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Por qué ir al supermercado sí pero atender el huerto en un pueblo no

Almudena García Drake

Alcaldesa de San Esteban del Valle —

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Después de casi cuarenta días de aislamiento tengo muchas dudas de cómo será nuestra vida una vez se tenga más o menos controlada la situación de emergencia sanitaria ocasionada por la aparición de la COVID-19. Pero lo que sí tengo es la certeza de que las medidas aplicadas en el Real Decreto de Alarma, todas ellas necesarias e imprescindibles sin ninguna duda, nos han dejado a los pueblos pequeños de montaña un poco más hundidos en el abandono que ya sufríamos.

¿En qué me baso para afirmar algo así? Es evidente que no es lo mismo vivir en un pueblo pequeño de menos de mil habitantes que en grandes capitales y, ni siquiera es igual que vivir en cualquier ciudad. Aquí todos nos conocemos por nuestros nombres y apellidos, cuando no por apodos de larga historia familiar. Y lo que muchos de vosotros consideráis un lujo, como es estar rodeados de naturaleza o tener pequeños huertos, para nosotros es parte fundamental de la economía familiar.

¿Tan difícil puede ser de entender que la inmensa mayoría de nuestra población no sea agricultor profesional, ni esté dada de alta en el régimen agrario, sino que son jubilados y que los productos que obtienen de sus huertos son básicos para ayudarles a vivir, pues solo disponen de unas pensiones de unos 600 euros en la mayoría de los casos?

El trabajo diario de todas estas personas antes del coronavirus consistía en acudir a sus huertos y sus fincas para trabajar la tierra, sembrar, cuidar los frutales, las viñas o los olivos. Han ido siempre solos y no comprenden que ahora sea mejor salir a la calle e ir al comercio a comprar repollo, cebollas o habas, exponiéndose al riesgo de contagio, que acercarse a su propio huerto para abastecerse.

En estas fechas en las que estamos hay que preparar la tierra y hacer las primeras siembras (la patata, por ejemplo), e incluso ya hay producto que recoger. Llegará el verano y, si no se ha sembrado nada, nada habrá para recolectar en los huertos. Yo creo, estoy convencida, que pueden llevarse a cabo todas estas tareas ordenadamente sin poner en riesgo la vida de nadie; todo lo contrario.

Conozco a cada uno de mis vecinos. Han cumplido con responsabilidad absoluta la orden de aislamiento y las medidas de prevención y distanciamiento social. Hemos tenido dos casos positivos por coronavirus de personas que trabajan fuera de la localidad, en servicios esenciales, y que a día de hoy están prácticamente recuperadas. Sanitariamente la situación está perfectamente controlada y yo no tengo argumentos para negarles a mis vecinos los permisos que me solicitan. Y ellos no entienden que su alcaldesa no consiga convencer a las autoridades competentes de que es vital, social y económicamente hablando, para la economía familiar de nuestros pueblos.

Otra gran certeza es que, en estos tiempos, no se nos cae de la boca la palabra “despoblación”, pero todas las medidas van encaminadas a que cada día sea más complicado vivir en un pueblo. No me voy a extender en argumentos ya de sobra conocidos; solo quiero hablar de uno de tantos detalles. Estamos consumiendo, como toda España, internet en un número de horas enorme, pero aquí, sin banda ancha, es mil veces más complicado poder, no ya distraerse, sino teletrabajar. No hay modo.

Y una reflexión más. Hemos recibido, días atrás, a un número importante de vecinos que habitualmente no viven aquí, pero que aquí tienen su segunda residencia. En estos momentos de zozobra, miedo y dificultad, han pensado que donde mejor podían estar para vivir esta crisis, quizá la más importante que hayamos sufrido en nuestra vida, era en su pueblo. Han venido buscando seguridad. Antes que nada, quiero dejar claro que llegaron y cumplieron con la cuarentena de forma escrupulosa, cosa que les agradezco de todo corazón. Pero también es cierto que les atendemos con nuestros escasos medios en todas sus necesidades y que, cuando esto pase, volverán a sus ciudades y nosotros seguiremos aquí, solos y menos cada día.

Me gustaría pedirles que reflexionaran sobre ello y piensen que empadronarse en nuestros pueblos es una buena opción, pues nos ayudaría a subir población. Y que, visto lo visto, no es descabellado pensar que la vida ante el futuro incierto que nos espera sea mejor vivirla en los pueblos.

Después de casi cuarenta días de aislamiento tengo muchas dudas de cómo será nuestra vida una vez se tenga más o menos controlada la situación de emergencia sanitaria ocasionada por la aparición de la COVID-19. Pero lo que sí tengo es la certeza de que las medidas aplicadas en el Real Decreto de Alarma, todas ellas necesarias e imprescindibles sin ninguna duda, nos han dejado a los pueblos pequeños de montaña un poco más hundidos en el abandono que ya sufríamos.

¿En qué me baso para afirmar algo así? Es evidente que no es lo mismo vivir en un pueblo pequeño de menos de mil habitantes que en grandes capitales y, ni siquiera es igual que vivir en cualquier ciudad. Aquí todos nos conocemos por nuestros nombres y apellidos, cuando no por apodos de larga historia familiar. Y lo que muchos de vosotros consideráis un lujo, como es estar rodeados de naturaleza o tener pequeños huertos, para nosotros es parte fundamental de la economía familiar.