicos.

En un principio, este escudo se colocó en la estación de Cuatro Caminos para la inauguración de la línea 1 por el rey Alfonso XIII en 1919. Más tarde, se trasladó hasta aquí. No es el único cambio experimentado por Tirso de Molina a lo largo de la historia: su propio nombre ha sido modificado. En el transcurso de la ruta nos enteramos de que en su origen (fue inaugurada en 1921) se llamó Progreso.

Y así, con la sensación de ir progresando poco a poco aunque quede mucho camino por delante, llegamos a la estación, observamos la bonita estancia y nos fotografiamos en ella. No hay mucho más que hacer. Al menos no hemos tenido que pasar por los tornos, con lo cual mi amigo se ahorra pagar otro viaje.

Chamberí: solo leyendas

Seguramente la joya de la corona. Ya desde la entrada a la Estación-Museo, situada en la Plaza de Chamberí, la concurrencia es mucho mayor. Se forman dos colas: la de quienes acudimos con reserva y la de quienes esperan a que queden cupos libres. Siempre hubo clases y por una vez me toca la privilegiada. Tras una breve espera, nos adentramos en el recinto descendiendo una escalera de caracol que ya promete sorpresas.

Antes de iniciar la visita, los responsables preguntan si alguien posee el Pasaporte. Es nuestro momento: somos los únicos. Curiosamente, cuando esta pregunta se vuelva a repetir en otra parada, casi todo el mundo dispondrá de él. Mi teoría es que Chamberí es el Museo más famoso y atractivo de los que componen la ruta, por lo que mucha gente viene a verlo per se y es aquí donde tienen conocimiento de la existencia de este documento. Durante la explicación del tema Pasaporte, se produce la tragedia: el encargado de la misma nos estropea la sorpresa de la recompensa final que recibiremos por estampar todos los sellos en el papel. Recomiendo a los amantes del misterio que se tapen los oídos o pongan los cascos a todo volumen en este punto de la ruta.

Hablando de misterios, Chamberí, como toda estación fantasma que se precie, tiene unos cuantos. Quizá por eso a nuestra guía le falla tanto el micrófono, indispensable en ciertas partes del trayecto. Alguien o algo no quiere que sepamos los entresijos del lugar... Clausurada en 1966 y hecha Museo en 2008, entre esas cuatro décadas llegó a un estado de abandono que hizo pulular todo tipo de leyendas. Sombras, luces, ruidos y murmullos que, quizá, encuentran una explicación mundana en el hecho de que la estación sirvió de cobijo para personas sin hogar o drogodependientes.

Con o sin presencias paranormales, Chamberí es uno de los enclaves más míticos y cinematográficos de la red suburbana. El vestíbulo, las taquillas, los vestuarios del personal, las escaleras o los pasillos conforman una enorme cápsula del tiempo. Eso sí, no hay mayor fantasía que las publicidades en las paredes de los andenes (que todavía hoy atraviesa el metro entre las estaciones de Iglesia y Bilbao, de ahí la necesidad del micro cuando esto sucede).

Unos preciosos diseños artesanales con mensajes tan sencillos como convincentes. “El mejor reloj”, reza el escueto eslogan de un anuncio de la marca Longines. La guía explica la modernidad de otro, que podría parecer el más clásico por su sobriedad. Pero nada más lejos de la realidad, en Almacenes Rodríguez se adelantaron a su tiempo dejando un rectángulo en blanco que podían ir rellenando y borrando según las promociones u ofertas que manejasen. Con estas curiosidades concluimos el día, un poco chafados debido al spoiler. Y, por qué no decirlo, también por no haber visto (ni oído) ningún fantasma. Será que se camuflan en el ruido de los trenes.

Pacífico: anteriormente en Metro de Madrid

El 9 de abril iniciamos la tercera y última jornada. El vestíbulo de Pacífico se siente como un viaje al pasado. No solo a los orígenes y la historia de Metro, sino a una semana atrás. Porque el principal problema de esta parada es que en todo momento da la sensación de recopilación. No aporta nada nuevo, más allá de contemplar un habitáculo bonito.

Si solo fuese verlo y fotografiarse, como en Tirso, pues poco que decir. En este caso, sin embargo, no está abierto al público, por lo que hay que reservar. Esto incluye una visita guiada que es más bien una exposición, ya que todo se centra en un único espacio. Una vez descrito, el guía (que poca culpa tiene) explica algunos de los hechos más significativos en la cronología de Metro. El problema es que no se sienten tan integrados a lo que vemos, no es un relato pegado a una materialidad como ocurre en otros Museos.

Por si fuera poco, uno de los vídeos que se proyectan en un televisor incluye el peor chiste sobre transporte público de la historia (tampoco debe haber muchos). Lo reproduzco a continuación porque no tengo ningún amor propio. Contexto: la escena está ambientada en 1920, justo cuando la red de Metro acaba de ser inaugurada con la línea 1. Un señor le dice a otro: “¿Sabes cuáles son los dos lugares de Madrid más cercanos entre sí? Sol y Cuatro Caminos, porque solo hay un metro”.

Para correr un tupido velo, un detalle bastante chulo es un plano de la zona de Pacífico que se muestra en el televisor. En él, se observa como los espacios dedicados al suministro de energía a la red alrededor de la Nave de Motores se han ido reduciendo con el paso del tiempo. Cada vez se hace más con menos, y ese terreno liberado ha pasado en su mayor parte a ser edificado o reconvertido en zonas de recreo.

Nave de Motores: acelera un poco más

Como decía al principio, mi amigo se encargó de toda la logística. Por ello, y por el poder de la amistad, estaría feo que yo aprovechase la tribuna pública que se me otorga para reprocharle cosas que no me atreví a decirle en persona. Dicho lo cual, no optar por la visita guiada a la Nave de Motores fue una decisión cuanto menos cuestionable, dado lo impresionante del lugar y la de historias que debe encerrar. Claro que es muy fácil hablar cuando te lo dan todo hecho.

El caso es que ahí estábamos los dos, contemplando la descomunal maquinaria que durante décadas actuó como cerebro y corazón del Metro. De vez en cuando hacíamos la típica de pegar un poco la oreja a las explicaciones que el guía ofrecía al grupo de turno, aunque no me quedé con la copla de absolutamente nada.

Los carteles informativos sí nos ayudaron a situarnos, aunque pensándolo bien la maquinaria es tan fascinante por sí misma que quizá eso de prescindir de una explicación no fue tan mala idea. Casi parece que los engranajes van a abalanzarse sobre ti, a comerte y expulsarte después por una estación perdida de la línea 12. La estancia tampoco ayuda a relajarse. La disposición de los elementos me recuerda a la sede de la empresa que dirige el personaje de Javier Bardem en El buen patrón, solo que aquí en vez de básculas se fabrica energía y las mujeres no son solo floreros. Perdón por este inciso cinéfilo, uno tiene vida más allá del Metro.

Carpetana: ¡ay mi madre el bicho!

La última estación es también la única en la que jamás había estado, o al menos nunca me había bajado. Cuando llegamos a Carpetana el ambiente es un poco como el de un videojuego antes de enfrentarte al malo final. En este caso el malo final es un animal enorme, en mi caso, y otro torno del metro, en el de mi amigo. Como decía, siempre hubo clases.

Digamos que esta pequeña exposición se divide en dos partes. Una es un conjunto de réplicas de reliquias encontradas durante la construcción de ascensores y cuadros técnicos entre 2008 y 2009. Bajo la estación, aparecieron restos fósiles del Mioceno medio. Pertenecían a especies extintas de equinos, perros-osos o tortugas. La otra es la reconstrucción de un mastodonte, que sirve para ilustrar la idea de que lo de Carpetana es un auténtico yacimiento paleontológico.

Como es otra de esas visitas que solo requiere selfie y para acceder al bichejo hay que pasar los tornos de salida, mi amigo se fotografió con la otra parte de la muestra y me dejó solo ante el peligro. Ahí estaba yo, un sábado por la mañana en una parada de la línea 6 tomándome una foto con un animal extinto hace ocho mil años. Todo sea por la cultura.

Ahí estaba yo, un sábado por la mañana en una parada de la línea 6 tomándome una foto con un animal extinto hace ocho mil años

Epílogo: Tienda de Metro de Sol

De Carpetana fuimos directos a Sol (bueno, con trasbordo en Legazpi). Es en esta céntrica estación y en Plaza de Castilla donde se ubican las tiendas de Metro, y por tanto donde estampan aquellos sellos faltantes (selfie mediante) y entregan el regalo sorpresa. Una vez hizo esto, el dependiente de la Tienda, que vestía y se comportaba más bien como un oficinista, nos facilitó nuestra recompensa.

No voy a decir cuál es, pero diría que merece la pena. Para descubrir de qué se trata tendréis que completar el Pasaporte, ir a Chamberí a que os lo cuenten (pero cuidadito con los espectros y con algo aún más terrorífico: los rodajes) o buscarlo en Internet. Yo tengo mi obsequio aquí al ladito. Tocarlo me ayuda a calmar la ansiedad cuando veo que los días pasan y a mi abono joven le va quedando menos tiempo.

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